Prescripción de las penas en la Ley Orgánica 10/2010: ¿Un indicador de calidad del Estado de Derecho? (I)

Tempus fugit dice la máxima. El discurrir del tiempo -como hecho natural que es- conlleva importantes consecuencias jurídicas: entre otras, ser base fáctica de la prescripción que, como institución común a todo el Derecho, deviene en factor consustancial a la formación de la anhelada seguridad jurídica; y que, además, se caracteriza por asociar unos efectos al transcurso de determinados plazos a contar desde un hecho o acto. En Derecho Penal la prescripción es elemento condicionante del ius puniendi al establecer unos límites temporales para su ejercicio pues, sabido es, que impedirá tanto la persecución o condena de un hecho como la ejecución de una pena ya impuesta al haber transcurrido unos plazos desde la comisión de un delito o falta o desde la firmeza de la pena impuesta, respectivamente. Con ello, se conforma una causa de extinción de la responsabilidad criminal; se evita una indefinida pendencia del procedimiento y la condena tardía; y, también, se excitan la actuación jurisdiccional a fin de satisfacer la tutela judicial o de evitar una eventual responsabilidad disciplinaria o penal del propio Juez o Magistrado actuante. Por tanto, observamos que se manejan dos puntos de vista: el del principio constitucional de la seguridad jurídica (art. 9 CE) y el de la prescripción del delito o pena como cuestión de “legalidad ordinaria” en tanto, dicho en la definición clásica, no todo acto típico, antijurídico, culpable y punible será penado dada, en su caso, la concurrencia de tal causa extintiva (art. 130 CP).

Y he aquí una de las cuestiones que consideramos de relieve a la hora de analizar la calidad de la técnica normativa y del ordenamiento jurídico. O, si se prefiere, de cómo la concreta regulación de la prescripción penal puede contemplarse como indicador de calidad del sistema jurídico de un Estado de Derecho. Y tal percepción cabrá realizarla, a su vez, en dos aspectos principales: (i) la modulación de la seguridad jurídica a través de diversos mecanismos y la relación que, mediante los mismos, mantienen los diversos órganos o instituciones estatales y, (ii) la adopción, mediante reformas legales, de medidas tendentes a neutralizar el eventual conflicto institucional otorgando así mayor seguridad jurídica. Así consideramos ocurre con dos cuestiones desarrolladas en la reforma operada en el Código Penal por la LO 5/2010: la ampliación de los plazos de prescripción y la interrupción de la misma.

En orden al primer argumento, dice mucho de un ordenamiento jurídico la regulación de la prescripción penal y, en ella, sus plazos pues, a la postre, se posiciona desde una posición represora (absoluta o ilimitada) a otra conciliadora con otras finalidades distintas al mero castigo penal, pues la prescripción, según hemos indicado, tiene una función de garantía del procesado. Asimismo, su concreta regulación exhibe la percepción que dicho Estado tiene de su sistema judicial dada la relación entre tiempos prescriptivos (celeridad en la respuesta judicial) y paz social y confianza del individuo en tales órganos. Así, “sería cuestionable constitucionalmente un sistema jurídico-penal que consagre la imprescriptibilidad absoluta de los delitos y faltas” (STC 18-10-90, F.J. 1).

Siendo la finalidad de la prescripción variada, pues atiende a razones político criminales diversas, podremos valorar la opción legislativa entre, por un lado, un ilimitado o lato ejercicio del ius puniendi, en cuyo supuesto, siendo los plazos prescriptivos excesivamente duraderos podremos concluir que, de facto, no opera tal instituto); o, por otro, y por el contrario, una excesiva brevedad de plazos, en cuyo caso, podrá percibirse una generalizada tolerancia, permisibilidad o nula persecutoriedad del ilícito salvo que los órganos judiciales dispongan de medios materiales y procesales tan perfectos como ágiles para dar una respuesta ágil y rápida a la comisión del ilícito en todo su ciclo procesal: instrucción, enjuiciamiento y, en su caso, ejecución de la condena dictada.

Asimismo, en tanto se considere la prescripción como cuestión de mera legalidad o de legalidad ordinaria, podremos valorar la calidad del sistema jurídico (contenido y actores) a la hora de enfrentar sus resoluciones a tal categoría. En efecto, como principio, no cabe dudar de que la prescripción tiene tal naturaleza de legalidad ordinaria. Basta observar los elementos contemplados en el texto legal y en su reforma (plazos, modo de cómputo, interrupción, forma de suspensión, efectos, etc.) para, sin tratar de tal contenido, concluir en tal naturaleza.

En concreto, la reforma que ahora comentamos, amplía de modo general el plazo prescriptivo de los delitos graves (aquellos que tiene aparejada pena grave). Con ello, aun cuando toda ampliación puede entenderse en clave de recelo o reconocimiento de cierta ineficiencia en la averiguación o tramitación judicial del ilícito, la ampliación no es de tan largo recorrido como para que el resultado no sea positivo en tanto permitirá la efectiva represión de delitos que, obvio es, no suelen realizarse con demasiada publicidad o cuya instrucción no es sencilla como ocurre, en especial, con determinados delitos contra el orden socioeconómico o con procesos en que el número y complejidad de intervinientes dificultan su instrucción y fallo (art. 131.1. inciso 4º). Loable, por lo que representa –en especial con las víctimas-, es la ampliación indefinida (imprescriptibilidad) para los delitos de terrorismo que hubieren provocado la muerte de alguna persona (art. 133.2 CP). También resulta positiva la mejora técnica de la institución: donde antes se decía, impropiamente, “culpable” ahora dice “persona indiciariamente responsable” (art. 132.2 CP). En idéntica opinión, si bien era cuestión no controvertida en la doctrina, cuando se establece cómo se computa el plazo para los casos de concurso de delitos (art. 131.5º CP).

En sentido contrario, en lo que ya es reprochable, el legislador no ha regulado completamente, entre otros aspectos, todos los aspectos de la prescripción dejando los casos de concurrencia de delitos y faltas en diferentes sujetos pero sometidos a un mismo proceso o todos los supuestos en que puede darse no ya la interrupción sino la suspensión o su eficacia en la prescripción de la pena (art. 134 CP), toda vez que dicha admisión suspensiva, desconocida en nuestro ordenamiento, ya queda, en el supuesto indicado, reflejada en la norma (art. 132.2.2 CP). No obstante, de modo genérico, debe ser merecedora esta reforma de positiva acogida por los motivos antedichos y, también, por lo que a continuación diremos sobre las “relaciones” jurisdiccionales.

Se trata, pues, de cuestiones que afectan a la opción que, en un momento u otro, decide el legislador ordinario precisamente por ser materia afecta a su competencia y por la lógica necesidad de que cuestiones tan concretas no queden “congeladas” de ser reguladas en otro alto nivel normativo jurídico. Y, por tanto, si de legalidad ordinaria se trata, habrá que estar, igualmente, a lo que decida su máximo intérprete: en nuestro país, y sin perjuicio de lo relativo a derechos fundamentales y libertades públicas, el Tribunal Supremo. Así lo había declarado éste órgano, y también el Tribunal Constitucional, en sentencias de 3-5-93 y 21-12-88, entre otras.

Sin embargo, éste razonamiento se quiebra cuando, en una tendencia cada vez más acusada y criticada, el Tribunal Constitucional (si bien es cierto que bajo el argumento de que afecta al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y/o derecho a la libertad), entra a conocer de la cuestión y a “decidir” cómo ha de entenderse la prescripción penal, su cómputo y efectos.

Pero esto es más propio de nuestro segundo argumento que comentario que del que ahora nos ocupa y que, por su propio contenido, preferimos dejar para el siguiente post.