Una política sin metasentimientos
Que el adecuado manejo de los sentimientos de los ciudadanos es un componente imprescindible de la práctica política es algo perfectamente estudiado desde tiempos de Aristóteles. En su Retórica explica que si un político quiere mover a sus oyentes a la ira, ya sea para incitarles a la guerra o por cualquier otra finalidad que considere particularmente conveniente, lo primero que necesita es inculcar en su auditorio una creencia, como que los persas han cometido una grave injusticia con los atenienses. Esa creencia puede ser verdadera o falsa, pero eso es lo de menos con tal de que sea creencia. Aristóteles viene a demostrar así que es imposible inculcar un sentimiento de agravio u ofensa sacándolo de la nada. La mera descripción del sentimiento, por mucho que se invoque, es incapaz de suscitarlo. Se necesita algo más. Pero eso sí, una vez que ese algo más concurre y se da por supuesto, entonces la retórica puede descansar exclusivamente sobre los sentimientos.
Esta reflexión es un primer paso imprescindible para afrontar adecuadamente la deriva demagógica a la que tan fácilmente tienden los políticos en España, casi siempre por razones electorales a corto plazo. Cuando el Sr. Mas manifiesta que “Cataluña no sobrevivirá sin Estado propio” está desarrollando una retórica, incomprensible para el resto de España, pero que ha sido trabajada durante mucho tiempo en Cataluña a nivel de creencia. Contestar a esa afirmación desde el sentimiento contrario, con invocaciones a que “fuera de España y de Europa no hay futuro”, es absolutamente inútil, tanto con relación a los ciudadanos de Cataluña, que parten de una creencia contraria, como a los del resto de España, que mayoritariamente no tiene ninguna. Por ello, la única contestación eficaz estriba en entrar en detalle y destruir -o al menos poner en duda- la creencia del “expolio” que subyace a la retórica independentista más radical. Por supuesto siempre habrá atenienses con un odio instintivo a los persas, pero hay que presuponer que la mayoría racional será proclive a moderar su sentimiento de indignación si se les demuestra que los persas no han actuado tan injustamente o que esa injusticia tampoco es tan grave.
Por eso, una de los efectos más sorprendentes de la actual deriva soberanista es que el discurso gire casi exclusivamente sobre las ventajas o inconvenientes de una Cataluña independiente, como si eso fuese lo único que estuviese en juego. Se da por supuesto que es perfectamente natural romper un país en el que se ha convivido tanto tiempo si así lo aconseja un simple cálculo utilitarista. Sin duda es ahí donde a algunos les interesa colocar el debate, pero hacerlo implica saltarse de golpe varias fases de la discusión, especialmente la que pone en duda las presuposiciones que justifican dar semejante paso. No obstante, es necesario admitir que tras ese sincero esfuerzo por discutirlas puede ocurrir que todos nos llevemos alguna sorpresa. Que convengamos, por ejemplo, en que no existe efectivamente tal “expolio”, pero sí un trato injusto si comparamos la situación de Cataluña con las de otras Comunidades Autónomas, como Navarra o el País Vasco. Si tal cosa ocurriese sería sin duda algo extraordinariamente positivo, porque en el momento en que todos los ciudadanos españoles lleguemos a compartir las mismas creencias compartiremos también los correspondientes sentimientos, la comunicación será posible y la retórica demagógica tendrá sus días contados.
El problema es que nuestros partidos políticos no parecen estar muy interesados en discutir racionalmente esos presupuestos. Quizás porque la solución que resultaría de ello no pasaría por extender a Cataluña los privilegios del País Vasco y Navarra, sino por suprimirlos, diseñando así un régimen fiscal más justo y equilibrado. Es obvio que esta conclusión no interesa ni al PP ni al PSOE (como han demostrado estas elecciones vascas) ni por supuesto a CIU, que, una vez consolidada la correspondiente creencia, espera rentabilizar rápidamente su ganancia en el mundo de los sentimientos. Y si esta actitud es posible y está tan extendida en nuestro país es porque los políticos españoles se mueven siempre por el cálculo utilitarista más pedestre, sin ninguna visión del Estado a largo plazo y pensando exclusivamente en sus intereses particulares. En este aspecto la única diferencia entre los políticos nacionales y los nacionalistas es el número de circunscripciones en las que se presentan, pero eso no implica para los primeros una mayor preocupación por los intereses generales, al menos no por encima de los propios.
No existe ningún contencioso digno de ese nombre entre los catalanes y entre el resto de los españoles. Lo que existe es un contencioso entre partidos políticos por mayores cuotas de poder partitocrático, cuyas principales víctimas son los propios ciudadanos a los que se pretende convertir en cómplices por la vía de manejar sus sentimientos. La conclusión es que estas derivas tan ricas en fuegos de artificio son un efecto más del actual malestar de la democracia española. En ese malestar no hay ninguna particularidad nacionalista, puesto que todos lo padecemos por igual, y dado que los vicios son generales las soluciones deberían ser idénticas: modificación de la ley electoral, reorganización territorial, independencia de los reguladores, rendición de cuentas y transparencia. Aspirar a la independencia sin resolver primero estos problemas es como pretender curar una leucemia a base de amputaciones. Los pedazos resultantes portarán el mismo mal, con el agravante de que, más debilitados todavía frente a la enfermedad, serán incapaces de ayudarse entre sí. Por el contrario, comenzar por curar la enfermedad tiene la ventaja añadida de que la amputación pasará a ser cada vez menos interesante.
Los sentimientos no son necesariamente malos en política, es más, el verdadero problema es la endémica ausencia en la sociedad española de un tipo especial de ellos: los metasentimientos. Castilla del Pino se refería con esta expresión a los sentimientos provocados por otros sentimientos, sobre los que Séneca reflexionó también con mucha lucidez. Siento ira, pero la simple conciencia de sentirla me suscita otro sentimiento, el de vergüenza por dejarme llevar por ella sin la suficiente reflexión. Es precisamente ese metasentimiento es el que me lleva a pensar -decía Séneca- que el que no me hayan reservado el sitio de honor en la velada ha sido seguramente sin mala intención, que quizá alguien lo merezca más y que, en cualquier caso, no es tan importante.
Ante la clamorosa ausencia de responsabilidad por parte de nuestros políticos, y ante su decidido interés en manejar nuestros sentimientos, deberemos hacer el esfuerzo de proveernos de una gran cantidad de metasentimientos para contrarrestarlos. Valdrá la pena, porque si hay un país que ha demostrado a lo largo de su historia dónde puede llevar una política sin metasentimientos es, sin duda, el nuestro.