Leo algunas partes de la reciente Ley 2/11 de Economía Sostenible, y encuentro más de lo mismo. Regulación confusa y abstrusa, que no se sabe cómo coordinar con la legislación anterior. Lo paradójico es que introduce un capítulo para la “mejora de la calidad de la regulación” estableciendo una serie de principios que, a continuación, viola sin más a lo largo de su articulado. Como Fernando e Ignacio Gomá nos advertían (aquí), sorprende que una ley tan compleja y extensísima, más de 200 páginas de BOE, modificadora de más de otras cien leyes, establezca su entrada en vigor ¡al día siguiente de su publicación!|
Los notarios, como otros muchos operadores y sectores, hemos sufrido con frecuencia ese trato que parece tender a generalizarse: cambios legales complejos y que implican una profunda adaptación entran en vigor sin vacatio legis alguna. Se nos exige un inmediato conocimiento y aplicación de las nuevas normas como si estuviéramos dotados de superpoderes.
No sé cuál es el motivo de este tratamiento. Si se debe a la arrogancia de un legislador que desprecia las dificultades de los regulados, si es por la pura negligencia de no pararse a pensar sobre ello, o si se debe a la irresponsabilidad de estar más preocupado del efecto propagandístico de la nueva regulación que de su efectivo cumplimiento. Probablemente haya una combinación de todo ello. Pero este proceder, además de colocar a los destinatarios en una situación de involuntario y prácticamente inevitable incumplimiento, tiene otro grave efecto: la desafección social hacia la ley formal. Es difícil que si la ley no se toma en serio a sí misma, y así actúa cuando pide imposibles, vaya a ser tomada en serio por los ciudadanos y operadores que deben cumplirla.
La conciencia social supone un factor trascendente que debe atender un legislador responsable que mire al largo plazo. Explica por qué la ley se cumple de forma tan distinta en países diferentes.
En los países que gozan de un modelo social más avanzado, la conciencia social actúa reforzando las normas formales, pues en ella anida una fuerte convicción de legitimación tanto del poder público como de las normas que de él surgen. El incumplidor de la norma o del contrato no sólo recibirá la sanción legal, a la cual la sociedad en su conjunto colabora, sino también la reprobación social, como ocurre en el caso prototípico del defraudador de impuestos. Y la “realización del Derecho” resulta mucho más eficaz.
En otros, la situación es diferente. Por ejemplo, se sabe que ante una infracción de tráfico sorprendida por un agente de la ley cabe, o bien pagar la multa correspondiente, dando así pleno cumplimiento a la “institución formal” de la norma sancionatoria, o bien arreglar el asunto con un soborno al agente sustancialmente menor, habitualmente determinado por una tácita convención social: “lo acostumbrado”. Esta solución informal subsiste por ser apreciada no sólo por algunos dirigentes, que pueden así permitirse escatimar los sueldos de los policías, sino también por gran parte de la sociedad que agradece estas vías de “fácil solución”.
De esta forma, muchos incumplimientos encuentran comprensión y amparo social, y existe una convicción general de que ciertos temas, diga lo que diga la ley, se solucionan “de otra forma”. Convicción a la que, desde luego, no escapan ni los mismos jueces. En estos sistemas se genera un círculo vicioso de desconfianza recíproca entre poderes públicos y gobernados. Unos y otros relativizan la importancia del cumplimiento de las normas formales, y la “informalidad” campa a sus anchas.
Esta huída de la formalidad amparada por la sociedad puede tener raíces culturales, pero no cabe duda de que se desarrolla en gran parte como reacción frente a injusticias o ineficiencias de los sistemas normativos formales y de sus organismos de ejecución. Así, por ejemplo, la economía sumergida florece frente a burocracias asfixiantes o sistemas fiscales confiscatorios. O cuando el Estado no puede garantizar la seguridad, incluida la jurídica, pueden surgir las mafias para cubrir esta necesidad social.
Como notario, y como tal encargado de controlar y cumplir la legalidad en mi ámbito de actuación, me parece mucho más deseable un modelo desarrollado de formalidad. En abstracto, es un sistema mucho más beneficioso para el conjunto de la sociedad, pues la informalidad supone grandes costos adicionales de información y transacción ante la incertidumbre sobre si cada norma o contrato se va a cumplir o no y cómo(*).
Acercarse a este modelo requiere, desde luego, un funcionamiento eficaz y eficiente de los tribunales, y los organismos administrativos destinados a conseguir el cumplimiento de normas y contratos. Pero también un sistema de normas formales de calidad. Que cada regulación sea coherente, justa y proporcionada a la materia regulada, y que su existencia y alcance pueda conocerse sin dificultad.
Justo lo contrario que, de manera progresiva, está ocurriendo en España. La sociedad sufre un sistema legislativo hipertrofiado y de escasa calidad técnica, en ocasiones al servicio de fines distintos de los generales, y que crea demasiado a menudo verdaderos obstáculos al progreso social y económico. A menudo lo hemos denunciando en este blog. Los órganos legislativos se están convirtiendo en un factor decisivo de desafección social hacia el cumplimiento de la ley. En verdaderos cómplices del progresivo deterioro de nuestro estado de Derecho.
(*) Pueden destacarse los estudios de Douglass North, a partir de los años 90 del pasado siglo, sobre la enorme trascendencia económica de estos factores de informalidad, esenciales para medir la calidad de un sistema jurídico.
Fernando Rodríguez Prieto nació en Madrid el 10 de febrero de 1962. Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario (Oposiciones Madrid 1988). Ha ejercido en Andoain, Bergara y Beasain, las tres localidades situadas en Guipúzcoa, y desde 2006 ejerce en Coslada, Madrid. Es también mediador y árbitro.