La huelga en los transportes y la incuria del legislador

Con nada menos que veintidós días de huelga habían amenazado los sindicatos en AENA, enfurecidos por la intención del Gobierno de privatizar dicha entidad. La huelga se ha desconvocado hace pocos días: se dice que el pago a cambio ha sido altísimo, mucho más que lo que cualquier otro colectivo sin tal capacidad de presión hubiera podido conseguir. Las agencias de viaje ya habían empezado a sufrir cancelaciones de reservas en fechas clave -desde Semana Santa hasta los días críticos del verano- y el perjuicio para los ciudadanos y el sector turístico se vislumbraba enorme.|

Las huelgas en el sector del transporte de viajeros se suceden sin descanso desde hace décadas. Cuando no son los controladores aéreos, es el resto del personal de AENA, y cuando no son éstos, son los pilotos, o el Metro de Madrid, o los autobuses urbanos, o RENFE. Casi siempre con una constante: la falta de respeto a los servicios mínimos. Una huelga donde se respeten los servicios mínimos no es una huelga efectiva. Y saltarse los servicios mínimos sale barato, cuando no gratis.

De hecho, un juzgado madrileño acaba de declarar ilegal -en enero de 2011- la huelga salvaje realizada en el Metro de Madrid hace siete meses -junio de 2010- porque los huelguistas incumplieron los servicios mínimos en un servicio esencial como el de transporte. La sentencia será recurrida y seguramente confirmada. Pero pase lo que pase, su tardanza, su falta de inmediatez, la convierte en papel mojado. El daño que se buscaba ya está hecho. Daño para la empresa, que perdió varios millones de euros, y sobre todo daño para los ciudadanos que quisieron desplazarse esos días en metro y no pudieron hacerlo porque los huelguistas no respetaron su derecho, y el Estado no instrumentó los mecanismos para hacerlo efectivo. Y ésta es, en definitiva, la cuestión nuclear del asunto: el papel del Estado.

Desde la aprobación de la Constitución hasta hoy,  el debate sobre  la regulación del derecho de huelga ha sido recurrente. La UCD y el PSOE, a finales de los años setenta, se mostraron partidarios de desarrollar el artículo 28.2 de la Constitución mediante una ley orgánica que habría de ser corta y flexible. Por el contrario, la postura del PCE  y de CCOO era de oposición frontal y de amenaza. Sirvan como ejemplo estas palabras:

 “El gobierno y el gran capital pretenden regular el derecho constitucional de huelga. Tal regulación sería un intento claro de encorsetar el ejercicio de la huelga poniendo trabas y cortapisas a los trabajadores (). Por todo ello, CCOO es contraria a todo control legal de la huelga. CCOO preconiza la autorregulación por los propios trabajadores y sus sindicatos a través de un pacto intersindical, donde se fijarían las conductas sindicales para el ejercicio del derecho de huelga en los servicios públicos y sectores estratégicos (…). Si la UCD, en concepto de tributo a la CEOE por el apoyo recibido en las últimas elecciones celebradas, intenta regular la huelga, se tendrá que enfrentar a una fuerte oposición de los trabajadores y de CCOO. Esto podría provocar una peligrosa dinámica de enfrentamiento social que en nada favorece el desarrollo democrático (palabras del Secretario de Acción Sindical de CCOO, Agustín Moreno, “Cinco Días”, 31 de mayo 1979).

En noviembre de 1992, siendo ministro de Trabajo el Sr. Martínez Noval, se llegó a un acuerdo con UGT y CCOO sobre el contenido de un proyecto de ley orgánica regulador del derecho de huelga que se estaba tramitando en las Cortes. La disolución anticipada de las Cámaras el 12 de abril de 1993  impidió que ese proyecto fuera finalmente aprobado por el Congreso en sesión señalada para el 28 de abril, cuando había sido ya aprobado por el Senado. Pese  a que el PSOE volvió a ganar las elecciones y tenía respaldo suficiente no retomó el proyecto de ley en la siguiente legislatura. Pura desidia.

Pues bien, desde 1993 hasta hoy, apenas se ha hecho nada.  Pero conviene volver a plantear cuáles son las alternativas posibles en la regulación del derecho de huelga.

Una primera alternativa sería la remisión del conflicto a los tribunales que, a través de pronunciamientos concretos, irían delimitando el alcance del derecho de huelga. El inconveniente es que el pronunciamiento judicial llegará siempre tarde -como en el reciente caso del Metro de Madrid y en tantos otros- y eso lo hará ineficaz. Hay, además, pronunciamientos que han tardado cuatro y cinco años en llegar. Y ello por no hablar de la disparidad de criterios entre órganos judiciales (tan solo un ejemplo: la Orden del Mº de Transportes de 17.2.1984 que fijó los servicios esenciales para una huelga en el Metro de Madrid, fue anulada por la Audiencia Nacional ocho meses después, convalidada por el TS en 1985, y luego declarada parcialmente nula por el TC en 1986). Y un último problema: si la fijación de servicios mínimos es declarada nula, ¿qué responsabilidad asume la autoridad que los decretó?

La segunda alternativa sería la regulación autónoma por parte de los huelguistas, como pretendían CCOO y el Partido Comunista en 1979. Pero el Tribunal Constitucional ha descartado esta alternativa considerando insostenible que las medidas de aseguramiento de los servicios esenciales puedan quedar al arbitrio de los trabajadores ya que los poderes públicos tienen una responsabilidad inexcusable en el funcionamiento de los mismos.

La tercera y última alternativa sería que las Cortes aprueben, por fin, en un alarde de diligencia, una ley que regule el derecho de huelga. Dicha regulación es urgente porque mientras no se apruebe, la autoridad gubernativa no puede regular por vía reglamentaria los servicios mínimos “en abstracto”. Así lo ha señalado con toda claridad el Tribunal Supremo (STS 15.9.1995) al recordar que el art. 28.2 CE confía la misión del establecimiento de los servicios esenciales de la comunidad a la ley que regule este derecho en cuya remisión constitucional no cabe la norma reglamentaria, pudiéndose entender que existe sobre el particular una reserva constitucional de ley.

Fernando Suárez, ex ministro y catedrático, dedicó a este tema su Discurso de Ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en el año 2007. Sus palabras finales tienen hoy todavía más vigencia que entonces:

“La irrenunciabilidad del derecho de huelga me parece compatible con una razonable regulación que lo armonice con otros derechos no menos esenciales para la comunidad de manera que por poner un ejemplo- el derecho de huelga de los controladores no dificulte o paralice gravemente el tráfico aéreo de toda la Nación o de todo el continente ().

 La Constitución de 1978 ha sido la primera que ha reconocido en España el derecho de huelga. La incuria y la falta de coraje político de nuestros legisladores han impedido que –desde 1979 hasta hoy, y a pesar de las sucesivas mayorías absolutas de PSOE y PP- se apruebe una ley que regule su ejercicio debidamente, estableciendo criterios claros sobre su contenido y límites, para que todos -incluidos los huelguistas- sepan con certeza a qué atenerse. Treinta años en los que esos mismos políticos sí han tenido, en cambio, tiempo para aprobar leyes sobre asuntos peregrinos, casi banales.  Pero no respecto a una ley tan importante para las relaciones laborales y el modelo productivo de un país que aspira a ser –de verdad- competitivo. Una paradoja que tienen la obligación de resolver.

La judicialización de la política: comentario a un instructivo auto judicial

No voy a negarles que los últimos tiempos han sido bastante convulsos en la vida política, económica y social de las Islas Baleares, Comunidad Autónoma donde vivo y ejerzo mi profesión. Un complejo gobierno de seis partidos de muy diferente signo unidos contra el que logró el mayor número de votos en las pasadas elecciones autonómicas, una desbandada general en el principal partido de la oposición, numerosos episodios de presunta corrupción política y económica, múltiples detenciones y registros retransmitidos desde el minuto uno por los medios de comunicación, y otros elementos varios, han contribuido a transmitir, especialmente al exterior, la imagen de que al este de la península se encuentran -en pleno siglo XXI- las islas de Alí Babá.|

Sin embargo, recientes acontecimientos judiciales, y otros que están por venir, están comenzando a demostrar que, con independencia de la existencia -en unos casos comprobada y en otros en fase de investigación- de determinados episodios de corrupción, alguno de ellos realmente esperpéntico, alguien ha tenido en los últimos años, dedicando a ello importantes medios, y con la intención que cada uno de ustedes alcance a imaginar, un especial interés en que la situación política presente y sobre todo anterior pareciera mucho peor de lo que realmente era. La verdad es que el número de imputados que han sido sometidos en los últimos cuatro años a la “pena del telediario”, cuando no a pasar unos días en los calabozos de la policía judicial, ha sido realmente notable, especialmente en la isla de Mallorca. Pero resulta que, tras unas fases de diligencias previas llamativamente espectaculares, los Tribunales están empezando –a su ritmo- a enfocar los temas. Un ejemplo:

La Sala de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares acaba de dictar un Auto, fechado el 17 de marzo de 2011, por el que acuerda el sobreseimiento provisional  de una causa seguida contra el antiguo Conseller de Turismo y uno de sus subordinados, el Director Gerente del Inestur, Instituto público dedicado a la promoción turística de las islas, en la cual el Juez Instructor y la Fiscalía Anticorrupción les acusaban de hasta tres delitos diferentes: malversación de caudales públicos, defraudación a la Administración y prevaricación. La exposición sucinta de los hechos es la siguiente: el anterior Conseller de Turismo, en su calidad de Presidente del Inestur, firmó con un Ayuntamiento mallorquín un Convenio para realizar una serie de actuaciones destinadas a la promoción turística del Municipio, destinando a ello la cantidad de 30.000 euros, de los que se abonaron inicialmente 15.000. A su vez, el Ayuntamiento, suscribió un Convenio con una Fundación, la cual era propietaria de una antigua fortaleza medieval que había adquirido años antes en estado ruinoso, el Castillo de San Telmo, declarado Bien de Interés Cultural y situado en un lugar privilegiado de la costa mallorquina, aportándole fondos procedentes del Convenio con el  Inestur. La Fundación rehabilitó íntegramente el castillo medieval, y desde entonces permite visitas públicas para contribuir al turismo cultural en la zona. Pero la circunstancia de que el Conseller y el Alcalde pertenecieran a un mismo partido político, unida al hecho de que uno de los patronos de la Fundación sea un antiguo presidente de la Comunidad Autónoma, que lleva más de quince años retirado de la vida política, pero que pertenecía al mismo partido que los otros dos, llevó a la Fiscalía Anticorrupción a interponer querella contra todos ellos y sus subordinados por los tres delitos antes mencionados, y al Juez Instructor a instruir el sumario, y a elevar posteriormente el caso al Tribunal Superior de Justicia, dada la condición de aforado de uno de los imputados.

Un par de meses después de la elevación de la causa, el Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares, en el Auto indicado, realiza una -a mi entender- magnífica interpretación de la función del Derecho penal en relación con los expedientes administrativos y la actividad política, reconociendo literalmente que la rehabilitación de la fortaleza medieval fue una “labor objetivamente encomiable desde el punto de vista del interés general y la utilidad social, cualquiera que sea la identidad de quien la llevó a cabo”, para continuar diciendo: “la ayuda económica que las administraciones públicas destinen a la financiación y mantenimiento de tales actividades no puede por ello tildarse de desvío de caudales públicos de sus objetivos naturales ni conducta constitutiva de malversación. El monto mayor o menor de esa ayuda y su concesión en detrimento de otras finalidades que puedan pensarse más acuciantes o de atención preferible son aspectos ajenos al derecho penal y que corresponden a la crítica de la acción política de gobierno”.  Y, tras realizar un minucioso deslinde entre los tipos penales invocados por la acusación y las infracciones administrativas, añade: “la apelación al derecho penal como instrumento para resolver los conflictos es la última razón a la que debe acudir el legislador que tiene que actuar, en todo momento, inspirado en el principio de intervención mínima de los instrumentos punitivos. En ocasiones se observa que se hace un uso abusivo, y a veces fraudulento, de la vía penal para solucionar cuestiones que deberían tener su encaje en la esfera de actuación de otros órdenes jurisdiccionales”.  

Visto lo anterior debemos preguntarnos: ¿cómo se explica razonablemente a un ciudadano de la calle que sea posible que un Juez aprecie serios indicios de tres delitos diferentes en unos cargos públicos y otro Juez, un par de meses después, les sobresea muy razonada y contundentemente de todos ellos? ¿Se está utilizando en exceso la ya de por sí muy sobrecargada Administración de Justicia para atacar lo más duramente posible al adversario político? Y si eso es así ¿no existen unas medidas disciplinarias para poder corregir esos excesos?  ¿y por qué no se aplican de oficio?. 

En mi post anterior comenté el tema de la hiperexpansión del Derecho penal que estamos sufriendo en los últimos tiempos, criticando la reciente tendencia de los legisladores modernos a usar lo que debería ser una “ultima ratio” de resolución de conflictos para solucionar problemas económicos, sociales, recaudatorios o prioridades de índole puramente política. En el presente post llamo la atención sobre otro tipo de uso abusivo del Derecho penal, éste no realizado por el legislador, sino por gobernantes con pocos escrúpulos, partidos políticos, abogados e incluso profesionales de la propia Administración de Justicia, que utilizan los procedimientos penales como arma arrojadiza para descalificar, amedrentar o colocar al adversario político en “fuera de juego”, distorsionando y corrompiendo en determinadas ocasiones su verdadero sentido. Es evidente que hay que luchar contra la corrupción política y económica con todas las de la Ley, pero los juristas estamos obligados a defender que esa lucha debe hacerse con rigor y empleando los medios jurídicos pertinentes a cada caso concreto.  Las actuaciones espectaculares y los procesos “mediáticos”, cuyo objetivo inmediato y casi único es obtener una condena social de determinadas personas con independencia de su culpabilidad real, deberían desterrarse de forma radical, con la colaboración de todas las partes implicadas: medios de comunicación, abogados, políticos y Administración de Justicia. Afortunadamente ésta última, lenta pero segura, viene a veces a poner las cosas en su sitio.

Heráclito y la convocatoria de junta general de sociedad por anuncio en su página web

¿Quién fue el que dijo que los clásicos griegos habían aportado ya todas las ideas fundamentales a la civilización moderna, y que todo lo posterior a ellos no era sino mera repetición? Pues uno de esos griegos, Heráclito de Éfeso, intuyó que el universo estaba en un cambio incesante, no hay nada permanente ni estático. Suya es la conocida frase “en el río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos“, o, en la versión que dio Platón con posterioridad, “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río“. Para el filósofo, la segunda vez que nos bañamos, ni el río ni nosotros somos los mismos que la primera.

 

Veinticuatro siglos después, la cosmovisión de Heráclito es perfectamente adecuada para caracterizar el pequeño cosmos que es la red Internet, hay una similitud casi física entre ambas: no nos bañamos en Internet, pero navegamos o  buceamos por él, por lo que tanto da, y cada vez que lo hacemos su contenido, como el del río, ha cambiado. Lo que ayer aparecía hoy ya no está, y por el contrario enormes cantidades de datos se incorporan cada segundo a la red a disposición del internauta. Esa constante mudanza representa una dificultad cuando lo que se quiere es demostrar que “algo”, una información determinada, ha sido expuesta en la red, puesto que -como el líquido componente del río del filósofo- se nos escapa por entre los dedos, y acaso la próxima vez haya cambiado o desaparecido.

 

Lástima que el legislador no haya tenido en cuenta a Heráclito al modificar la Ley de Sociedades de Capital por medio del Real Decreto-Ley 13/2010, de 3 de diciembre en materia de convocatoria de Juntas Generales de sociedad, porque nos habríamos ahorrado un nuevo fiasco legislativo. Explicado en términos sencillos, se dispone ahora que, para convocar una junta general en una sociedad anónima, deberá anunciarse con una antelación de un mes mediante anuncio publicado en el Boletín Oficial del Registro Mercantil, y –aquí está la novedad- en la página web de la sociedad, si existe, suprimiendo en este caso la publicación en diarios (art. 173 de la citada ley). El propósito de la reforma es ahorrar costes y utilizar las nuevas tecnologías, algo positivo, sin duda.

 

Sin embargo, lo que no es tan positivo es que la deficiente redacción de la norma deje sin resolver de qué manera se acredita que se ha verificado en tiempo y forma esa convocatoria de junta en la página web. Como hemos dicho, lo que aparece en Internet no es fijo, hoy hay un contenido y mañana otro, es todo lo contrario a una inscripción hecha en mármol. ¿Cómo justificar entonces que con la antelación legal mínima de un mes al día de la junta se anunció debidamente en la web social? ¿Cómo saber que lo que decía ese anuncio un día determinado no se ha alterado al día siguiente, o a la hora siguiente, o cinco minutos después, y que no se ha vuelto a alterar una y otra vez?. ¿Cuánto tiempo tiene que estar publicado el anuncio en la web? Y, por cierto, ¿cuál es la web oficial de la sociedad a la que el socio-internauta podría acudir a informarse acerca de la junta? Todas estas preguntas y algunas más no son respondidas en absoluto por el Real Decreto-Ley 13/2010 (el que modificó el régimen de los controladores, para entendernos), el cual  es un ejemplo de acumulación de reformas hechas por el método de pedir a toda prisa a los ministerios todo lo que tengan por ahí para que se pueda decir que se están tomando medidas, aunque la calidad técnica sea pésima y en algunos casos se creen más problemas que los que se intentan resolver. Algo propio de un gestor mediocre, como es el Gobierno que tenemos.

 

La cuestión de justificación de la convocatoria vía página web quizá parezca un formalismo sin importancia, pero no lo es. Puede dar lugar a que los socios discrepantes o que no les interese el resultado de la junta en cuestión la impugnen judicialmente solicitando su nulidad por defectos en la convocatoria (y con posibilidades de ganar), y también que en ocasiones existan serias dificultades para escriturar e inscribir los acuerdos sociales de esas juntas por no acreditarse la regularidad de la convocatoria, con los consiguientes retrasos y costes añadidos para la sociedad, cuando lo que se pretendía era todo lo contrario. Hay que tener en cuenta además que todas las sociedades cotizadas están obligadas por la ley a tener una página web, por lo que, sin excepción, habrán de convocar de esta manera. Y también lo deberían hacer aquellas otras miles de S.A. que tienen de hecho una página web, aunque no esté declarada en ninguna parte.  Todas ellas, pero especialmente la sociedades de gran tonelaje, querrán asegurarse de que la junta no va a tener problemas de impugnación de su convocatoria. La pregunta que va a plantearse, especialmente a partir de las próximas semanas, cuando comiencen a convocarse las juntas ordinarias anuales, es ¿cómo demostrar la corrección de la convocatoria?

 

La cuestión no tiene fácil respuesta. En ámbitos registrales se ha llegado a sugerir que para acreditarlo habría de aportarse el marcado de tiempo del servidor en el que esté alojada la web o bien un sellado de tiempo en el mismo sentido expedido por autoridad certificante ¡nada menos! Es desde luego algo inviable y además resultaría verdaderamente absurdo y abradacadabrante que una norma hecha para aligerar de requisitos formales la convocatoria acabara en la exigencia de pedir un sellado temporal a una empresa tecnológica.

 

No obstante, tampoco el acta notarial en la que el notario comprueba que está colgado el anuncio en la web– y a pesar de ser mi negociado- resuelve del todo el problema. En primer lugar porque solamente acreditaría que el anuncio aparece en la web en un momento concreto, o en varios, si es que así se solicita al notario, puesto que de ello dará fe, pero no que no desaparezca o se haya modificado en otros momentos desde el día del anuncio hasta el de la junta. Y en segundo lugar, por lo antes dicho: no es coherente que con la nueva regulación se haya de afrontar el coste de un acta que antes no era necesaria. Sin embargo, mi impresión es que muchas empresas, sobre todo grandes, van a solicitar este acta para evitar en la medida de lo posible el riesgo de impugnación. Personalmente entiendo que si existe un principio de prueba -sea el acta notarial o bien otro-  de que la sociedad ha cumplido con los requisitos de la publicación en la web, debería ser la parte que alega lo contrario la que asuma la carga de demostrarlo, y no al revés.

 

El asunto en todo caso tiene visos de acabar en algún momento en el juzgado, de modo que será la justicia la que aclare el tema, salvo naturalmente que lo hiciera el propio legislador, pero no parece muy por la labor: aunque en el anunciado proyecto para modificar de nuevo la ley de sociedades de capital se prevé la reforma precisamente de los artículos referentes a la forma de la convocatoria, no se recoge aclaración alguna sobre este problema. En fin…Quosque tandem, Catilina, abutere patentia nostra?

Canon a dos voces: la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el canon digital (I). Diez aclaraciones sobre el canon de copia privada

Con la reciente sentencia dictada por la Audiencia Nacional y por la que se anula la orden reguladora del canon de copia privada, esta dudosa y siempre polémica institución jurídica ha vuelto a saltar a la palestra. Y vuelta a empezar con las medias verdades desde un lado y otro de la barrera, con declaraciones y posturas que recuerdan a la de esos candidatos electorales que ante una aplastante derrota en las urnas siguen saliendo al balcón a ser aclamado por fieles y recordarnos que lo que allí ha ocurrido, en contra de lo que los datos y la lógica indican, ha sido una gran victoria.|

Con esta sentencia al fin muere el canon digital”. Pues no. Estamos ante una sentencia recurrible, y que recurrida será, y de la que el Tribunal Supremo tendrá mucho que decir. La Audiencia Nacional se ha limitado a tumbar una orden ministerial, la dictada en 2008 para fijar las tarifas aparejadas al canon, sin entrar a pronunciarse sobre el fondo del asunto y ciñendo la controversia a los vicios formales de que adolece la mencionada orden. Nos hemos de retrotraer por tanto, anulada esta, a la anterior regulación y las anteriores tarifas, esto es, las de 2006. Pero el canon sigue vivo y coleando.

El canon que se han sacado del ala los socialistas, Zapatero y la ceja de la cultura”. Pues bien, el canon de copia privada existe en la legislación española desde 1987, cierto que en aquella época también los socialistas nos gobernaban. El canon digital, que llegó de la mano de Internet y de la digitalización de los contenidos protegidos, fue instaurado en España en 2003, bajo la dirección de un gobierno de derechas. En 2006, ya con el actual Gobierno, se aprobaron por unanimidad parlamentaria las cuantías que a partir de ahora actuarán como tarifas subsidiarias en sustitución de las anuladas.

Cuando llegue al gobierno el PP acabará con el canon”. Es aventurado, por imposible, aseverar a ciencia cierta que esta es otra de las leyendas urbanas que rodean al canon, pero resulta difícil imaginar cómo se articularía esa abolición. Recordemos que el canon por copia privada no es un impuesto ni una tasa, sino una compensación para los autores y titulares de derechos de propiedad intelectual que permite precisamente que el realizar esas copias privadas sea legal. Si nos cargamos el canon y por ende esa compensación y, por extensión entonces, ese derecho, ¿será entonces ilegal cuando llegue el PP al poder grabarle un disco a nuestra novia? Más bien da la impresión de que nuevamente estamos ante una situación polémica y popular que por tanto recibe la automática polarización de nuestras principales fuerzas políticas en ese constante maniqueísmo al que nos tienen sometidos y que, recordemos, ha llegado incluso a manchar glorias como las de aquel inolvidable Mundial de Sudáfrica porque esos locos bajitos que nos llevaron a los más alto se hacían llamar La Roja y eso, claro, había que utilizarlo. Una pena.

“Las recientes sentencias refuerzan la idea de que el canon ha de existir”. Las sentencias emitidas en el caso Padawan por la Audiencia Provincial de Barcelona y por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y la reciente sentencia de la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional no cuestionan, cierto es, el canon como figura jurídica, pues no en vano tampoco procede de la chistera del legislador español. Pero da la impresión de que poco pecho deberían sacar las entidades de gestión de derechos de propiedad intelectual, de las que SGAE es abanderada, cuando el canon de copia privada atraviesa un calvario cada vez que entra en sede judicial. Se ha demostrado que tenemos una figura jurídica mal configurada y una orden que la regula que es chapucera y que adolece de defectos adjetivos básicos. Los jueces han visto en esos defectos el resquicio perfecto, a mayor abundamiento, para no tener que entrar a valorar el fondo y poder dictar congruentes sentencias con la mitad de esfuerzo.

Si pagamos canon, entonces ¿por qué no podemos descargarnos lo que queremos? ¿Nos quieren gravar doblemente?”. El canon de copia privada, va dicho aquí, no es una tasa ni un gravamen, sino una compensación que tiene su ratio essendi en que al realizar copias de las obras originales generamos un relativo menoscabo en el patrimonio de los titulares de derechos, pues de una sola obra estamos obteniendo varias. Ese menoscabo, al estar permitido por el carácter privado y no lucrativo del mismo, lleva aparejado una pequeña compensación para esos titulares de derechos, que es el canon de copia privada. En las descargas ilícitas de contenidos protegidos no hay un acceso lícito a una obra original de la que se realizan copias privadas. Hay una puesta a disposición de una obra muchas veces ya pirateada y de la que se obtienen copias de forma masiva e incontrolada. No tiene, por tanto, nada que ver una cuestión con la otra ni, desde luego, nos encontramos en un bis in idem.

“La imposición del canon atenta contra la presunción de inocencia”. Sin duda es concedible el que en ocasiones adquirimos un equipo o un soporte gravado con el canon para después destinarlo a un uso completamente ajeno al de la copia de contenidos protegidos por derechos de propiedad intelectual. Sin embargo, no deberíamos recurrir a un principio inspirador del Derecho Penal cuando estamos en un escenario civil. Bajo la legislación civil nos encontramos otras situaciones en las que, por la experiencia práctica, se trata de proteger a priori un posible ilícito. Véase por ejemplo la obligación de contratar un seguro a terceros para todos los automóviles. ¿Suponen a caso que con seguridad tendremos un accidente? Y si no lo tenemos, ¿nos devuelve la aseguradora lo pagado?

“La SGAE nos cobra por el canon y luego, ¿a dónde va ese dinero y cómo se reparte?” A la hora de dirigir nuestras iras, y sumándome desde aquí a pedir a las entidades gestoras de derechos de autor una mayor transparencia en sus cuentas y su gestión, es importante destacar que los sujetos obligados al pago del canon, ex legem, son los fabricantes, los distribuidores y los mayoristas y minoristas. Sin embargo, en la práctica finalmente se produce una cadena y la cuantía a abonar en concepto de canon termina por repercutirse al consumidor final, el usuario. No somos por tanto nosotros quienes deberíamos, en puridad, abonar ese canon que SGAE y compañía reciben.

La cultura ha de ser libre para todo el mundo”. Desde luego. Y lo es. Pero no confundamos libre con gratis. Todos tenemos derecho a acceder a la cultura como tenemos derecho a adquirir el automóvil que queramos o la merluza que deseemos cenar. Pero las cosas tienen su precio y también lo tienen las películas, los discos, los cuadros o los libros. La libertad para consumir cultura o entretenimiento en España es absoluta. Simplemente, y por desgracia como todo, las cosas tienen un precio en consonancia con el esfuerzo que quien las creó invirtió en ellas. Y el esfuerzo intelectual no ha de ser menos y debe ser igualmente remunerado.

“¿Y entonces, qué propone usted que hagamos?” No hay duda de que ha llegado el momento de reconfigurar una figura que a mi entender sigue siendo muy necesaria, como es la del canon. Es la ley de base, la de Propiedad Intelectual, la que ha de ser enteramente remozada, más allá de adendas y maquillajes como pueden ser la orden que regula el canon o la Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible, mal llamada Ley Sinde. Nuestra ley de propiedad intelectual data de 1996. Si echamos la vista atrás y pensamos en cómo de tecnológica era nuestra vida hace quince años, qué uso hacíamos del correo electrónico en nuestros trabajos, cuántos reproductores digitales teníamos o cuántos contenidos protegidos por derechos de autor copiábamos tenemos la respuesta inmediata a lo obsoleto de nuestro texto legal.

El canon digital en sectores como el audiovisual o el musical, y démosle tiempo al de los libros, ha perdido su esencia pues pocas veces ya el comportamiento típico es el de adquirir una obra original para hacer una serie de copias de ámbito privado. Como se ha indicado más arriba, solemos encontrar en la red de forma gratuita plataformas ilícitas en las que se puede acceder a todo tipo de contenidos que nadie sabe de quién ni de dónde proceden. Y es ahora donde tenemos que plantearnos si no es en ese tipo de páginas y de sistemas donde debemos instaurar ese nuevo canon. Ese nuevo canon que, en mi opinión, debería gravar a quienes más se han beneficiado con toda esa proliferación de contenidos en red y con la acuciante necesidad de los usuarios por tener conexiones de gran capacidad que les permita descargar a buen ritmo. Y, para ello, con la obligación de pagar cuantiosas tarifas de conexión a Internet.

Y el españolito de a pie, que ya ni siquiera hace copias privadas porque se lo descarga todo gratis, sigue pagando el canon mientras los proveedores de acceso a Internet se hacen ricos y no dicen ni esta boca es mía.

Al menos, eso sí, ganamos aquel Mundial en Sudáfrica. Y el gol de Iniesta ya no nos lo quita ni la Audiencia Nacional.

Canon a dos voces: la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el canon digital (II). La triste historia del canon digital

La de la Orden Ministerial PRE/1743/2008 de 18 de junio, del canon digital, es una triste historia. Traída al mundo de manera forzada; acelerado su alumbramiento por parte de sus padres, los Ministerios de Cultura y de Industria, Turismo y Comercio, mediante el empleo de forceps, espátulas y todo tipo de instrumentos que pretendían acortar los plazos naturales de gestación|; objeto de la antipatía de casi todos y de las simpatías de casi nadie; diagnosticada de graves enfermedades congénitas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en octubre de 2010; sus días de sufrimiento llegaron a su fin el pasado 22 de marzo, en virtud del certificado de defunción extendido por la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional, el cual detalla que la causa última del óbito está en al falta de cariño y cuidados recibidos durante la gestación y parto.

¿Cuáles han sido las terribles lesiones que han causado la defución de la Orden Ministerial PRE/1743/2008 sin haber alcanzado siquiera la tierna edad de tres años?

En primer lugar, según la sentencia de 21 de octubre de 2011 de la Sala Tercera del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, la interpretación que hacía la difunta Orden Ministerial, como desarrollo de la reforma del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual,  de las previsiones de la Directiva 2001/29/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de mayo de 2001, era indiscriminada, al extenderse a equipos, aparatos y soportes de reproducción digital no puestos a disposición de usuarios privados, cuando el artículo 5 de la citada Directiva establece claramente que la fijación de un canon destinado a compensar de forma equitativa a los autores por el concepto de copia privada ha de vincularse necesariamente a un uso privado de los equipos y soportes digitales. Por consiguiente, resulta indiscriminado y contrario al ordenamiento comunitario gravar con dicho canon a todos los soportes y equipos digitales, incluso a aquellos que van a ser utilizados, por ejemplo, por empresas o autónomos en el ejercicio de su actividad. A mayor abundamiento, la sentecia argumenta que el concepto de “compensación equitativa” introducido por la Directiva no puede ser interpretado de forma diferente en los distintos Estados de la Unión, al ser un concepto autónomo de Derecho de la Unión.

Así pues, la Orden Ministerial vino al mundo con un defecto congénito de fondo. Recordemos que la Orden trae causa en la nueva redacción del artículo 25 de la LPI, modificado por Ley 23/2006, y en que se regula la compensación equitativa por copia privada. El carácter indiscriminado de dicha compensación, al no limitarse a los usos privados como contempla la Directiva, y extenderse al uso por parte de empresas o Administraciones de los soportes digitales sujetos a gravamen, es contrario al Derecho de la Unión.

Pero, para su desgracia, y por si lo anterior no fuese suficiente, la Orden vino al mundo con un defecto congénito de forma. Según la Sentencia de 22 de marzo de la Audiencia Nacional, la Orden es un acto normativo que se integra en el ordenamiento jurídico, y no una disposición administrativa, al constituir un verdadero desarrollo reglamentario de la nueva redacción de la LPI. Al obviar algunos trámites esenciales del desarrollo reglamentario, como son la preceptiva consulta al Consejo de Estado o las memorias económicas y justificativas, los Ministerios de Cultura y de Industria, Turismo y Comercio trajeron al mundo a su criatura con un vicio de nulidad que, a la postre, la ha llevado a pasar a mejor vida a tan tierna edad. Descanse en paz.

Guerra y Derecho

(Con Rodrigo Tena) 

Reconocemos que el título del post es un poco chocante. Y probablemente muchos lectores de este blog se desconcierten un poco, pero a  los editores de ¿Hay Derecho? nos parece importante realizar una pequeña aportación, en parte jurídica y en parte política, sobre lo que está ocurriendo en Libia. Avisamos de entrada que la postura personal de los dos editores firmantes es favorable a la intervención occidental e intentaremos explicar por qué, aunque nos excedamos un poco de la longitud habitual de nuestros posts, y que nos perdonen los colaboradores a los que perseguimos con el manual de estilo y, por supuesto, los lectores.|

Sujetar la guerra (expresión máxima de la violencia y de la fuerza) al Derecho, parece, al menos a primera vista, un contrasentido. Si el Derecho representa precisamente un instrumento para sujetar el poder y la fuerza a determinadas reglas, buscando fines como la justicia, la libertad y la seguridad,  parece que la guerra queda excluida de su ámbito. Más bien, la guerra debería entenderse como el fracaso del Derecho, ya que supone la reaparición de la fuerza desnuda y la vuelta al estado de naturaleza.

Y, sin embargo, esto no es exactamente así. En primer lugar, porque detrás de un Estado de Derecho está también la fuerza, aunque sea la fuerza “domesticada”, es decir la fuerza del Estado sometida a determinadas normas. Bienes jurídicos como la vida, la libertad, la seguridad y la integridad físicas, la propiedad, etc., se garantizan en último término porque el Estado puede imponerlos por la fuerza, aunque sea una fuerza sometida a las leyes (Parlamento, Tribunales, policía, fuerzas y cuerpos de seguridad). En segundo lugar, porque aunque sea de forma muy rudimentaria, existe una institución internacional, la ONU, con unas fuerzas y cuerpos de seguridad propios o “prestados” por la comunidad internacional que permite, siempre muy precariamente, una cierta sujeción de la fuerza o de la guerra a normas internacionales, y existe también un Tribunal Penal Internacional.  Y no lo olvidemos, lo que nos parece muy relevante especialmente en el caso de Libia, existe cada vez más una “opinión pública internacional”, configurada de forma importantísima a través de Internet y de las redes sociales, aunque también por medios más tradicionales, como la televisión y la radio. Y en tercer lugar, porque  el progreso de la civilización en las sociedades occidentales –pese a la terrible historia europea del siglo XX o quizá por eso- ha llevado al deseo de sujetar la guerra al Derecho, al menos en la medida de lo posible.

Esa sujeción de la guerra al Derecho se ha articulado por una doble vía. La primera, sujetando la guerra a unas normas internacionales básicas que tienden a minimizar el sufrimiento injustificado tanto de la población civil como de los propios combatientes. Las famosas cuatro Convenciones de Ginebra son el principal ejemplo. La segunda, proscribiendo la guerra de agresión, (un crimen estipulado en el Derecho internacional consuetudinario, contemplado en el artículo 5º del Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional y cuyo fundamento político está establecido en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas), lo que implica exigir que toda declaración de guerra esté justificada.

A nadie se le escapa la indefinición de estos conceptos, la dificultad para imponerlos y garantizarlos y la problemática que encierran, así como la falta de una regulación positiva clara. Pero el que esto fuese así no impidió los Juicios de Nuremberg. Y lo cierto es que, por muchas críticas que tales procesos merecieron, algunas muy justificadas, no cabe negar que fueron un paso fundamental para sujetar la guerra al Derecho y, en esa medida, un gran paso para la civilización, especialmente necesario después de la debacle moral que supuso la II Guerra Mundial.

Es evidente que nuestras instituciones internacionales son igualmente criticables por insuficientes, pero son las únicas que tenemos. Ya sabemos que el Consejo de Seguridad de la ONU consagra la relación de fuerzas derivada de una guerra terminada hace más de medio siglo, que atribuye un poder excesivo a determinadas potencias victoriosas, incluidas algunas que no tienen “en casa” un auténtico Estado de Derecho y que, gracias a su derecho de veto, tienen manos libres para tratar sus patios traseros o delanteros como les venga en gana (Chechenia y Tibet, por ejemplo) y sin desconocer que algunos Estados de Derecho muy sólidos tienen sus propios patios particulares, o incluso cuidan de los de otros (Palestina). Además gracias a ese derecho de veto estas potencias pueden evitar actuaciones bélicas “justas” por la simple razón de que no les conviene a sus intereses particulares.

Pero este argumento no es convincente, por lo menos no lo es para un jurista. Sería tanto como invocar que, dado que muchos delincuentes no son perseguidos o condenados, lo justo es no perseguir a ninguno. La negativa a aceptar ese argumento falaz permitió celebrar los procesos de Nuremberg, juicios plenamente legítimos, pese a que no se sentaron en el banquillo ni los soviéticos ni tampoco algún que otro aliado occidental que lo hubiera merecido. Y efectivamente, se condenó a los nazis por, entre otras cosas, comenzar una guerra de agresión, pese a que los soviéticos lo hubieran hecho en Polonia sin consecuencias legales, y por las atrocidades cometidas en los campos de concentración nazis, pese a las cometidas en los campos de concentración soviéticos que no fueron juzgadas ni condenadas.  

En fín, por muchas que sean sus carencias, la legitimidad de la ONU es la única disponible por el momento. Es sin duda mejorable, pero esa mejora es mucho más previsible si se opta por no despreciarla y si se insiste en que es la única instancia que puede decidir si una guerra es “legal” es decir, si está sujeta al Derecho internacional, todo esto con  la esperanza de que con el tiempo pueda ir perfeccionándose hasta que consigamos que las guerras justas y las legales según la ONU coincidan.

Y para finalizar este post larguísimo sin acabar con la paciencia de los lectores: todo lo anterior nos sirve para considerar que, sin duda, la de Libia es una guerra legal (ver resolución) o por lo menos todo lo legal que es posible en el actual estado de desarrollo de nuestra civilización. Y al margen de la mayor o menor justicia o bondad de las normas, de los acuerdos y de las sentencias, la legalidad y la forma jurídica cuentan, y mucho, para el Derecho con mayúsculas.

Rodrigo Tena y Elisa de la Nuez

El asunto Lautsi y los símbolos religiosos en las escuelas públicas

La semana pasada tuvo lugar, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Estrasburgo), la lectura pública del fallo de la sentencia en el asunto Lautsi c. Italia. En realidad, pocas veces una sentencia del TEDH ha podido resultar más oportuna para contrastar cuestiones de tanta actualidad en España como son la de la retirada de los símbolos religiosos de las escuelas públicas o la más reciente polémica sobre las capillas en la Universidades.|

 Los antecedentes de hecho de este asunto son bien conocidos y responden a un patrón muy común en este tipo de casos. La Sra. Lautsi, madre de dos alumnos de una escuela pública italiana,  solicitó a la dirección del centro la retirada de los crucifijos de las aulas en donde estudiaban sus hijos por considerar que la presencia de estos símbolos vulneraba los principios laicistas en los que se encuentra fundamentada la Constitución italiana. La dirección de la escuela, por su parte, se negó a satisfacer la petición anterior y la Sra. Lautsi decidió recurrir a los tribunales italianos. Tanto el tribunal administrativo de la Región de Véneto como el Consiglio di Stato italiano consideraron que el crucifijo, además de tener una significación religiosa, constituía un símbolo de la historia y de la cultura italiana, y que se encontraba vinculado, por ello, a la más elemental identidad del país. Siendo esto así, su presencia en las paredes de las aulas no conculcaba ninguno de los principios constitucionales alegados por la demandante.

 Agotadas las vías nacionales de recurso, la Sra. Lautsi acudió al TEDH haciendo valer sustancialmente que la no retirada de los crucifijos de las escuelas italianas suponía una violación del artículo 2 del protocolo nº 1 (derecho a la instrucción) y del artículo 9 (libertad de pensamiento, de conciencia y de religión) del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Mediante la sentencia de Sala de 3 de noviembre de 2009, el TEDH dio la razón a la Sra. Lautsi. Esta decisión establecía que « la presencia del crucifijo -que era imposible no apreciar en las aulas- podría fácilmente ser interpretada por los alumnos […] como un signo religioso, [de modo que] sentirían que están siendo educados en un ambiente escolar con el sello de una determinada religión ». 

 Frente a la anterior resolución, el Gobierno italiano, apoyado en sus conclusiones por otros miembros del Consejo de Europa como Grecia, Lituania, Bulgaria y Rusia, interpuso un recurso ante la Gran Sala de este mismo tribunal. La sentencia de 18 de marzo de 2001 de la Gran Sala del TEDH, en una decisión casi unánime (15-2), ha revertido el criterio adoptado en la sentencia anterior. En sustancia, el TEDH ha considerado que la decisión de las autoridades italianas de mantener los crucifijos en las escuelas públicas no viola el derecho de los padres a asegurar la instrucción de sus hijos según sus convicciones religiosas y filosóficas.

 La sentencia de la Gran Sala se fundamenta en dos ideas esenciales. La primera es que no corresponde al TEDH establecer qué constituye un símbolo nacional o un símbolo religioso en un Estado como Italia. Esta determinación entra dentro del margen de apreciación de los propios Estados (apartados 68 y 69). La segunda es que, a juicio del TEDH, si bien el crucifijo es « sobre todo un símbolo religioso, […] no hay ninguna prueba de que su visión en los muros de un aula escolar pueda tener una influencia sobre los alumnos ». El TEDH ha estimado que los crucifijos en los colegios son, en realidad, símbolos pasivos que no implican necesariamente un « adoctrinamiento » por parte de los poderes públicos, esto es, la enseñanza activa de una determinada religión o la participación forzada de los estudiantes en actividades religiosas (apartados 70 a 72).

 Excede los propósitos de este post hacer una valoración sobre lo acertado o no del criterio del TEDH. Sin embargo, me gustaría proporcionar a los interesados en esta materia la intervención en la vista oral de J. H. H. Weiler, profesor de la  facultad de Derecho de New York University (NYU) y representante de las partes coadyuvantes en el proceso. La tesis sostenida en su alegato parece inspirar al TEDH, sobre todo el argumento según el cual la defensa del laicismo de un Estado es tan poco neutral como la defensa de su confesionalidad. El vídeo es ciertamente interesante para ilustrar, no solamente la cuestión particular del asunto Lautsi,  sino también los casos en España a los que me he referido anteriormente.

  

Por otro lado, resulta igualmente brillante la tesis del libro de R. McCrea, « Religion and the public order in the European Union » (Oxford University Press, 2010), cuya lectura es más que recomendable en este ámbito.

 El video completo de la vista oral y el comunicado de prensa del TEDH donde se presentan de manera sumaria los aspectos más importantes de la sentencia pueden encontrarse aquí. Los votos particulares se encuentran anejos a la sentencia.

De cómo la crisis libia afecta a nuestro Derecho Penal (I)

“Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege” “lex scripta, lex previa y lex certa”. Bajo estos aforismos, los juristas entendemos una serie de principios que informan nuestro ordenamiento penal. O, si se prefiere, para aquellos que no han tenido la suerte de aprender latín, hablemos de los principios de legalidad y tipicidad penal (art. 25 de la Constitución Española, en adelante CE y arts. 1, 2, 10 y 12 del Código Penal, en adelante CP); de la estricta certeza y descripción del ilícito normado, de la tan ansiada y necesaria seguridad jurídica (art. 9 CE), y de la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables y, sensu contrario, de la retroactividad de las sancionadoras favorables incluso cuando en el ámbito penal se estuviere cumpliendo condena| (arts. 9 CE y 2 CP).

Se trata de máximas o principios que visto lo visto, deberíamos completar con otras como “velox lex, tempus fugit” más propios de otros contextos que del Derecho que nos ocupa y preocupa y que pronto nos llevará a incluir en la balanza de nuestra maltrecha Justicia otro atributo: un reloj. Efectivamente, todo esto es necesario tras la publicación, en el Boletín Oficial del Estado del 5 de marzo de 2011, del Real Decreto 303/2011, de 4 de marzo, por el que se modifican el Reglamento General de Circulación, aprobado por el Real Decreto 1428/2003, de 21 de noviembre, y el Texto Articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por el Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, y se reduce el límite genérico de velocidad para turismos y motocicletas en autopistas y autovías. Se trata de un novísimo Derecho Penal conformado según husos horarios, con una “vacatio legis” que ya no habla de un periodo más o menos amplio sino referida a un hito temporal. Se produce la reforma de un tipo penal a las 6:00 horas del 7 de marzo de 2011.

En el fondo esta reflexión se refiere a la integración de normas penales en blanco con disposiciones reglamentarias. Cuando nos  referimos a la “norma penal en blanco” estamos hablando de supuestos en que el delito se configura  no solamente en base a la descripción típica del ilícito contenida en la norma (en España debe de ser además una norma con rango de Ley Orgánica, es decir el Código Penal), sino que se complementa o queda integrada con otros elementos fijados en leyes distintas e incluso en disposiciones reglamentarias como ocurre en el caso que nos ocupa.

En nuestro caso en virtud de lo previsto en el art. 1 R.D. 303/2011  la velocidad genérica máxima permitida en nuestras autopistas y autovías pasa a ser desde las 6.00 horas del día 7 de marzo de 2011, 110 km/h. Este dato alcanza relevante valor jurídico dado que la reforma del delito contra la seguridad vial introducido en el CP por la LO 15/2007 (y mantenido por la LO 5/2010) se caracteriza por establecer, como tipo objetivo, la conducción de vehículo a motor o ciclomotor a velocidad superior “en ochenta kilómetros por hora en vía interurbana a la permitida reglamentariamente” (art. 379.1 CP)  Esta remisión es la que provoca el problema.

Sabemos que la validez de una integración o remisión reglamentaria en relación con la reserva de Ley es admitida por la doctrina y jurisprudencia constitucional (STC 8/1981 , 122/1987, 127/1990 y 52/2003) admitiéndose que, asegurado el núcleo esencial en el tipo legal (sanción) es posible en determinados ámbitos completar la descripción legal mediante el reenvío o remisión a norma inferior dada la complejidad o mutabilidad de la acción delictiva.

Sin embargo hay que plantearse otras cuestiones, a mi juicio igualmente relevantes. El legislador de 2007 sabía que la velocidad genérica permitida era de 120 km/h como de que el tipo penal que introducía establecía la comisión de delito solo para quien condujere, en autopistas y autovías, a velocidad superior a 200 km/h (calibración y homologación de aparatos medidores al margen). Más aún, cuando se reformó el tipo penal en el año 2010, el Parlamento mantuvo los mismos diferenciales de velocidad máxima infringida para deslindar el ilícito administrativo (multa) del tipo penal.

Dicho de otra manera,  el legislador pretendió que el delito contra la seguridad vial por conducción a velocidad manifiestamente excesiva se configurase como delito de peligro, usando la técnica de la norma penal en blanco por la que el otro elemento integrador del tipo se deja a la norma reglamentaria, en este caso, el Reglamento General de Circulación. Entonces cabe plantearse si es razonable que, crisis energética mediante, pueda reformularse indirectamente un tipo penal mediante una reforma reglamentaria que se hace para otra cosa. Resulta así que los acontecimientos derivados de un conflicto exterior en Libia han podido producir una implícita reforma del CP, en base a hechos muy ajenos al Derecho Penal español y sin la adecuada valoración de dichas consecuencias penales.

Y además la reforma resulta criticable por su contenido jurídico en base a diversas consideraciones tales como  la aplicación temporal de la norma penal (vacatio legis y vigencia limitada), incidencia en el Derecho procesal penal y el Derecho Transitorio e incluso por la incertidumbre acerca de su constitucionalidad. Todo esto lo dejaremos para el siguiente post.

Más de lo mismo (Sobre el Estatuto del Personal Docente e Investigador de las Universidades Públicas)

El Gobierno y los sindicatos del ramo han elaborado un borrador de Estatuto del Personal Docente e Investigador de las Universidades Públicas. Dicho borrador tiene una importancia que trasciende los derechos laborales de los profesores e investigadores, puesto que, además de esos legítimos intereses, están en juego los de la sociedad española en su conjunto. El progreso de España, como el de cualquier país, está muy estrechamente vinculado a la calidad de su enseñanza superior y su sistema de investigación y las Universidades públicas son la columna vertebral de ambos|.

Es obvio que, si queremos buenas Universidades, necesitamos buenos profesores universitarios y que, si queremos buenos profesores, es preciso que esa profesión resulte atractiva para los titulados universitarios. Si la carrera universitaria no ofrece perspectivas razonables desde el punto de vista económico y de la estabilidad y promoción laboral, corremos el riesgo de nuestras universidades recluten su personal entre quienes no valen para otra cosa, más un puñado de románticos. Un escenario poco deseable, por lo que bienvenido sea un Estatuto que configure una carrera universitaria atractiva.

El problema es si el modelo que se diseña es atractivo para los actuales profesores o también y sobre todo para los posibles aspirantes. Y, lamentablemente, este borrador lo es, a lo sumo, solo para los primeros. Por ello, si sale adelante en su actual redacción, será una victoria del corporativismo, pero no un estímulo para la mejora de nuestras Universidades.

No voy a entrar en un análisis de detalle del borrador, sino que me limitaré a comentar los dos aspectos que me parecen más inquietantes.

El primero es que consolida el actual modelo de carrera universitaria basada en la promoción interna. Es decir, que se profundiza en la tan criticada endogamia, lo que impide la deseable competición de las Universidades por contratar a los mejores profesores y de los profesores por ser contratados por las mejores Universidades.

El segundo es que se profundiza en otra de las lacras de nuestras Universidades: la burocratización rampante. Este borrador es un paso más en esta dirección: los méritos particularmente relevantes para evaluar al profesorado, como la investigación, pierden peso relativo en beneficio de la antigüedad, la gestión y la actividad sindical. Lo cual contradice el objetivo de crear una carrera profesional universitaria que prime la excelencia.

Frente al modelo que diseña este borrador y que básicamente profundiza los defectos del actual, considero imprescindible un Estatuto del PDI de las Universidades que sirva de revulsivo para corregir algunas de las malas prácticas de nuestro sistema universitario, aunque ello implique la reforma de la actual legislación universitaria. Estas reformas deberían ir orientadas a favorecer la movilidad y la selección y promoción de los mejores profesionales, para lo que sería imprescindible, entre otras medidas:

1. Basar la evaluación de los profesores en su actividad docente e investigadora, no la de gestión o la sindical.

2. Incrementar las competencias en materia de gestión del personal de administración, descargando al máximo al profesorado de estas tareas.

3. Sustituir un sistema de evaluación de la calidad de la docencia basado en la antigüedad y en los modelos fracasados empleados en la enseñanza secundaria por una evaluación basada en los resultados, es decir, en la formación adquirida por los titulados de cada centro.

4. Restituir a los profesores universitarios el derecho al traslado mediante concurso de méritos, limitando la discrecionalidad de las Universidades y favoreciendo la movilidad frente al modelo vigente, basado casi exclusivamente en la promoción interna.

5. Fomentar los concursos que incluyan pruebas públicas frente a las evaluaciones basadas en baremos.

6. Desvincular las plantillas del personal docente e investigador de las necesidades docentes para fomentar la investigación y evitar distorsiones ad hoc de los planes de estudio.

¿Un acuerdo consultivo de la junta general?

La Ley de Economía Sostenible (LES) introduce un nuevo artículo 61 ter en la Ley de Mercado de Valores (LMV) titulado “Del informe anual sobre remuneraciones de los Consejeros”. Esa disposición impone la elaboración por las sociedades cotizadas de ese informe anual. El art. 61 ter. 2 LMV añade que ese informe deberá de someterse para su votación “con carácter consultivo y como punto separado del orden del día, a la Junta General Ordinaria de Accionistas”. |

 A pesar del eco que ha tenido en los medios de comunicación, el contenido del citado precepto no supone una novedad. La elaboración y difusión de ese informe anual de remuneraciones y su sometimiento a la votación consultiva de la Junta general ya figuraban en la Recomendación 40 del Código Unificado de Buen Gobierno (CUBG), aprobado en el año 2006. Esa medida había sido promovida desde las instituciones europeas (Recomendación 2004/913/CE).

 En sus informes sobre el cumplimiento del CUBG, la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) ha señalado que la Recomendación 40 ––someter a la junta el informe sobre la política de retribuciones de los consejeros– es la que registra un menor grado de seguimiento (un 21,2%). Esta circunstancia, unida a la sucesión de “escándalos” retributivos que con mayor o menor fundamento aparecen en los medios, explican probablemente la solución acogida en la LES. El desprecio hacia las posibilidades que ofrece la autorregulación abona la irrupción del legislador y la imposición de aquellas medidas que se consideran favorables para un buen gobierno corporativo. Hemos abandonado el terreno de las recomendaciones, para situarnos en el de los deberes legales. En ese escenario, llama la atención que la votación de la junta mantenga su carácter consultivo.

 De esa característica puede deducirse que el acuerdo de la junta con respecto al citado informe de retribuciones no tendrá más efectos que los meramente declarativos. Es decir, que el eventual voto de la junta contrario al informe de retribuciones de los consejeros tendrá el valor de un simple mensaje reprobatorio o de disconformidad de los accionistas con algunos aspectos de la política de retribuciones o con la retribución individual de alguno de los consejeros. No supondrá, sin embargo, una revocación de las retribuciones pasadas, ni una enmienda ineludible de las futuras. Es lo que se desprende de la literalidad del art. 61 ter LMV, que no deja de sembrar dudas en cuanto a su compatibilidad con nuestra legislación societaria.

 En defensa de la solución consultiva de la intervención de la junta, en el ámbito europeo se alegaba que permitía respetar la participación de los accionistas en asuntos cuya competencia estaba atribuida exclusivamente al órgano de administración. Idea que no puede prosperar en aquellos ordenamientos en los que la junta tiene encomendadas concretas competencias en esta materia (v. el art. 160 en relación con los arts. 218, 219 y 260 de la Ley de Sociedades de Capital -LSC)-). Otro argumento justificativo del voto consultivo se inspira en la prudencia y alerta de los problemas que implicaría que el acuerdo de la junta obligara a revocar actos de remuneración ya ejecutados. Explicación que tampoco resulta convincente, en especial ante las vigentes recomendaciones europeas que invitan a las sociedades a reclamar, por ejemplo, aquellas retribuciones variables que se pagaron con fundamento en datos contables inexactos. De forma que bastaría con establecer, en los acuerdos y contratos retributivos la hipótesis de no aprobación por la junta de una retribución como presupuesto del derecho de la sociedad a reclamar su reembolso y del consiguiente deber del administrador a realizarlo.

 Dejando a un lado los problemas específicos que comporta el acuerdo consultivo en cuestiones retributivas, el art. 61 ter LMV permite apuntar dudas de mayor alcance, relativas a la compatibilidad entre ese carácter consultivo y los principios generales de nuestro ordenamiento con respecto a los acuerdos de la junta. La junta en la sociedad anónima es un órgano decisorio cuyo funcionamiento hace efectiva la primacía de los accionistas en el poder de decisión y sus acuerdos, aun respetando las competencias de otros órganos, vinculan a todos los accionistas (art. 159.2 LSC). El art. 61 ter LMV supone que el acuerdo de la junta no tendrá efectos vinculantes ni para la sociedad (que deberá pagar la retribución contra la opinión de los accionistas), ni para los administradores.

 Es una solución cuestionable que permite anticipar no pocos debates a partir de la aplicación del citado precepto.