El conflicto con los controladores: Imposición legal vs. negociación colectiva
Los acontecimientos acaecidos el pasado viernes, 4 de diciembre, pocas fechas antes de que nuestra Constitución celebrara su trigésimo segundo aniversario, han tenido una singular trascendencia, no solo desde el punto de vista económico sino, también, desde un enfoque jurídico.
Mucho se ha hablado del antijurídico abandono por parte de los controladores aéreos de sus puestos de trabajo, de los daños que dicho abandono ha ocasionado, y de lo más o menos justificado que estuvo adoptar una medida tan extraordinaria como la declaración del estado de alarma.
Sin embargo, se ha hablado menos de lo que, en realidad, constituyó el detonante de la situación, la medida introducida por la Disposición adicional segunda del Real Decreto Ley 13/2010, de 3 de diciembre, de actuaciones en el ámbito fiscal, laboral y liberalizadoras para fomentar la inversión y la creación de empleo, que bajo el epígrafe “Actividad aeronáutica en el control del tránsito aéreo”, establece entre otras cosas que “En el cómputo de este límite anual de actividad aeronáutica no se tendrán en cuenta otras actividades laborales de carácter no aeronáutico, tales como imaginarias y periodos de formación no computables como actividad aeronáutica, permisos sindicales, licencias y ausencias por incapacidad laboral” . Lo excepcional de esta medida radica en que, por medio de diversas normas, la última, el citado Real Decreto Ley se ha entrado a regular una materia, la jornada laboral, que normalmente se encuentra recogida por el Estatuto de los Trabajadores y, en su caso, en los frutos de una negociación colectiva.
En el caso de los controladores aéreos, el Convenio colectivo suscrito había expirado el día 31 de Diciembre del 2004 y desde entonces, a pesar de haberse aprobado diversos acuerdos parciales, no ha sido posible que las partes llegaran a un acuerdo para la aprobación de otro nuevo.
En cualquier caso, lo cierto es que la mencionada Disposición adicional segunda introduce a través del concepto de “actividad aeroportuaria” unas obligaciones concretas para los controladores que entran en contradicción con la regulación de la jornada laboral contenida en el Estatuto de los Trabajadores (arts 34 a 36) y con el régimen de descansos y permisos establecido en su artículo 37; pretendiendo forzar una situación que, dado el carácter laboral de este personal, debería haberse resuelto a través de un proceso de negociación colectiva y no de imposición por la patronal (aunque revista forma de ley) y conculcando, en cierto modo, lo señalado por el art. 37.1 de la Constitución, cuando dice “la Ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios”.
Es cierto que, a pesar de lo establecido en el art. 3.3. ET: “los conflictos originados entre los preceptos de dos o más normas laborales, tanto estatales como pactadas, que deberán respetar en todo caso los mínimos de derecho necesario, se resolverán mediante la aplicación de lo más favorable para el trabajador apreciado en su conjunto, y en cómputo anual, respecto de los conceptos cuantificables”; un Convenio no puede modificar lo establecido en las leyes, que contienen mandatos de derecho necesario absoluto o relativo. La doctrina del Tribunal constitucional (sentencias 210/1990 y 129/1994) así lo ha declarado.
Sin embargo, este lógico planteamiento quiebra cuando, tal y como es el supuesto que nos ocupa, se utiliza la ley para forzar una situación concreta e imponer un determinado criterio sin que quepa negociación alguna. Aceptar esta posibilidad, comportaría que, al final, en el ámbito de la relación laboral entre la Administración (o sus entes empresariales) y sus empleados la negociación colectiva no sería posible; lo que contradice abiertamente los principios recogidos no solo en el Estatuto de los Trabajadores, sino también, en el Estatuto Básico del Empleado Público e incluso va en contra de lo dispuesto en el Convenio 151 de la Organización Internacional del Trabajo que, en su artículo 8, señala que “La solución de los conflictos que se planteen con motivo de la determinación de las condiciones de empleo se deberá tratar de lograr, de manera apropiada a las condiciones nacionales, por medio de la negociación entre las partes o mediante procedimientos independientes e imparciales, tales como la mediación, la conciliación y el arbitraje, establecidos de modo que inspiren la confianza de los interesados”.
Parece que, antes de decidir resolver los posibles conflictos mediante los mecanismos laborales previstos en los tratados internacionales suscritos por España y en las disposiciones nacionales que los desarrollan, se ha optado por el recurso fácil al Decreto-Ley, rabuleando con la mencionada doctrina constitucional de prevalencia de la Ley respecto del Convenio colectivo.
Últimamente, este recurso a la Ley para superar situaciones de conflicto o simplemente, imponer determinadas medidas a los empleados públicos “por las bravas” se está empezando a utilizar con cierta alegría (por ejemplo, la reciente rebaja en los sueldos de los empleados públicos en porcentajes arbitrarios en función de sus ingresos). Es posible que en ocasiones las excepcionales circunstancias económicas por las que atraviesa el país puedan justificar la adopción de estas medidas, sin embargo, la generalización del método que parece apuntarse por la forma con que se pretendió resolver el conflicto con los controladores aéreos (en realidad, lo que provocó fue un problema mucho mayor que solo puedo solventarse mediante la primera declaración del estado de alarma desde la aprobación de la Constitución del 78), plantea nuevos interrogantes y dudas sobre cuál es el marco en el que debe desenvolverse la negociación colectiva de los empleados públicos. No debemos olvidar que hay muchos servicios públicos donde surgen conflictos difíciles de resolver en la forma de prestar los servicios (sanidad, educación, justicia…).
Podemos concluir resaltando lo paradójico que resulta la presente situación. Efectivamente, en un momento en el que, tras el Estatuto Básico del Empleado Público, se está consolidando en España un modelo tendente a la laboralización del empleo público, estemos volviendo –por la vía de los hechos- a lo más descarnado de la “especial sujeción” que siempre ha caracterizado la relación entre el funcionario y la Administración.
Abogado. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, pertenece, por oposición al Cuerpo Superior de Letrados de la Administración de la Seguridad Social, y a la Escala de Letrados de la Xunta de Galicia. Ha participado como autor o coautor en más de una treintena de publicaciones jurídicas entre monografías, artículos y obras colectivas. Desde el año 2005 es Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Sugerente la argumentación del Sr. Tena. Pero más allá de razonamientos jurídicos, podría decirse que la alarma, o la paz social,o los problemas, no existen porque se declaren. Todo lo más, se suelen declaran porque, previamente, existen. Pero cuando realmente existe paz, o guerra, o un problema cualquiera, o un contrato verbal, el hecho de que no se declare o documente formalmente no comporta su inexistencia.
Ortega decía que toda realidad que se ignora prepara su venganza. Y esto es lo que ha pasado aquí. Como decía la Sra. Nuez en otro post, gobiernos sucesivos de uno u otro signo han mirado para otro lado, Y es que para arreglar problemas hay que arremangarse y mojarse el… Y por eso este asunto está enquistado: porque los políticos no se han querido desgastar en tareas ingratas que les pongan a la opinión pública en contra. Ahora le ha explotado el tema a ZP que con su inefable incapacidad quizá no lo arregle, sino que contribuya a empeorarlo aún más. Pero a mí, alarmándome la incapacidad de ZP y la discutible estrategia jurídica empleada para intentar encauzar el asunto, me alarma mucho más que ningún gobierno anterior, González, Aznar, haya sido capaz de enfrentar el asunto con valentía. Y por eso habría que recuperar esa idea de los políticos como personas capaces de tomar las decisiones pertinentes sobre los problemas, les suponga desgaste o no. En el Demóstenes de Clemenceau hay una frase que cualquier estadista, cualquier político que mire al interés nacional por encima de su desgaste personal, debería tener como referente: CUALQUIER HOMBRE CONSAGRADO POR ENTERO A UNA GRAN CAUSA NO ESPERARÁ NUNCA DE LA VIRTUD AJENA UNA RECOMPENSA, QUE POR LO MISMO QUE ES UNA REMUNERACIÓN NO PODRÍA SINO REBAJARLE ANTE SÍ MISMO.
Decía Roscoe Pound, famoso profesor y decano de la Harvard Law School
durante el periodo de entreguerras, que una ficción jurídica revela siempre
la impotencia e incapacidad del legislador. En una ocasión Tom Sawyer le
dice pretenciosamente a su amigo Huck que los exploradores sólo usan
navajas, con el inconveniente de que luego se ve obligado a llamar a un
azadón repetidamente “navaja” cuando lo necesita para excavar un hueco por
el que huir de una habitación cerrada. Creo que algo parecido ocurre con el
famoso “estado de alarma”. Si algo demostró el debate parlamentario de ayer
es la incapacidad del Gobierno para resolver un conflicto laboral por medios
normales, lo que obliga a llamar “estado de alarma” a una situación que
manifiestamente no lo es. El problema es que lo que resulta inocuo, casi
tierno, en el caso de Tom Sawyer, aquí da un poco de miedo. El inconveniente
de llamar a una cosa estado de alarma, es que implica todo un régimen de
suspensión de derechos que en las sociedades libres debería ser algo
completamente excepcional. Para resolver su incapacidad y su falta de
previsión ¿nos ofrece a cambio el Gobierno decretos-leyes y situaciones de
excepción? Aquí parece que lo han pedido los tour operadores. No quiero
imaginarme lo que puede pasar si la crisis se agrava y empiezan a pedir
cosas los bancos.