Los peligros de un uso ejemplarizante del C. Penal: la hiperexpansión de algunos tipos delictivos

La hiperexpansión del Derecho Penal:

 

Asistimos en los últimos tiempos, para perplejidad de no pocos juristas, a una utilización cada vez más frecuente del Derecho penal por parte del legislador -no sólo español sino de varios otros países occidentales- que resulta claramente contraria a sus principios informadores que muchos estudiamos en su día. En los textos penales clásicos se definía esta rama del Derecho como la “ultima ratio” en la represión o sanción de actos lesivos para el ordenamiento jurídico, de forma que los tipos penales sólo desplegaban sus efectos ante conductas ilícitas de determinada gravedad para las personas o los bienes, o cuando existía una verdadera conciencia social y jurídica de que los procedimientos administrativos eran insuficientes para reprimir o sancionar determinados actos considerados como gravemente contrarios a Derecho.

No obstante, contrariando esa impecable doctrina en la que muchos de nosotros nos hemos formado, los Estados occidentales del siglo XXI están acometiendo –de forma no siempre prudente en una materia tan delicada como ésta, que puede implicar la privación de la libertad del individuo- un proceso progresivo de “penalización” de determinadas conductas que no siempre responde a una verdadera generalización delictiva, y ni siquiera a una auténtica conciencia jurídica colectiva, y muchas veces ni a una importante alarma social. Simplemente se “penalizan” comportamientos por decisiones puramente políticas, ejemplarizantes, o incluso de imagen –hasta en el Derecho penal existen modas-, estableciendo con mayor alegría de la que sería deseable tipos delictivos nuevos o hiperdesarrollando otros ya conocidos, por razones de coyuntura económica, puramente recaudatorias o de “buenismo” legislativo. En definitiva, los gobernantes de muchos países tienden en los últimos tiempos a utilizar un arma tan poderosa -y a la vez tan delicada y peligrosa- como el Derecho penal para casi todo, como un instrumento más de su actuación política, confiando en su importante efecto disuasorio.

 

Un ejemplo: el delito de blanqueo de capitales:

 

Un ejemplo concreto de esa hiperexpansión es la relativa al delito de blanqueo de capitales producida en los últimos tiempos. No procede aquí realizar un examen de las novedades introducidas en todos los ámbitos por la reciente Ley 10/2010, que ya han sido ampliamente tratadas por muchos autores, pero lo cierto es que este tipo penal ha pasado en pocos años de ser un delito casi marginal, reducido a los casos de introducción en el circuito económico legal de fondos procedentes de actividades ilegales como el narcotráfico y el terrorismo, a constituirse en poco tiempo en el eje central del Derecho penal económico, y casi en la pesadilla de la actividad habitual de muchos profesionales del Derecho y del mundo financiero y empresarial.

Resulta evidente que los Estados tienen que luchar contra la delincuencia internacional, y a esa lucha se destina principalmente la normativa preventiva del blanqueo de capitales. Se persigue con ella la introducción en el circuito económico legal de fondos procedentes de actividades ilícitas, debido a que determinados países se han convertido, por su atractivo geográfico, turístico, climático o de otra índole, en importantes receptores de dinero procedente de la delincuencia transnacional, fondos que debido a las interconexiones entre entidades financieras, circulan por varios países careciendo de control tributario en muchos de ellos. A España le afecta bastante este tema, especialmente en las zonas costeras y turísticas, por ser destino preferido para inversiones inmobiliarias de personas de todo el mundo. Esa situación, unida a otras coyunturales como pueden ser la crisis económica, la disminución de la recaudación tributaria en muchos Estados, la colaboración internacional, y el hecho de que los gobiernos han comprobado que un importante volumen de dinero circula por muchos países sin tributar en ellos, ha producido una hiperexpansión de la normativa reguladora de esta materia, tanto administrativa como penal.

Dando por sentada la necesidad de un control internacional de esos fondos de procedencia ilícita que buscan inversiones legales para ser “blanqueados”, y los indudables efectos positivos de la normativa preventiva del blanqueo, surge la necesidad de examinar también los inconvenientes de toda esa hiperregulación y su desarrollo práctico, todo ello desde el punto de vista de la dogmática jurídica. Por razones profesionales he tenido que vivir de cerca la situación de unas personas extranjeras a las que se está enjuiciando por un posible delito fiscal, existiendo discusión entre los expertos que han testificado en su juicio sobre si debían o no tributar en España por un determinado impuesto por razón de su debatida residencia fiscal, y sobre si la cuota alcanza o no el mínimo punible, fijado por el Código penal en 120.000 euros (art. 305). Dado que el dinero presuntamente defraudado –de estimarse la tesis de la acusación pública- lo emplearon dichos señores posteriormente en la compra de una vivienda, la propia acusación también pide para ellos una condena por blanqueo de capitales del artículo 301. En resumen, un matrimonio de no residentes jubilados depende de una decisión judicial que puede estimar fundadamente que no han cometido delito alguno (al no llegar la cuota presuntamente defraudada a los 120.000 euros) o fundadamente también que, habiendo defraudado 120.001 euros y empleado ese dinero en una compra posterior han cometido a la vez dos delitos penados con hasta cinco y seis años de cárcel cada uno de ellos. Esta situación, rabiosamente real, repugna a cualquier espíritu jurídico medianamente formado, y no debería producirse en un Estado de Derecho del siglo XXI, pero nuestra legislación actual, por ese efecto expansivo y ejemplarizante que estamos comentando, permite que se produzca. Aquí todo dependerá del buen arbitrio judicial, que en una primera o ulteriores instancias pueda hacer justicia material para evitar manifiestas injusticias como la antes expuesta.

El problema del delito de blanqueo de capitales es que su tipificación penal actual ha dejado de circunscribirse a fondos procedentes de actividades delictivas específicas como el narcotráfico y el terrorismo, para abarcar los que proceden de cualquier actividad delictiva en general. Y ello incluye los procedentes, por ejemplo, de la cuota a pagar resultante de una inspección o procedimiento tributario, con los efectos dramáticos que una aplicación estricta de la normativa puede producir sobre personas que ocasionalmente pueden estar sometidas a un procedimiento tributario penal, pero que están muy alejadas de la idea tradicional de la delincuencia internacional.

La deficiente ejecución de las políticas penalizadoras y los peligros que ello conlleva:

Sucede además, como colofón a esa transgresión conceptual de los principios penales clásicos, que en muchas ocasiones la ejecución legislativa de estas políticas “penalizadoras” deja también bastante que desear, ya que los nuevos tipos penales que se crean, o el desarrollo expansivo de los ya existentes, se realiza por el legislador en forma poco precisa, difusa, con una falta de claridad preocupante en las obligaciones y en las responsabilidades que recaen sobre los ciudadanos en general y sobre algunos profesionales en particular, y haciendo un peligroso uso extensivo de la figura de la imprudencia punible, que debería estar restringida al máximo frente a los supuestos de culpabilidad plena.

En un Estado moderno, los tipos penales tienen que ser claros y definidos, y la responsabilidad penal tiene que estar perfectamente determinada por la Ley con la mayor precisión posible, de forma que la gente sepa, sencillamente, cuando delinque, para atenerse entonces a las graves consecuencias que para su persona y bienes acarrearán sus actos. Y eso no siempre sucede con las reformas penales de los últimos tiempos, especialmente en lo referente a los delitos económicos. Existe, además, otro problema añadido creado por esta forma de legislar, que es el entrecruzamiento entre determinados tipos delictivos, cuyos límites distintivos no se aprecian con claridad, y también entre los diferentes grados de responsabilidad penal (tipos imprudentes, cómplices, encubridores, colaboradores, etc). Y además muchos términos empleados en ese proceso de “penalización” son de una imprecisión jurídica que asusta: “buen orden económico”, “opacidad”, etc. ¿Quién los define?.

En esa búsqueda obsesiva de información para “cazar” a los delincuentes, los legisladores ponen a veces en peligro otros valores también muy importantes de sus ciudadanos como el derecho a la intimidad (los notarios tenemos que enviar en la actualidad a la Administración muchísima información sobre actas, testamentos u otros documentos que nada pueden tener que ver con el blanqueo de capitales, pero que acaban innecesariamente en manos de la autoridad tributaria). Y lo mismo sucede con la necesidad de identificar al titular real en ciertos documentos como las actas notariales de presencia para comprobar fotografías, o en los poderes para pleitos, en los que conceptualmente existe una imposibilidad absoluta de “blanquear” nada. Esas políticas de búsqueda de la “pepita de oro” usando una especie de cedazo para meter en él toda la tierra posible y ver qué se encuentra en ella no debería ser conceptualmente admisible en un Estado moderno, porque vulnera innecesariamente otros intereses básicos como la intimidad de sus habitantes. Y existen algunos ejemplos peligrosos más con otros tipos delictivos como el reciente que afecta a las personas jurídicas (ahora pueden delinquir como tales, con independencia de sus órganos gestores), u otros que están en la mente de todos.

En definitiva, todo ello produce la impresión de que los Estados occidentales están buscando de alguna forma, con esta peculiar forma de legislar en materia penal, determinados espacios o reductos de arbitrariedad, para poder reprimir con el máximo rigor conductas económicas, sociales o de otra índole que los gobiernos de turno puedan considerar contrarias a sus intereses en un momento determinado por razones políticas, económicas, o pura y simplemente recaudatorias.

En mi modesta opinión, las armas poderosas hay que usarlas con gran mesura y con finura técnica, y el Derecho penal no debería emplearse como una medida más de política económica, social o en cualquier otra función ejemplarizante para los individuos de una comunidad. El Derecho penal está para sancionar a los delincuentes y para reprimir conductas delictivas de verdad, esas que calan hondo en una colectividad y son conocidas por todos como tales. Otros usos espurios o de “aviso a navegantes” pueden intentar venderse públicamente con objetivos más o menos loables, pero son muchas veces innecesarios, impropios de una sociedad moderna, y además -y según en qué manos- conllevan riesgos enormes.

Consultas populares en el proceso de elaboración de los planes generales municipales

Para los que ejercemos nuestra actividad profesional en relación, directa o indirecta, con el urbanismo, es un hecho el desconocimiento que tienen la mayoría de los ciudadanos del planeamiento urbanístico de sus municipios. No me refiero a los detalles técnicos, lo cual es lógico, sino a la ignorancia de las intenciones primeras del planeamiento, las que se recogen en los Planes Generales de Ordenación Urbana, donde se definen los grandes objetivos del planeamiento urbanístico municipal y los medios para lograrlo.

Ser miembro de una comunidad local cuyos propósitos, en cuanto a cómo ésta se materializa físicamente en el territorio, son conocidos, debatidos y compartidos, nos hace sentirnos más identificados con esa comunidad, y más responsables ante ella. Es decir, opinar y decidir sobre cuánto debe crecer el suelo urbanizado, dónde se prohíbe la construcción, cuántas alturas deben tener los edificios, si la ciudad debe ser más o menos densa, dónde se sitúan los parques y las zonas industriales, hasta qué punto queremos mantener inalterada la imagen histórica de la ciudad.

Un buen medio para fomentar el conocimiento del planeamiento consiste en que desde la administración se facilite la participación ciudadana durante la fase de elaboración de la normativa urbanística. La legislación española abunda en referencias a la necesaria participación ciudadana en los asuntos públicos. Así lo hacen la Constitución, los Estatutos de Autonomía, y las diferentes Leyes del Suelo. En lo que al urbanismo se refiere, en general la legislación se queda en indicar ese deseo sin definir los medios de participación. En la práctica la participación ciudadana en la fase de debate del planeamiento municipal está muy lejos de cumplir las buenas intenciones expresadas por la legislación. Son escasos los ejemplos de los municipios que han ido más allá de lo que estrictamente suele marcar la ley: el cumplimiento de los periodos de información pública. En concreto las consultas populares en la fase de elaboración de los Planes Generales prácticamente no se han utilizado. La sentencia del Tribunal Supremo de 23 de septiembre de 2008 declarando ajustada a derecho la consulta popular acerca del Plan General de Ordenación Urbana de Almuñécar, abre la posibilidad de celebrar estas consultas.

La introducción, como práctica habitual por parte de los Ayuntamientos, del sometimiento de la aprobación de los Planes Generales al voto de la ciudadanía, supondría necesariamente que el proceso de desarrollo de estos planes sería más transparente y más participativo: si se va a consultar parece lógico que antes se haya informado a los ciudadanos y recabado la opinión de éstos.

Es cierto que existe la posibilidad de que los responsables municipales planteen las consultas como un plebiscito para avalar intenciones de planeamiento opuestas a lo que la lógica supramunicipal o las propias leyes de ordenación del territorio indican. De este modo las consultas se convertirían en un instrumento de presión hacia los responsables autonómicos encargados de compatibilizar el planeamiento local con el supramunicipal.

Este riesgo existe pero vale la pena correrlo pensando en las consecuencias positivas de las consultas, y además se puede reducir. Para ello los criterios de organización territorial supramunicipal deben ser públicos y estar claramente expresados en normativa: es más difícil plantear unas determinaciones de ámbito municipal incompatibles con otro ordenamiento de mayor rango si desde el primer momento está clara esta incompatibilidad. Además las consultas populares locales no deben celebrarse sin que vayan acompañadas de un amplio programa de participación ciudadana durante todo el proceso de elaboración del planeamiento, de tal manera que con medios y tiempo suficiente, los ciudadanos puedan debatir los objetivos del planeamiento, y entre otras cuestiones advertir las incongruencias entre los planteamientos locales y los supramunicipales.

Un proceso de elaboración de los Planes Generales que contara con una administración autonómica que definiera con claridad los criterios de organización territorial de su ámbito, una administración local transparente en el planteamiento de los objetivos urbanísticos y que pusiera ante la ciudadanía los medios para que ésta participara en este proceso, podría perfectamente culminar en una consulta popular. Este pronunciamiento directo de los ciudadanos, precisamente en cuestiones de relación inmediata con su modo de vida, y de las que tienen claro conocimiento, supondría un refuerzo tanto de la democracia como de la identificación entre los ciudadanos y el espacio físico compartido por ellos.