Lecciones de Harvard. La formación en nuestra Universidad
En el pasado mes de septiembre tuve la fortuna de asistir al congreso anual Harvard-Complutense que el Departamento de Derecho Mercantil de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, junto con el Real Colegio Complutense y la Universidad de Harvard, organiza en las instalaciones de la Law School de esta última. Fue muy interesante para mí preparar y exponer allí, en ese fabuloso centro académico, una lecture sobre el arbitraje y la mediación en el comercio internacional. Lo mismo que conocer “in situ” las instalaciones, el campus y su sistema formativo. Pero quizá lo más valioso de todo fueron las cuatro lectures de prestigiosos profesores de la Universidad a las que tuve la oportunidad de asistir.
Tuve así conocimiento directo del mejor sistema educativo universitario del mundo, nacido allí y exportado luego en parte a otras muchas universidades de todos los continentes. Entonces y después he planteado a diversos profesores universitarios españoles, o incluso a alumnos, el por qué todas las universidades españolas, hasta donde llegan mis conocimientos, han sido refractarias a introducir este sistema que tan eficaz se ha demostrado. La respuesta, incluso entre los que conocen y admiran este sistema, ha sido frecuentemente que tal cosa no sería posible en España. Este post me da la oportunidad de compartir algunas reflexiones sobre la enseñanza universitaria española en general, y la del Derecho en particular.
El “sistema Harvard” de enseñanza. Una clase.
Lo mejor para conocerlo puede ser referir una de las clases, tal vez la que más me gustó, la que nos dio el profesor de “Law & Business” de origen indio, Guhan Subramanian.
La clase consistía en el análisis de diversos casos. De todos ellos se nos había enviado previa documentación y debíamos llevarla estudiada y analizada. En uno de ellos, por ejemplo, la documentación consistía en las noticias reales aparecidas en ediciones electrónicas de periódicos económicos sobre un caso de posibles sobornos de una importante empresa comercial norteamericana para favorecer su expansión en México. Allí nos enteramos que la legislación norteamericana persigue y sanciona esta forma de corrupción a las autoridades, no sólo cuando tiene lugar en los Estados Unidos, sino incluso cuando las empresas norteamericanas utilizan este “instrumento” en el extranjero. No me cabe duda de que esta amplia consideración de la responsabilidad de los individuos y empresas, paralela a la confianza que “de entrada” se concede a los integrantes de la sociedad civil, y que tiene su origen probablemente en su originario espíritu protestante, tiene mucho que ver con el grado de desarrollo económico alcanzado por esta nación.
La clase, debidamente preparada por los que éramos alumnos, rápidamente empezó a ser participativa. Se disputaba, sobre todo, si los Administradores de la empresa matriz en los Estados Unidos, que además habían cambiado a lo largo del periodo en el que se produjeron los sobornos, sabían o habrían tenido la obligación de conocerlos aplicando la debida diligencia exigida por el caso. Sin embargo, en un momento dado, el professor nos animó a profundizar en los antecedentes, para luego plantearnos una cuestión trascendente: si no había responsabilidad en la elaboración de un plan de expansión y apertura de centros en tan poco tiempo. Si un exigible conocimiento de la situación de hecho en México pasaba por haber sabido que la realización de ese plan con esos objetivos temporales era imposible sin acudir a sobornos. Y si los responsables en México de tal expansión no se habían forzado a utilizarlos para poder cumplirlos.
Un análisis interesante, por tanto, del posible alcance de la responsabilidad de los administradores, que partíadel conocimiento de la teoría y del caso por los alumnos, en que los alumnos participaron y aprendieron mucho. Algo que no existe en las Facultades de Derecho en España.
Las causas de nuestra resistencia a incorporar estos sistemas.
La cuestión es la siguiente: si este sistema de preparación previa de la clase por los alumnos, tanto desde el punto teórico como práctico, se ha revelado tan eficiente en resultados, tan estimulante para los alumnos, y no supone especiales costes, pues incluso las clases al ser tan provechosas pueden reducirse en número: ¿Por qué la Universidad española, al contrario de otras muchas, no ha sido capaz de adoptarlo? ¿Por qué nuestro sistema castizo en el que el profesor cuenta la materia a una audiencia virgen en ella, de alumnos aburridos e incapaces de sacar el provecho debido, a pesar de la reforma de Bolonia, muestra tanta resistencia al cambio?
Son varias las posibles respuestas que he ido recogiendo. Éstas son algunas de ellas:
-“El sistema del caso es adecuado para el Dº anglosajón, basado en precedentes jurisprudenciales, pero no para nuestro sistema latino-germánico que tiene como fundamental fuente la ley”. No creo que este argumento pueda sostenerse. La diversidad de fuentes sólo afecta a lo que el alumno debe preparar, no a la virtud de esa previa preparación. Tengo un hijo estudiando en una universidad suiza y simplemente no concibe no preparar previamente las clases, incluso las de Derecho. En innumerables universidades con un sistema legal semejante al nuestro se exige a los alumnos esta preparación previa.
-“Los alumnos llegan tan mal preparados y mentalizados de la educación secundaria que es imposible reconducirles por esa vía”. Tampoco creo admisible este argumento. El sistema general de educación secundaria norteamericano, que con auténtico y acrítico entusiasmo copiamos después en España y otros países europeos, es bastante deficiente. Y ello no impide a sus alumnos adaptarse a las nuevas exigencias de las universidades de prestigio. En realidad el alumno, por mucha tendencia al mínimo esfuerzo que tenga, siempre va a adaptarse a lo que en cada caso le exijan. Pero hay que tener el coraje de exigirlo.
–“Este sistema no es posible en nuestras masificadas facultades de Derecho”. Al margen de que no es un problema general, sí es cierto que los estudios de Derecho son como una especie de coche escoba para todos aquellos a los que, sin tener especial interés, una extraña inercia social les lleva a “tener” que ir a la Universidad. Sin entrar en este problema, que también y como casi todos podría tener solución, les puedo contar que en ciertas universidades centroeuropeas los primeros cursos son masivos y selectivos, y que eso no impide la exigencia de la preparación previa de la clase. Tal vez precisamente la falta de esa o de otras exigencias puede tener mucho que ver con esa masificación.
-Aún menos admisibles me parecen los que se amparan en la existencia de presuntas barreras culturales. Tales argumentos me huelen a racismo, y los creo contrarios al concepto mismo de “Universidad”. Si hemos conseguido manejar ordenadores, construir trenes de alta velocidad e incluso dejar de fumar en los bares, ninguna mejora en sistemas de enseñanza debe ser para nuestras Universidades inaccesible.
Las verdaderas razones pueden estar más bien en prejuicios y mecanismos de resistencia a los cambios que se estudian en psicología social.
La teoría de la “disonancia cognitiva” (Fertinger, 1957) considera que para evitar la incongruencia entre ideas y actos, que nos resulta molesta, se tiende por ser más fácil y cómodo más a modificar las ideas que las conductas. Si los docentes y los dirigentes de la Universidad admitieran que se puede cambiar para mejorar el sistema de enseñanza, ello les llevaría a admitir lo inapropiado de no haberlo hecho antes y haber seguido rutinariamente con un sistema peor. Ante la dificultad de aceptar estaidea se prefiere encontrar justificaciones que explican el mantenimiento de lo tradicional.
La teoría del análisis atributivo (Ben) considera que las ideas sobre una determinada situación se construyen de una forma muy subjetiva, en virtud de cómo se siente en ella el individuo. Quien se sienta cómodo y seguro en su rutina docente tradicional será reacio a novedades que puedan poner esa situación en riesgo.
Estos anclajes conservadores se refuerzan además por la presión grupal, que favorece la homogeneidad de respuesta. Ante la nuevas propuestas se comparten, expanden y cultivan críticas y recelos. Y las personas de más edad, que pueden ser más resistentes a los cambios, frecuentemente actúan por su prestigio como modelos y guías de opinión.
Aunque estos prejuicios se dan incluso en el mundo profesional (basta ver la dificultad de muchos operadores jurídicos para aceptar soluciones nuevas y eficaces, como la mediación), sin duda se ven potenciados en ámbitos públicos por su específico sistema de incentivos y responsabilidades. La tal vez excesiva funcionarización de nuestra Universidad pública, a salvo hasta hoy de las amenazas de la competencia, y controlada además por grupos cerrados oligopolistas liberados de cualquier rendición de cuentas al amparo del mito de la autonomía universitaria, son factores que refuerzan el actual e ineficiente status quo. El mérito como criterio de valoración del docente se ha difuminado, y la movilidad del profesorado entre diversas universidades se ha reducido al mínimo. Nada de todo esto impulsa la excelencia.
¿Tiene solución esta situación?
Sin duda es la gran pregunta. Ciertamente, esa tendencia a la inmovilidad, esa actitud fatalista y resignada ante lo que hay aunque se considere malo, no es exclusiva de nuestra Universidad, sino que afecta a grandes sectores de la sociedad española. No hay más que ver, por ejemplo, tantos resultados electorales.
Pero también tenemos en nuestra sociedad y en nuestra Universidad elementos inconformistas y dinámicos. Gente que no se conforma con instalarse en la mediocridad y la rutina, y que aspira a la calidad e incluso a la excelencia. Las redes sociales, los medios y blogs en internet, y las ideas que bullen en ellos son un buen ejemplo de ello.
Sólo si estos elementos son capaces de cobrar suficiente protagonismo, si consiguen desarrollar ideas y proyectos que pongan de manifiesto que se pueden hacer mejor las cosas, que se puede escapar de la rutina y conseguir que profesores y alumnos se involucren en una dinámica diferente y estimulante. Si se consigue por esta vía empezar a cambiar el sistema de incentivos y crear un verdadero y justificado “orgullo de Universidad”. Aunque ese cambio comience sólo en unos pocos departamentos y universidades. Y si se rompen así los prejuicios y los anclajes a la mediocridad. Sólo en este caso las Universidades españolas, y dentro de ellas el estudio del Derecho, tendrán la posibilidad de alcanzar un rango internacional de calidad.
Fernando Rodríguez Prieto nació en Madrid el 10 de febrero de 1962. Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario (Oposiciones Madrid 1988). Ha ejercido en Andoain, Bergara y Beasain, las tres localidades situadas en Guipúzcoa, y desde 2006 ejerce en Coslada, Madrid. Es también mediador y árbitro.