Comentario de Camus: el fútbol frente al suicidio

“No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de  ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”. Así de rotundo abría  Camus  El mito de Sísifo que vería la luz en 1942 junto a El extranjero. Se ve que  escribía como vivía: sin concesiones a la galería. Por eso para él toda elipsis y escamoteo  era una forma de estafa inadmisible.  Y sin embargo, a pesar de la crudeza de su obra en torno al absurdo, Camus no se suicidó.
De ahí que al celebrar ahora los cien años de su nacimiento el 7 de noviembre de 1913, bueno sería preguntarnos precisamente esto: cómo un hombre para quien la vida  era esencialmente  absurda evitó quitársela. Camus eligió ser un condenado a muerte a un suicida: justo lo más opuesto.
“Matarse es en cierto sentido, confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la entendemos”, escribía en plena guerra europea.  Y sin embargo, también  para él la vida y el mundo eran algo precisamente inexplicables, donde uno no tiene más opción que sentirse extranjero como un destierro sin remedio pues nos encontramosprivados de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida”. Este divorcio entre cada hombre y su vida es propiamente el sentimiento de lo absurdo que corona toda su obra. Y como en Kierkegaard y Dostoievski para Camus comprobar el absurdo es aceptarlo, sin hacerse trampas. La honestidad no deja otra salida: Camus la tenía  a raudales. Un hombre que toma conciencia de lo absurdo queda, pues, inexorablemente ligado a él. Por eso su vida- y su obra- fue tan agotadora: vivir en el presente del infierno y del pecado sin Dios, como definía él mismo la absurdidad.  Y por eso, también, Sísifo era su héroe. Le gustaban las causas perdidas ya que no las había victoriosas.
Mas con todo, repito,  ante la evidencia de lo absurdo que nos hace  espeso el mundo, Camus  prefirió  vivir sin esperanza pero vivir,  haciendo suyo aquel tremendo aforismo de Nietzsche que transcribe textualmente: “Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad”.
¿De dónde aprende tan pronto Camus ese ascetismo del vivir absurdo, sin esperanza alguna  pero sí, a cambio,  con esa  rebelión  suya que no es sino la seguridad de un destino ciertamente aplastante sin la resignación que debería acompañarla? Séame permitida una hipótesis: surge de la práctica temprana del fútbol mismo, especialmente en el puesto de portero. Y es que Sísifo tiene mucho de  guardameta: aquellos que  hemos jugado  al fútbol a fondo sabemos esa gran verdad. Y el Camus más feliz y más inocente fue aquel que en su mocedad hollaba los verdes campos de césped argelinos, entre los cuatro palos de las porterías blancas. Todo estadio era  hogar.
Por eso mismo, si hay una declaración  de Camus que se ha tomado muy poco en serio, a lo más como una boutade de un  joven Nobel, es  la siguiente: “Después de muchos años en que el mundo me ha permitido diversas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la  moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol; lo que aprendí con el RUA no puede morir.” Pero  Camus odiaba mentir.
Es el RUA el Racing Universitario de Argel, donde milita como semiprofesional hasta los diecisiete años recorriendo Argelia como portero.  Y un portero muy bueno. Antes, en la categoría de alevines,  comienza a jugar en el Mompensier, tras apasionarse por  el futbol en el recreo de su colegio. De la época del Mompensier cuenta desde su portería: “Aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice recta”. No es poca enseñanza vital y antropológica. Como Sísifo sabe el deportista –el guardameta, de manera eminente-  que el esfuerzo de hoy no sirve para el partido de mañana que empieza siempre ex novo. Jugar -y parar mayormente-  es subir de continuo  aquella inmensa piedra que sabemos que volverá a rodar monte abajo.  A la parada o estirada de ahora no le da tiempo al descanso deleitoso: el próximo balón ya se aproxima. Parar es levantarse como vivir es defenderse. Si no me puedo reconciliar con el absurdo, el fútbol me enseña  que sí me puedo rebelar  y hacerle frente. La portería le marcó  su altivez.
Y  así Camus descubre juvenilmente el gran secreto de su vida y obra: que en sus idas y venidas Sísifo era feliz. Como él lo fue  en la deportiva seriedad  del absurdo futbolístico, donde disfrutaba como en ninguna otra parte según confiesa: “Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de entrenamiento, y del jueves al domingo, día de partido”.  Y en el campo de fútbol encuentra bajo los palos eso que el mundo no puede dar: familiaridad y acogida. Bajo la portería me muevo en mis dominios y en ella mando yo junto a mi equipo frente al sinsentido.  Un yo ciertamente  perecedero que dura los noventa minutos del partido, para volver a imperar  en la contienda siguiente bajo las reglas teatrales de ese gran juego colectivo. Como el actor, es también el futbolista-no digamos el portero- un mimo de lo perecedero: no hay en el fútbol- ni en el teatro- atisbo de eternidad sino pura fugacidad vivida. Y tampoco nostalgia ni esperanza, que serían ciertamente mentirosas: en el fútbol ni se recuerda ni se espera; se juega. He ahí el  absurdo en el pleno sentido que encierra la única verdad: la vida como desafío, sabiendo de antemano que uno saldrá derrotado. Como a menudo salía el RUA con la portería perforada. La obra literaria de Camus no es más que eso: el hombre que se sabe absurdo hasta sus últimas consecuencias, con plena conciencia y rebelión. Como el portero que ataja  en su portería la trayectoria inexorable de un balón, que tarde o temprano acabará entrando. Por eso también Camus es un autor esencialmente dramático.  Y solo le quedará  el fútbol y el teatro como ámbitos de la inocencia, tal y como declara: “Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en el mundo en los que me siento inocente”.
A los 17 años pierde la inocencia. Un  bacilo de Koch le obliga dramáticamente a abandonar la práctica del fútbol que para él fue cátedra moral y humana. Como si a nuestro Sísifo los dioses permutaran  el castigo: ahora  sin poder ya  ir y venir, condenado  al dique seco de Prometeo. Con su tuberculosis crónica  a cuestas solo le quedará como consuelo vivir el  fútbol  como fiel espectador de la liga francesa. Y sin embargo, Camus tampoco se rinde: le gustaba plantar cara al destino. Escribir  teatro iba  a ser en adelante su nueva mole de Sísifo, deportivamente asumida. Y qué teatro. Pero cuando años después con ocasión del Nobel un periodista le preguntó qué hubiese elegido si su salud se lo hubiese permitido, el fútbol o el teatro, Camus respondió sin titubear: “El fútbol, sin duda”. Hoy en su centenario comenzamos a entender por qué: lo que aprendió en el RUA ciertamente no podía morir.
 

¡Ay, Derecho! Gallardón, Guerra, Freud y el CGPJ

El ministro de Justicia Ruiz-Gallardón fue entrevistado ayer por Carlos Herrera en Onda Cero, y fue preguntado por los recientes nombramientos para el CJPJ. Pueden oír la entrevista aquí. A mí me ha producido una cierta conmoción.
El hecho mismo de que la ley se haya modificado para politizar más la justicia y que se hayan verificado esos nombramientos en contra del programa del PP es, por supuesto, grave y ya ha sido comentado aquí, y otras numerosas veces. Recordemos que el programa del PP decía: “11. Promoveremos la reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías”.
Pero, en fin, comprendemos que esa incoherencia tiene una motivación política racional, por mucho que esta motivación sea contraria al Estado de Derecho y a la división de poderes.
Y eso me irrita, pero, ay (Derecho), reconozco que lo que más me irrita de todo –humano soy- es que me digan que eso lo hacen para profundizar en la democracia, pretendan que me lo crea y me tomen por lo que no soy. En la mencionada entrevista, el ministro incluía esta perla:
“¿Por qué el Parlamento? Porque es el titular de la Soberanía. Porque el art. 1 de la Constitución dice que del pueblo español emanan todos los poderes del Estado. Todos: el poder legislativo, el poder ejecutivo y poder el judicial. Si quien representa a este titular de la soberanía a todos los efectos que es el pueblo español puede elegir al presidente del gobierno de España, cuanto no más va a tener facultad para intervenir en el nombramiento del órgano de gobierno del Poder Judicial….”
Creíamos que el ministro pensaba que uno de los pilares del Estado de Derecho era la división de poderes, y que el hecho de que el ejecutivo o el legislativo pudieran influir en el judicial por medio de la promoción de los jueces era una cosa negativa. O eso se deducía de lo que dijo en la Comisión de Justicia del Congreso el 25 de enero de 2012 (páginas 3 y 4), del que extraigo este texto:
“Quiero comenzar por la cúspide, es decir, por el Consejo General del Poder Judicial y reside en el consejo una preocupación que tiene este ministro, que tiene el Gobierno y que creo que sus señorías deben de compartir: no podemos seguir con la imagen de politización de la justicia en España. No podemos seguir con una imagen en la que la división de poderes que consagra nuestra Constitución está, a efectos del ciudadano, absolutamente vulnerada como consecuencia de la extensión de la lucha partidista a la configuración de los órganos de gobierno de uno de los poderes del Estado. No es eso, señorías, lo que quiso el legislador constituyente”
En fin, reveladores cambios con, por cierto, interesantes connotaciones psicoanalíticas, pues nada menos que el señor padre del Ministro fracasó en su impugnación de la pretensión socialista de politizar la justicia y, cuando parecía que el hijo iba a vengar al padre, lo que hizo fue reivindicar al que le venció: Alfonso Guerra, que certificó la muerte de Montesquieu.

Seguridad jurídica, el quid de la cuestión…energética

Éste que les escribe, ha llegado a oír al Secretario de Estado de Energía que “mientras durase la crisis no podría sostener la seguridad jurídica”. Así, directo al corazón. Hace tan solo unas semanas, el Ministro de Industria, Energía y Turismo manifestó ante varios medios de comunicación que no iba a tener en cuenta las severas reprimendas de las casi extintas Comisión Nacional de la Energía y Comisión Nacional de la Competencia para unas semanas más tarde hacer lo propio con el Consejo de Estado. Hermosa muestra de falta de erudición jurídica.
Pues bien, estas reseñas de ambos próceres del actual sector energético español, me habrán de servir para empezar con el segundo grupo de argumentos que quisiera exponer sobre los vicios de constitucionalidad que despliega el Real Decreto Ley 9/2013, por el que se adoptan medidas urgentes para garantizar la estabilidad financiera del sistema eléctrico, y que como muestran los botones reseñados, se identifican con la torpe violación de los principios constitucionales de seguridad jurídica y de aplicación retroactiva de normas no favorables o restrictivas de derechos para los ciudadanos.
Durante los últimos años, hemos tenido la ocasión de contemplar, no sin cierto grado de inquietud, como el Tribunal Supremo resolvía un notable número de procedimientos (por todas S 12 de abril de 2012) relacionados con la volátil normativa retributiva de las energías renovables en España. En síntesis, el Alto Tribunal, ponía sobre la mesa tres argumentos donde sintetizaban su posición: 1º que una medida normativa cuya eficacia se proyecta no «hacia atrás» en el tiempo sino «hacia adelante», a partir de su aprobación, no entra en el ámbito de la retroactividad prohibida; 2º que un operador diligente debiera de haber previsto el riesgo regulatorio; y 3º que la seguridad jurídica no resulta incompatible con los cambios normativos desde la perspectiva de la validez de los mismos.
El ejecutivo, atrapado por su compulsivo deseo de acabar con los generadores no convencionales de energía, ha superado con creces cualquier expectativa de atropello constitucional con el desgraciado RDL 9/2013. Aquéllos parámetros “encasillados” que había marcado el Supremo, justificando las medidas impuestas por el RD 1565/2010 se han quedado “chicos”  para tamaño despliegue de violaciones.
Entre otras cosas, el artículo 9.3 de la Constitución establece la garantía de la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales y la seguridad jurídica”. Pues bien, sin intención alguna de hacer equilibrios que pudiesen ser entendidos por un Tribunal, el Gobierno decide que las instalaciones del régimen especial (ahora desaparecido), dejarán de cobrar tarifa regulada, para cobrar únicamente el precio de la energía en el mercado mayorista más, en algunos casos, un incentivo por la inversión realizada. Hasta este punto, algún enrevesado “picapleitos” podría decir: “Señores, que no se les está dejando de retribuir, sino que se les está cambiando el modelo retributivo”(sic RDL 436/2004). Pero no, como incluso ahí podría haber duda de la comisión del infausto delito, el Ejecutivo decide que para fijar ese incentivo, se tendrán en cuenta, entre otras consideraciones, las retribuciones recibidas con anterioridad. Esto es, generaciones realizadas en el pasado servirán para definir los importes que habrán de recibir en el futuro, disminuyendo los ingresos de algunas tecnologías que entienden fueron sobre-retribuidas. Pero aún se avanza más allá. Hasta aquéllas instalaciones que hubiesen podido tener algún tipo de ayuda pública para su implantación (recuerdo una hasta premiada por el Ministerio), les podrán ser detraídas aquéllas de rentabilidades futuras. Y como la imaginación no tiene límites, aún no es ése el fin de la actuación “ex ante” y se decide que los valores de adquisición de las instalaciones no pueden ser considerados como válidos, sino que en el futuro, por Orden Ministerial, se validarán unos costes reales de cada planta “bien gestionada” con efectos “ex post” tanto en la retribución futura como en la contabilidad de las empresas en funcionamiento, destruyendo cualquier viabilidad empresarial con financiamiento bancario basado en el precio inicial ahora invalidado, creando distorsiones evidentes en la competencia con sus competidoras convencionales.
Pues bien, gracias a los denodados esfuerzos del legislador, no parece que pueda existir mucha discusión para entender que el primero de los parámetros solicitados por la Sala Tercera del Tribunal Supremo para estimar la retroactividad de grado máximo se cumple a rajatabla. Todo ello, sin dejar de recordar el argumento incontestable de que cualquier modificación normativa que no contemple la incidencia directa de los costes hundidos que se soportan en el momento inicial de la inversión y que tienen que ser trasladados hacia delante por los operadores, a nuestro humilde entender, igualmente incide en conductas retroactivas de carácter propio.
Sobre la eventualidad de si un operador diligente debiera de haber previsto el riesgo regulatorio, requiere inevitablemente una pequeña conceptualización. El Tribunal Supremo ha venido a manifestar que es normal que en un sector tan novedoso como las energías renovables, la regulación sea cambiante. Echamos de menos en tal reflexión alguna matización a los derechos adquiridos de los ciudadanos que van desarrollando sus proyectos, porque si alguna alegría les ha dado a los productores de energías renovables el RDL 9/2013 es el haber aclarado si habían hecho suyo algún derecho, o una simple expectativa. Seguramente haya sido un desliz normativo, pero hasta el título de la Disposición Adicional Primera de la citada norma refiere: “Rentabilidad razonable de las instalaciones de producción con derecho a régimen económico primado. A los efectos de lo previsto en el penúltimo párrafo del artículo 30.4 de la Ley 54/1997, para las instalaciones que a la fecha de la entrada en vigor del presente real decreto ley tuvieran derecho a un régimen económico primado, la rentabilidad razonable girará…” (in claris non fit interpreatatio).
Pues bien, retomando la conceptualización del riesgo regulatorio, recordamos un excepcional estudio de Santiago Rodriguez Bajon, publicado por la Revista de Administración Pública (188/2012), donde desgranaba el iter judicial en España de tan conflictivo concepto. Sintetizando un poco aquel texto, refiere que el Supremo entiende que las empresas de sectores económicos regulados conocen o debieran conocer el grado de inestabilidad del mercado en que desarrollan su actividad, pues existe una regulación sometida a cambios según las circunstancias imperantes y los objetivos identificados en el marco regulador. Puntualiza muy adecuadamente el autor del artículo que ese conocimiento se exigía desde la perspectiva de que el “riesgo regulatorio” nacía en el tránsito de “sistemas monopolísticos a libre mercados, donde el operador principal plenipotencial, tenía la obligación de mantener una cercanía extraordinaria con los centros de poder y por tanto con sus decisiones futuras.
Claro, el problema es que la implantación mundial de la democratización de la generación de energía lleva implícito que cualquier ciudadano, alejadísimo de aquellos ámbitos de poder, pueda convertirse en productor de energía y presumirle el mismo grado de conocimiento por ósmosis en base a la conceptualización anterior, nos llevaría a la paradoja de asimilar una multinacional con miles de asesores técnico/jurídicos con un señor de Albacete que produce energía con 10 kw de placas fotovoltaicas en la parte de atrás de su casa. Si como decía el artículo, “los posibles cambios, en la actualidad, debieran de ser conocidos sin necesidad de mantener especiales relaciones con la fuente de los mismos o incluso sin informaciones exclusivas o privilegiadas”, parece difícil pensar que sesenta mil nuevos operadores, (entre los que se encuentran varios centenares de administraciones locales), pudiesen haber sido conscientes de aquel riesgo regulatorio, entendible en una situación pretérita monopolística, para la que fue diseñada, pero no en la situación actual tan alejada de los círculos de poder, en la que la posibilidad de riesgo regulatorio debe diluirse por completo. El RDL 9/2013 elimina la tarifa regulada, ni la atenúa, ni la modifica; instaura un sistema de alteración de retribuciones paulatino, para nada sugerido por la normativa que le precedía; traslada una volatilidad de tal calibre a los generadores en funcionamiento que les imposibilita de modo alguno fijar un plan de negocio real. Es impensable que cualquier observador objetivo de la Ley entienda que esta situación debía de haber sido prevista por los operadores.
Al fin y al cabo, también fue el Tribunal Supremo quien afirmó en S 13 mayo 2009 “el principio de protección a la confianza legítima, relacionado con los más tradicionales, en nuestro ordenamiento, de la seguridad jurídica y la buena fe en las relaciones entre la Administración y los particulares, comporta, según la doctrina del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea y la jurisprudencia de esta Sala, el que la autoridad pública no pueda adoptar medidas que resulten contrarias a la esperanza inducida por la razonable estabilidad en las decisiones de aquélla, y en función de los cuales los particulares han adoptado determinadas decisiones“.
La tercera y última premisa fijada jurisprudencialmente sobre la posible violación de la seguridad jurídica y la confianza legítima, es la ponderación de si resulta o no compatible con los cambios normativos.
Para explicar esta situación, se recuerda con frecuencia la imposibilidad de entender la petrificación de las normas, como necesaria conclusión hacia una necesaria aclimatación de las nuevas circunstancias económicas y tecnológicas del país. Como en casi todo este negocio del Derecho, aquél que tiene que decidir sobre derechos en conflicto, distribuirá en cada lado de la balanza los intereses sobre los que tiene que fallar. El Profesor  VILLAR PALASÍ decía: “Hoy más que nunca cuando el desorden jurídico es tal que ni jueces, ni compiladores, ni profesores están de acuerdo con las normas vigentes y, entre ellas, las aplicables, los grandes principios jurídicos constituyen un referente ineludible en el intento de luchar contra las arbitrariedades del poder”. La considero una reflexión imprescindible para el análisis de esta confluencia de intereses. Quizás, el Tribunal Supremo puede querer ver que el interés del Estado lo expresa con nitidez la actuación del ejecutivo, pero por desgracia, de forma cotidiana, se puede percibir que ese axioma es completamente falaz. Si una modificación  normativa de tal calado, es discutida de forma tan masiva por tantos perjudicados, es puesta en duda por los dos organismos reguladores que la informaron, por el Consejo de Estado, la Comisión Europea, es recurrida al Tribunal Constitucional por Comunidades de todo signo político y alertada por la práctica totalidad de la doctrina, quizás, el Alto Tribunal pueda ponderar que en la dicotomía seguridad jurídica/cambio normativo, la balanza se está torciendo demasiado.
No era peregrino el comienzo de este artículo reflexionando sobre el parecer de las dos personas que deciden los designios energéticos del país, a la vista de su manifiesto desprecio por la opinión de los demás. Cualquier mente mínimamente formada en Derecho habrá de comprender que destrozar la seguridad jurídica o ignorar el conocimiento que aportan los organismos reguladores, conduce a la anarquía y al totalitarismo, resultando ciertamente difícil resolver la crisis que nos azota. Lástima que el ansia de conocimiento no sea una virtud extendida en determinada clase gobernante. Espero que sí en la Justicia.

La destrucción de los discos duros de Bárcenas por el Partido Popular: segunda parte de la historia (I)

Hace ahora un mes escribí un post en este mismo foro titulado “la inminente imputación del Partido Popular” (ver aquí) en el que, de forma no exenta de ingenuidad, afirmaba que “con una altísima probabilidad, rayana en la certeza, el Partido Popular va a tener el dudoso honor de ser el primer partido político imputado en España”.
Tan rotunda afirmación la hacía tras la lectura del Auto de 19 de septiembre de 2013 dictado por el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz en el conocido como “caso Gürtel” (en el que se investiga también en pieza separada, conocida popularmente como los “papeles de Barcenas”, la existencia de una contabilidad paralela en el PP), en el cual el mismo constataba la existencia de diversos indicios delictivos derivados de la actuación del Partido Popular en relación a la destrucción de los discos duros de los ordenadores de Bárcenas.
En el referido Auto el juez Ruz acordaba deducir testimonio de diversos particulares obrantes en la causa e inhibirse parcialmente en favor de los Juzgados de Instrucción de Madrid a fin de que dicho órgano judicial investigara la posible concurrencia de, cuanto menos, dos posibles delitos: encubrimiento (art. 451 CP) y daños informáticos (art. 264 CP), del cual sería eventualmente responsable el propio Partido Popular (PP), a raíz de la última reforma del Código Penal del año 2012 que hizo extensible la responsabilidad penal de las personas jurídicas a los partidos políticos y sindicatos.
En definitiva, explicado en términos llanos: el Juez Ruz había encontrado durante la investigación del caso Gürtel diversos indicios de la comisión por parte del PP de dos posibles hechos delictivos derivados de la unilateral destrucción de los discos duros de los ordenadores de su ex tesorero, Luis Barcenas, pero entendía que esa investigación podía desarrollarla mejor y más rápido un juzgado de instrucción “normal” en vez de abrir una nueva pieza separada en el seno de una instrucción (la del “caso Gürtel”) ya de por sí muy compleja.
En ese contexto, dado lo exhaustivo del Auto y la cuidadosa labor previa de calificación jurídica realizada por el juez de la Audiencia Nacional (órgano judicial especialmente cualificado en cuanto a su ámbito competencial), lo que razonablemente podía esperarse es que el Juzgado de Instrucción de “Plaza Castilla” al que, por turno de reparto, le correspondiera el asunto procediera a abrir las correspondientes diligencias previas y llamara a declarar al propio Partido Popular, en condición de imputado.
Sin embargo, lo que es esperable en cualquier circunstancia “normal” deja de serlo cuando aparecen de por medio cargos públicos, aforados y partidos políticos, pues ante tal eventualidad los órganos judiciales optan con demasiada frecuencia por retorcer la interpretación de las Leyes, en beneficio siempre de tales insignes personajes. Sobre esta cuestión ha escrito magníficos post Rodrigo Tena aquí, aquí y aquí sobre los casos Blanco, Matas y Barcina, que tienen en común alambicadas interpretaciones legales y jurisprudenciales para no imputar, atenuar o exonerar de responsabilidad penal a cargos públicos en conocidos casos de corrupción política.
En la misma línea, lo que hizo el Juzgado de Instrucción num. 32 de Madrid no fue ponerse a investigar, como le exhortaba el Juez Ruz, sino aceptar su competencia y en el mismo Auto (fechado el día 30 de octubre), acordar el sobreseimiento provisional y archivo del procedimiento sin practicar ni una sola prueba.
¿Tendrá algo que ver con esta colección de resoluciones judiciales exculpatorias la arraigada costumbre de los partidos de repartirse por cuotas el nombramiento de los vocales del CGPJ, encargados de designar a los titulares de las altas magistraturas del Estado?
No quiero ser mal pensado ni que me acusen de insidioso, así que voy a continuar con los hechos y dejo a cada cual la interpretación de la causas de los mismos.
Como decía, en mi vaticinio (por ahora) frustrado respecto a la previsible imputación del Partido Popular, pesó la contundencia del Juez Ruz al relatar a lo largo de las 11 páginas de su resolución los numerosos indicios delictivos que apuntaban a la existencia de un posible delito de encubrimiento y otro de daños informáticos, que me veo en la obligación de resumir sucintamente.
En primer lugar, en lo que se refiere al delito de encubrimiento, contemplado en el art. 451 CP, el juez Ruz constataba en su Auto que, tras el requerimiento judicial realizado al Partido Popular a fin de que entregara los dos ordenadores de Barcenas retenidos en un despacho de su sede de la calle Génova, el referido partido entregó los mismos convenientemente destruidos, junto con un escrito explicativo que confirmaba que la destrucción se había realizado (sin hacer una copia de seguridad) “por persona desconocida, en fecha no determinada, pero en todo caso con posterioridad al 21 de abril de 2013”, cuando el usuario de dichos ordenadores, el Sr. Barcenas, ya se encontraba imputado por partida doble (tanto en el “caso Gurtel” como en la pieza separada relativa a los “papeles de Bárcenas”).
Como refiere el propio Auto, tras el análisis forense del disco duro, se concluyó que había sido formateado el día 3 de julio de 2013, con posterioridad incluso al ingreso en prisión de Luis Barcenas, no existiendo evidencias que indiquen que ese ordenador hubiera sido usado con posterioridad por empleado alguno, como se afirmaba como justificación de dicho comportamiento por el propio PP, siendo imposible que desconocieran la relevancia de dichos ordenadores en la causa penal abierta, toda vez que el citado partido había estado personado como acusación popular (hasta su expulsión) y que, en cualquier caso, estamos hablando de acontecimientos procesales que constituían al tiempo de la destrucción del material informático “hechos notorios por su difusión pública”.
Por otro lado, respecto del delito de daños del artículo 264 CP, que sanciona “al que por cualquier medio, sin autorización y de manera grave borrase, dañase, deteriorase, alterase, suprimiese, o hiciese inaccesibles datos, programas informáticos o documentos electrónicos ajenos, cuando el resultado producido fuera grave”, el debate jurídico se centra en determinar si, como exige el tipo delictivo, el mismo se había producido sobre bienes ajenos, pues el causar un daño a un bien propio no es punible.
A este respecto el Juez Ruz, planteaba, en los términos indiciarios que son propios de este tipo de resoluciones, que no era en modo alguno descartable que la destrucción se hubiera producido sobre bienes propios de Barcenas, señalando a este respecto el dato (no cuestionado posteriormente por el Juzgado de Instrucción de Madrid) consistente en que unos meses antes, en octubre de 2012, el disco duro del ordenador “Mac Book pro” había sido sustituido por uno nuevo; labor que realizó una empresa informática que a continuación facturó tales trabajos al ex tesorero del PP personalmente, a quien se identifica como “cliente” en la factura.
En suma, todo parece apuntar a que el disco duro (el único existente, pues el otro ordenador se aportó por el PP ¡sin disco duro!) era propiedad de Luis Barcenas, existiendo adicionalmente dudas sobre la titularidad de los ordenadores en los que aquel se instaló y, yendo más allá, sobre la titularidad de los archivos informáticos existentes en el mismo al tiempo de su destrucción y borrado.
Con tales antecedentes lo normal parece que hubiera sido practicar las diligencias de investigación necesarias a fin de determinar quién y cómo se adquirieron tales ordenadores y en qué circunstancias se produjo su destrucción, esto es, si se realizó siguiendo o no instrucciones de la dirección del PP y quién la llevo materialmente a cabo.
Pero sin embargo el Juzgado niega de raíz que los hechos pudieran tener relevancia penal, afirmando que “no hay prueba que pueda practicarse en esta causa tendente a determinar la titularidad de estos bienes, de forma que entonces, habrá que presumirse, según la presunción iris (sic) tantum de Derecho Civil, que los bienes pertenecen al titular del inmueble, con lo que, hallándose los ordenadores en la sede del Partido Popular, a él le pertenecen, salvo prueba en contra (art. 449 C.C.)”.
A la vista de tan sorprendente afirmación, cabe preguntarse ¿por qué no hay prueba que pueda practicarse para desvirtuar dicha presunción? ¿Cuáles son los razonamientos que llevan al Juzgado a entender que los hechos carecen de relevancia penal, sin practicar ni una sola diligencia de investigación? Para ello tenemos que analizar de nuevo ambos delitos de forma separada, lo que haré en la siguiente y última entrega de esta serie.

¿Se debe pagar la plusvalía municipal cuando la transmisión ha generado una minusvalía?

Continúo con el tema de la plusvalía y su cálculo, que ya traté en este primer post.
La llamada comúnmente “plusvalía municipal”, (Impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos urbanos), es un impuesto cuyo mecanismo de cálculo es poco conocido, quizás porque sólo afecta a quien transmite un bien inmueble de carácter urbano, lo que se produce  de forma ocasional en la vida del contribuyente.
El impuesto se calcula a partir del valor catastral del suelo, considerando una revalorización anual “automática” (a veces ficticia), que viene predeterminada por la correspondiente ordenanza municipal (normalmente entre un 2,5 %  y un 3 %  al año). Sobre esta revalorización “presunta” se aplica un tipo que puede llegar nada menos que hasta el 30 %.
Durante esta larga crisis económica, en la que los gobiernos sucesivos (antes el del PSOE y ahora el del PP) han resuelto paliar el déficit de las Administraciones Públicas con notables subidas de impuestos,  las sucesivas  revisiones al alza del valor catastral del suelo (en algunos municipios ha sido de más del 200 %), han llevado al aumento desmesurado de este impuesto,  al no modificar el tipo aplicable,  que sigue rozando el 30 por ciento en la mayoría de los Ayuntamientos. Podría hablarse de una subida encubierta de impuestos  que el contribuyente sólo percibe cuando tiene lugar una transmisión y que, por tanto, aparentemente, no desgasta políticamente a los responsables municipales.
Sin embargo, asistimos en la actualidad a un fenómeno nuevo, cual es la existencia de compraventas de viviendas en las que el precio real es inferior incluso al propio valor catastral, en cuya revisión, lejos de haberse tenido en cuenta la evolución real de los precios, con caídas que pueden oscilar entre un 40 y un 50 %, (ver último informe de TINSA),  se ha optado por subidas notables de forma generalizada. Todo ello,  además de producir una desmesurada subida del IBI, ha convertido a la plusvalía municipal en un impuesto enormemente gravoso e injusto (especialmente en las transmisiones hereditarias), que representa en la práctica, en no pocas ocasiones, un porcentaje superior al 10 % del valor real del inmueble.
Pero la injusticia es aún mayor  en los numerosos casos  en los que el propietario se ve obligado a vender su vivienda por un valor inferior al de adquisición, al haberlo adquirido en los años inmediatamente anteriores a la crisis, generando así una minusvalía real,  pese a lo cual se aplica el gravamen con toda crudeza.
Se ha debatido sobre la legalidad de tales liquidaciones, si la ficción legal que genera el hecho imponible (la revalorización automática determinada por aplicación  de la ordenanza municipal correspondiente), es una presunción “iures et de iure” o si por el contrario, el impuesto requiere el presupuesto de que exista un verdadero incremento de valor,  puesto de manifiesto con ocasión de una transmisión,  en cuyo caso se trataría de una presunción  “iuris tantum”. Es decir, si el contribuyente debe pagar en todo caso, haya obtenido o no ganancia,  tal y como se viene haciendo en la práctica, o si  por el contrario se debe limitar la liquidación a los supuestos en que  exista  un incremento real del valor del inmueble transmitido.
La reciente Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, número 805/2013 de 18 de Julio, comentada de forma extensa por el Notario de Lucena Joaquín Zejalbo en este artículo, ha venido a recoger esta última doctrina, al señalar, de forma elocuente,  que “el impuesto grava, según el artículo 104 de la Ley de Haciendas Locales (LHL), el incremento de valor que experimenten los terrenos y se ponga de manifiesto a consecuencia de la transmisión de la propiedad ”…” por tanto, el incremento del valor … constituye  el primer elemento del hecho imponible, de manera que en la hipótesis de que no existiera tal incremento, no se generará el tributo y ello pese al contenido de las reglas objetivas de cálculo del artículo 107 de la LHL, pues al faltar un elemento esencial del hecho imponible, no puede surgir la obligación tributaria”.
“En conclusión”…( continúa la Sentencia) , “la ausencia objetiva de incremento de valor dará lugar a la no sujeción al impuesto…, pues la contradicción legal no puede ni debe resolverse a favor del método de cálculo y en detrimento de la realidad económica, pues ello supondría desconocer los principios de equidad justicia y capacidad económica”.
“Estas conclusiones,…han de considerarse incuestionables en el momento actual, a la vista de la realidad económica ”…” de ser la ficción jurídica la única interpretación posible del artículo 107 de la LHL este habría de considerarse inconstitucional ”,….” pues la Constitución impide que se graven capacidades económicas ficticias de los ciudadanos”.
De acuerdo con esta doctrina, la base imponible del impuesto está constituida por el incremento real del valor de los terrenos, el cual ha de prevalecer sobre lo que resulte de los cálculos municipales, pudiendo acudirse a la tasación pericial contradictoria para demostrar  la existencia de un incremento de valor inferior al calculado por el Ayuntamiento, o incluso la ausencia total de incremento.
Es verdad que el sistema de determinación de la base imponible mediante una fórmula matemática, previsto en el artículo 107 de la LHL, reduce la carga administrativo-fiscal y simplifica la gestión y liquidación del Impuesto, pero a costa de producir, en determinados casos, un resultado injusto, al estar desconectado de la realidad económica. De ahí la necesidad de permitir al contribuyente que acredite por cualquier medio de prueba que no ha existido incremento real de valor, ya que es  un contrasentido que se tribute por una ganancia patrimonial ficticia, cuando lo que se ha producido es una minusvalía real, fruto de la evolución de los precios de los inmuebles.
La Sentencia no es un fallo aislado, sino que coincide con otros pronunciamientos recientes en idéntico sentido del propio TSJ de Cataluña  de 21 de marzo y del 9 de mayo de 2012, así como de  diversos TSJ, entre ellos Canarias, Murcia, Cataluña y Castilla La Mancha, y también de algunos juzgados de lo contencioso-administrativo de Barcelona y del Tribunal Administrativo de Navarra. Además, el Tribunal Supremo declaró en   Sentencia de  29 de abril de 1996  que  “Siendo el incremento del valor el objeto del gravamen, conforme a lo establecido en el art. 350 del Real Decreto Legislativo 781/1986, resulta evidente que si dicha “plus-valía” no se produce de manera efectiva y acreditada, ni puede razonablemente presumirse, atendidas las circunstancias objetivas concurrentes en el período de la imposición, no puede hablarse de sujeción al impuesto”. Este mismo criterio se ratificó por el Tribunal Supremo en sentencia de fecha 22 de septiembre de 2001.
Sin embargo, no esperamos un cambio de criterio en el sentido expuesto  por parte de los ayuntamientos, tan necesitadas de recursos económicos como poco dispuestos a reducir sus gastos superfluos. Una vez más,  el recurso a  los Tribunales de  Justicia  es la única posibilidad que le queda al contribuyente, tantas veces  indefenso frente a la Administración.
 

¡Ay, Derecho! La repartija final

Ayer terminó el proceso de elección, perdón, de demolición, del Poder Judicial, con la elección de los jueces que han de integrarlo. Unos días antes habían sido elegidos los juristas “de reconocido prestigio”, entre los que destacan unos cuantos cónyuges y algunos mamporreros de los mandantes. En próximos post procederemos a analizar sus respectivos cv y sus conexiones particulares.
Pero lo que me interesa destacar ahora son los principios que han presidido la negociación entre los partidos a la hora de proceder a la selección. Aunque, en realidad, una vez terminado el proceso ha quedado claro que sólo había un principio: que no habría vetos entre los partidos (ver aquí), es decir, que cada uno elegiría libremente a los suyos sin intromisiones por parte de los demás. Una vez que este principio quedó claro, todo ha sido muy fácil, lógicamente: la “negociación” de los nombres y su “aprobación” por el Congreso ha ido sobre ruedas, demostrando una vez más la disposición al consenso de nuestras élites políticas. Y encima nos quejamos.
A la vista de todo ello podemos deducir tres conclusiones muy evidentes:
1.- La vulneración absoluta de la doctrina constitucional sobre la materia, que insiste especialmente en que no cabe el reparto, sino sólo el consenso, como explicamos en este post. Al margen del escándalo político que esto implica, ¿cabe algún recurso legal? Sobre esto también hablaremos.
2.- La constatación de que formar parte de este órgano es un gran demérito en la carrera profesional de sus integrantes. No han sido elegidos por ser los mejores, sino por su fácil disposición a anteponer los intereses de sus mandantes al interés general. Ningún jurista de reconocido prestigio aceptaría nunca someterse a un procedimiento de designación tan denigrante.
3.- La vacuidad de las alegaciones de que cualquier otro sistema fomenta el corporativismo judicial. No es cierto, como hemos demostrado aquí hasta la saciedad, pero es que, además, debemos ser conscientes de que lo que tenemos ahora no es un sistema, es una corruptela, pero no una corruptela ordinaria, como la de Bárcenas o la de los Eres, sino una todavía mucho más grave, que ataca directamente a los fundamentos del Estado de Derecho. Como indicamos en otro post, un auténtico golpe institucional. En otros países teóricamente menos desarrollados se han dado cuenta de su extraordinario peligro. Aquí seguimos esperando.
 

Evaluación de políticas públicas: una asignatura pendiente en España

En una época en la que todos los representantes políticos se están subiendo al carro de la transparencia, aunque algunos muy a pesar suyo, parece que va siendo necesario hablar de la forma en la que se realiza la evaluación de las políticas públicas que se desarrollan en nuestro país, que es de todo menos transparente.

La transparencia supone que los ciudadanos tengan acceso a la información pública, resultado del reconocimiento del llamado “derecho a saber” o “derecho de acceso a la información pública”, e implica que los ciudadanos tengan derecho a conocer cómo se prioriza, gestiona y administra el dinero público.

La evaluación de políticas públicas consiste en una serie de técnicas orientadas a valorar, de forma objetiva y fiable, cómo de efectiva y eficiente es, o se estima que será, una intervención pública.

La Comisión Europea define la evaluación como  “juicio o dictamen sobre las intervenciones de acuerdo con sus resultados, impactos y las necesidades que se pretendían satisfacer” y destaca que sus principales objetivos son aportar conocimiento útil para la definición de las acciones, incluyendo el establecimiento de prioridades políticas, valorar la eficiencia de las inversiones, mejorar la calidad de las intervenciones e informar sobre los logros de la intervención con el fin de cumplir con la rendición de cuentas exigible a los poderes públicos.

Bajo estas premisas, parece evidente que una evaluación que realmente persiga dichos fines debería cumplir una serie de requisitos:

  • La evaluación debería ser realizada por una entidad o institución independiente del organismo público que ha diseñado y puesto en marcha la política pública.

  • La evaluación no sólo debe realizarse al finalizar la política pública (evaluación ex  post), sino también antes de definir dicha política (evaluación ex ante) con la finalidad de entender correctamente el problema que se pretende corregir y decidir (lo que los anglosajones denominan knowledge based decision-making) qué intervención es la más adecuada para resolver el problema. Incluso, si la política pública se desarrolla en un espacio temporal amplio, es necesario realizar evaluaciones intermedias que permitan analizar posibles desviaciones del objetivo.

  • La evaluación debe realizarse utilizando técnicas y herramientas de recogida de información y de análisis contrastados (encuestas a los colectivos afectados por la política, análisis de coste-beneficio, etc.). La disponibilidad de datos es, por tanto, un prerrequisito imprescindible para la evaluación. Una evaluación debe ser replicable y verificable por terceros por lo que tanto los datos como las técnicas utilizadas deben ser públicas y accesibles.

Así, las “Finantial Regulations” de la Unión Europea, que establece los principios básicos de funcionamiento y normas de gestión de todo el presupuesto de la Unión Europea, exige que todos los programas o actividades de la Unión que supongan un gasto considerable deben ser objeto de evaluaciones ex ante y ex post, y que estas evaluaciones deben ser difundidas entre el resto de instituciones de la Unión, incluyendo el Parlamento. Pero no se evalúan únicamente los programas y acciones que implican un gasto público, sino que la actividad legisladora es también objeto de evaluación con el fin de mejorar la calidad normativa y legislativa.

En el caso estadounidense hay un elemento importante añadido al esfuerzo gubernamental por implementar la evaluación como parte integrante de los procesos de diseño y ejecución de políticas públicas y es el papel de la sociedad civil y los denominados think tanks. En el mundo anglosajón, además de una sociedad civil fuertemente articulada, existe una cultura de la evaluación muy arraigada en la que los think tanks tienen un papel muy relevante ya que son – en principio – entidades independientes que aúnan los enfoques académico y pragmático.

¿Podemos decir lo mismo en el caso de España? Mucho nos tememos que no es así.

En primer lugar veamos quién tiene la responsabilidad de evaluar las políticas públicas en España. En 2006 se creó la AEVAL (Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios), responsable de evaluar las políticas públicas y la calidad de los servicios de la Administración General del Estado, y de aquellas Comunidades Autónomas que así lo decidiesen mediante la firma de un convenio. En la exposición de motivos de la Ley 28/2006 mediante la cual se creó la AEVAL se declara que un aspecto capital que se incorpora a la gestión de servicios públicos a través de las Agencias Estatales es la profundización en una nueva cultura de gestión que ha de apoyarse en el cumplimiento de objetivos claros, medibles y orientados hacia la mejora en la prestación del servicio, con las consiguientes ventajas para los usuarios y para los contribuyentes.

Aunque el legislador español ha reconocido la necesidad de mejorar la gestión pública a través de la creación de objetivos claros y medibles y de juzgar su cumplimiento, la falta de independencia de la AEVAL del poder ejecutivo restringe seriamente su papel evaluador. Tal y como se recoge en los estatutos de la AEVAL, sus órganos directivos (Presidente y Consejo Rector) son designados por el Consejo de Ministros y su personal es dependiente del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. ¿Es posible que un organismo cuya dirección es nombrada directamente por el mismo poder ejecutivo que diseña y pone en marcha las políticas públicas a nivel estatal las evalúe de forma independiente y con rigor? Ciertamente nos parece muy difícil. Para evitar esta dependencia organismos como la Unión Europea convocan periódicamente concursos públicos abiertos en régimen de concurrencia competitiva para que instituciones independientes lleven a cabo la evaluación de sus políticas públicas. Esto por no mencionar el número y tipo de evaluaciones que realiza, que darían para un post nuevo y hasta para un libro. Sólo les sugerimos que revisen las evaluaciones publicadas (las últimas de 2011) y vean el Plan anual 2013, donde se le encomienda para este año evaluar 5 temas, entre ellos uno de los más interesantes la evaluación de la calidad de los servicios prestados por los Centros de Vacunación Internacional.

En segundo lugar vamos a ponerles un ejemplo del tipo de evaluaciones se realizan en España para los grandes planes de actuación que muestra el déficit de nuestro país en materia de evaluación de políticas públicas. Se trata de la evaluación del denominado Plan Avanza. Este plan, lanzado en 2005, cuya finalidad era impulsar el desarrollo de la Sociedad de la Información y del Conocimiento en España, supuso una dedicación presupuestaria en su primera fase (2005-2008) de 5.076 millones de euros. En el primer año de su segunda fase (2009) el presupuesto ascendió a 1.516 millones de euros. Pues bien, ante cifras tan destacadas, la única evaluación disponible es una serie de presentaciones descriptivas del reparto del presupuesto ejecutado en el marco del plan. Y es que nuestros políticos confunden evaluar con describir, y eso siendo muy optimistas. Pero dado que en España no es ni remotamente posible acceder a información completa, relevante y veraz de lo que sucede y de cómo se gasta nuestro dinero, no es de extrañar que la evaluación esté lejísimos de las prioridades de nuestros gobernantes, que se limitan a realizar someras descripciones de la ejecución de sus políticas. Y esto es especialmente grave en un momento de políticas de contracción del gasto y aumento de los impuestos, y de cambios regulatorios muy relevantes, ya que no tenemos ni la más remota idea de los efectos reales de estas reformas, no sabemos si están alcanzando los objetivos para los que fueron diseñadas, si hay alternativas mejores o cómo podrían mejorarse.

En la era del conocimiento los políticos tomas decisiones guiados por la ideología en el mejor de los casos o por el interés personal en el peor de ellos. O si no pongamos como último ejemplo el misterioso informe previo de evaluación sobre la privatización de la sanidad madrileña –sobre este tema les recomendamos este artículo de 2012 -. Todos los madrileños estamos deseando leerlo y si verdaderamente es tan clarificador, ¿no ayudaría a que los ciudadanos apoyasen la medida? ¿O es que no somos los ciudadanos lo suficientemente inteligentes como para discernir, ante datos objetivos y claros, lo que es mejor para nosotros?

Flash Derecho: “Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales del mercado” (conferencia de Michael Sandel)

El próximo 3 de diciembre, la fundación Aspen Institute España organiza una conferencia-coloquio con el profesor Michael J. Sandel, de la Universidad de Harvard, sobre su último libro, “What money can’t buy” (sobre el que Elisa de la Nuez reflexionó en este post ) y se ha citado en otros como éste de Ignacio Gomá.

No se trata de una obra sobre la regulación de los mercados, sino, más bien, de un esfuerzo, en palabras del mismo autor, por “razonar juntos y en público sobre cómo valorar los bienes sociales que tenemos en gran precio”. Sandel –quien, desde hace años, ofrece la clase más concurrida de la historia de la universidad de Harvard– pretende ofrecer elementos para el debate sobre el papel y el alcance de los mercados y sobre la naturaleza del deseo humano. ¿Pueden todos los bienes tratarse como mercancías? ¿Puede el hombre comprar todo lo que desea?

Sandel no ataca a los mercados, como si se tratase de la encarnación moderna de todos los males. Se esfuerza por abrir el espacio de la reflexión sobre el necesario papel del mercado a “argumentos sobre la vida buena”, atacando, eso sí, la supuesta “neutralidad del mercado”, que vacía de argumentos morales y espirituales el ámbito de la vida pública. T.S. Eliot, quien también anduvo por Harvard, escribió en su día contra todos los que “sueñan con sistemas tan perfectos en los que no haga falta ser bueno”. Invitado por Aspen Institute España, Sandel discutirá sobre todo esto el próximo 3 de diciembre a las 19:30 en el Auditorio CentroCentro del Palacio de Cibeles. (Aforo limitado, SRC a programas@aspeninstitute.es )

La propuesta de la Comisión de Expertos sobre sociedades cotizadas (III)

En el post anterior iniciamos el análisis de algunas de las cuestiones más debatidas en relación a la regulación de las sociedades cotizadas, con la finalidad de poder deducir cuál es el espíritu que anima la propuesta de los expertos (ICE) en relación a la del nuevo Código Mercantil (PCM). En éste post examinamos tres más.
5.- Conocimiento de la identidad del accionista.
El derecho a conocer la identidad del accionista es una cuestión que tiene una relevancia práctica mayor de la que pudiera parecer. El conocimiento es poder y la posibilidad de apelar al accionista, ya sea como medio de obtener financiación, ya sea como forma de que apoyen o rechacen la gestión de los administradores, se ha convertido en una cuestión de carácter prioritario, tanto para las emisoras como para los accionistas, muy dispersos en este tipo de sociedades.
La dificultad de conocer estos datos está en que son las entidades que llevan los registros de valores las que los tienen y no las emisoras. La ley ha tratado de establecer mecanismos para facilitar este derecho, pero de una manera algo extraña: si bien la Ley del Mercado de Valores estableció  en 1988 con carácter general y sin restricciones, el derecho de las emisoras a conocer la identidad de sus accionistas (a través DA 1ª punto 6 introducido en la LSA), el RD 116/1992 (art.22) introdujo una grave limitación a este derecho al distinguir entre aquellas sociedades que por disposición legal hubieran de tener títulos nominativos (p.ej. bancos, seguros, televisión..) y las demás sociedades, que no es del caso estudiar aquí. Baste decir que fue corregida en la ley 2/2011 -que modifica el art. 497 LSC- al establecer la obligación de las entidades que lleven los registros de comunicar en cualquier momento que lo solicite y con independencia de que sus acciones tengan que ser o no nominativas por disposición legal los datos necesarios para la identificación de sus accionistas.
Ahora bien, el indicado RD 116/1992, tenía una virtud: imponía que cualquier  información en relación a la identidad de los accionistas de la que dispongan las entidades emisoras debía estar permanentemente a disposición de cualquiera de ellos. Ello permitiría que la emisora y los minoritarios jugaran en igualdad de condiciones.
Pues bien, la PCM mantiene el mismo criterio que la LSC pero introduce algo más: “El mismo derecho tendrán las asociaciones de accionistas que se hubieran constituido en la sociedad emisora”. No menciona el derecho del accionista aunque, mientras no se derogue, seguiría rigiendo el RS 116/1992 que concede toda esa información al accionista.
¿Y el ICE qué hace? En resumidas cuentas, dificultar el ejercicio de este derecho por quien no sea la emisora, pues mantiene el mismo criterio aperturista respecto de éstas –las sociedades emisoras-  pero respecto al accionista y las asociaciones lo limita:
En relación a las asociaciones, porque, como se vio en el post anterior, dificulta su constitución exigiendo un mínimo de cien personas.
En relación al accionista individual, porque se le exige “que tenga individual o conjuntamente una participación de, al menos, el tres por ciento del capital social, exclusivamente a efectos de facilitar su comunicación con los accionistas para el ejercicio de sus derechos y la mejor defensa de sus intereses comunes”. Y además se le amenaza: “En el supuesto de utilización abusiva o perjudicial de la información solicitada, la asociación o socio será responsable de los daños y perjuicios causados”.
O sea, si lo que el accionista quería es tener acceso a la identidad de los socios para poder agrupar un tres por ciento y así poder exigir la convocatoria o ejercer otros derechos, se le pide tener ya lo que él pretende conseguir: el 3%. Y además se le señala un objeto concreto: comunicar con el accionista.
¿Es esto una mejora del gobierno corporativo? Así lo entiende el ICE que en su justificación habla de que “si debe avanzarse en este ámbito y ampliarse el derecho de los accionistas… parece excesivo lo dispuesto en el Real Decreto 116/1992”, y debe establecerse una participación mínima e imponer responsabilidades. Repetimos: ¿esto es “avanzar y ampliar”?
6.- Limitaciones a los derechos de voto
Este tema de las limitaciones a los derechos de voto es ya un clásico, entre otros motivos porque la ley ha cambiado pendularmente en los últimos años, según interesaba apoyar a un amigo o a otro dentro de nuestras sociedades cotizadas. Lo que se discute es si es adecuado permitir a la sociedad imponer límites a los derechos de voto de sus accionistas, con la finalidad de que ninguno de ellos pueda, por la simple vía de incrementar su participación, minar un determinado pacto de control del que no forma parte. En definitiva, si es posible alterar la proporcionalidad entre participación y voto.
Si tal cosa es o no conveniente desde un punto de vista de política legislativa lo ha analizado magníficamente Jesús Alfaro en este interesantísimo artículo (aquí). Aunque a primera vista podría parecer que esa posibilidad no es más que una herramienta para permitir blindar de manera ineficiente una mala gestión, no hay que precipitarse, porque estos pactos de limitación de los derechos de voto pueden producir efectos muy positivos (dispersión de propiedad, diversificación de riesgos, reducción del coste de capital, ventaja comparativa frente a otras medidas anti opas, etc.). En definitiva, los blindajes deberían preocupar cuando son obra autónoma de los administradores, pero no de los accionistas (porque al fin y al cabo hay que presumir que estos saben lo que les conviene).
Estamos completamente de acuerdo (otra cosa es la valoración que nos suscite la concreta situación de las sociedades cotizadas en España, donde la preponderancia de los administradores sobre los accionistas nos parece muy preocupante), pero lo que interesa destacar ahora es cómo resuelven esta situación tanto la PCM como el ICE.
La PCM prohíbe en el art. 282-3 las cláusulas estatutarias que fijen el número máximo de votos que puede emitir un mismo accionista. Por su parte el ICE apuestan por dejar las cosas como están en la actual Ley de Sociedades de Capital (tras la última reforma se permiten). Pero lo curioso es el argumento que dan: “no se ha considerado oportuno en este momento reabrir el debate”.
Vaya. ¿Por qué no? Los expertos no nos lo dicen. Se supone que, en su condición de expertos, podrían haber arrojado alguna luz sobre qué circunstancias concretas de nuestro mercado societario han sido tenidas en cuenta para forzar esta concreta solución. Pero sólo podemos imaginarlas.
7.- Responsabilidad de los administradores y la “business judgment rule” (BJR)
La verdad es que en sede de responsabilidad de los administradores ni la PCM ni el ICE se caracterizan precisamente por su valentía. Como ha demostrado Blanca Villanueva en su tesis doctoral, mientras existan tan pocos incentivos reales no cabe esperar de los accionistas, especialmente de los minoritarios, la más mínima actitud combativa (si la cosa sale bien se beneficia la sociedad y si sale mal el demandante corre con las costas). No es de extrañar que las poquísimas acciones que se interponen tengan como demandantes a los nuevos administradores o accionistas que han sucedido en el control a los demandados.
Pero lo que choca es que la única novedad significativa en esta sede que propone el ICE sea consagrar legislativamente la denominada BJR cuyo objetivo es proteger la discrecionalidad empresarial en las decisiones de negocio. Obviamente, la cuestión tiene mucha importancia en relación a la responsabilidad de los administradores, pues la propuesta considera que el administrador se comporta de manera diligente (quedando por tanto al margen de responsabilidad) cuando actúa de buena fe sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y en el marco de un procedimiento de decisión adecuado. En estos casos la empresa se puede ir al garete como consecuencia de decisiones empresariales erróneas, pero el administrador no responde de nada.
La propuesta probablemente tenga sentido económico, pero sólo si se encuentra acompañada de un conjunto de medidas complementarias que incentiven el ejercicio de la acción cuando esas circunstancias de exoneración no concurren y no, como ahora, cuando las posibilidad de ejercicio, debido al propio marco de regulación, son mínimas. Es decir, si en la actualidad los administradores responden poco, el ICE pretende que todavía respondan menos.
La cuestión que nos planteamos es, si en este momento por el que está atravesando la sociedad española y especialmente sus grandes sociedades cotizadas, es más interesante fomentar la confianza de los gestores a la hora de tomar decisiones empresariales (pese a que el número de acciones que se interponen sea escasísimo) o, por el contrario, facilitar la exigencia de responsabilidades por los errores cometidos. El ICE opta aquí de manera muy clara por la primera posibilidad, pero lo cierto es que ésta no es la línea en la que – tras la apoteosis de irresponsabilidad que ha puesto de manifiesto la crisis internacional- parece moverse el Derecho comparado. La BJR ha sido la tradicional en el Derecho anglosajón, efectivamente, y por su influencia en la Europa continental, pero, como decimos, en un marco institucional muy distinto. Recordemos que ahora, incluso en el ámbito del Derecho penal, la tendencia es la contraria. Sobre este tema ya hemos escrito en este blog (aquí) y a dicho análisis nos remitimos.
 

Lecturas recomendadas: “Juristas y enseñanzas alemanas I”, de Francisco Sosa Wagner

Cuenta Amos Oz -el genial novelista israelí- que descubrió su vocación literaria leyendo una novela norteamericana una tarde de verano, en el kibbutz; pero no de Hemingway ni de ningún otro escritor excesivo de la misma estirpe, cuyas obras están plagadas de aventureros taciturnos y mujeres fatales y seductoras, sino la novela de un escritor casi desconocido sin más personajes que los humildes vecinos de su diminuto pueblo.[1]
Ni Sosa Wagner es precisamente un autor desconocido, ni los personajes que describe en su último libro se caracterizaron nunca por su insignificancia o por habitar alguna pequeña localidad perdida en el mapa (exceptuemos Karlsruhe) sino que su obra versa sobre los publicistas que configuraron la gran tradición administrativista germana en sus más célebres universidades durante los años de la postguerra (1945-1975). Pero la relación con la anécdota de Oz deriva del hecho indiscutible de que cuando un autor, también en el mundo jurídico, describe con enorme talento un tema que conoce a la perfección, por muy concreto que éste sea, el lector interesado que tenga los ojos abiertos, aunque su especialidad esté muy alejada en principio de aquellos intereses, no aprenderá sólo acerca de la materia que éste analiza, sino, como en el caso de Oz, de algo de mucha importancia para su propia vida; es decir, acerca -en este caso- del papel que desempeña el Derecho y los juristas en cualquier sociedad, y, por extensión, de la vida política que, como inevitable consecuencia, nos ha tocado vivir.
El autor es consciente de estas implicaciones y ha subtitulado el libro “Con lecciones para la España actual”. En el último capítulo destila cinco muy evidentes. Pero, aunque se agradecen, quizás no hubiera sido estrictamente necesario, porque antes de llegar a él el lector ya está lo suficientemente deprimido.
Para nosotros Alemania es, sin duda, una buena piedra de toque. A los españoles nos gusta regodearnos en nuestra lamentable historia de división ideológica y territorial, pero, comparada con la alemana, parece casi tierna y artificial (respectivamente). Tras la hecatombe de la guerra, los alemanes tuvieron que reconstruir un Estado radicalmente desde cero, y aunque es cierto que a veces eso puede ser una ventaja, la teórica herramienta a su disposición se limitaba a una tradición jurídica localizada en las antípodas de lo que el nuevo Estado democrático necesitaba. Además, en el esfuerzo se involucraron juristas de la más heterogénea procedencia, cuyas vidas y peripecias relata el autor con su habitual gracia, desde los entusiastas colaboradores con el nazismo (excluyendo sólo a algunos completamente irrecuperables, como Karl Schmitt), hasta los exiliados y represaliados, pasando, por supuesto, por toda clase de tibios.
Todos pusieron su granito de arena y la verdad es que no les fue del todo mal, a la vista de los resultados. Construyeron una ciencia del Derecho Administrativo como “Derecho Constitucional concretado”, que tuvo además una gran influencia en nuestros mejores publicistas, pero que allí cuajó no sólo en los libros de texto, sino en la vida política del país. Las diferencias con el caso español son bastante obvias y el lector las va descubriendo con facilidad: la lealtad de los diferentes Estados con la federación, el rigor e independencia del Tribunal Constitucional, el vigor de la participación ciudadana, el respeto institucional, la concepción de la Administración como prestadora de servicios, el principio del mérito en la promoción universitaria, etc.
Pero como todos los buenos libros, éste también te obliga a reflexionar por tu propia cuenta después de haberlo terminado. ¿Dónde está la clave que explica la diferencia? ¿Sólo en la arquitectura institucional, como defiende hoy en día una corriente muy en boga? No me parece que la cosa sea tan sencilla y el libro de Sosa lo muestra con mucha evidencia. Existen aspectos en los que sin duda el diseño institucional resulta decisivo. Si la universidad alemana es meritocrática y no endogámica, como la nuestra, es debido a la prohibición de trabajar en la misma universidad en la que uno se ha doctorado (“la prohibición de los de casa”) como ocurre en los países más avanzados. La localización del Tribunal Constitucional en Karlsruhe, muy alejado geográficamente de la política de partido, tuvo también su importancia. Pero, por otra parte, ¿acaso la lealtad federal es un producto institucional? ¿Y el respeto a los “principios no escritos” de la Ley Fundamental? En los magistrados del Tribunal Constitucional alemán abundan los ex políticos con carnet de partido, dado que no hay ninguna norma que lo prohíba, pero, ¿por qué entonces sus sentencias son indefectiblemente elogiadas por su imparcialidad política y por su rigor técnico?
No se me ocurre otra explicación que la buena educación. En un sentido amplio, claro está.
Un aspecto interesante de la sociedad alemana, que el autor se detiene a analizar con cierto detalle, es el de la participación cívica, tanto de las personalidades relevantes como de los ciudadanos de a pié. En Alemania los ex presidentes de las instituciones más importantes no se muerden la lengua a la hora de criticar (lealmente) los fallos del sistema y de proponer su reforma. Los ciudadanos demuestran a todas horas un activismo social que a veces puede resultar agobiante, pero democráticamente muy sano. Cualquier problema social –no digamos un escándalo- genera el nacimiento de decenas de plataformas dispuestas a salirle al paso de inmediato. Las relaciones de los Estados con la federación escapan a fórmulas organizativas concretas y están presididas por un mutuo compromiso de relación constructiva y amistosa, alejados de cualquier vehemencia que los alemanes no tolerarían. Los jueces del Tribunal Constitucional tienen carnet, sí, pero, una vez nombrado, el juez sólo tiene en mente una cosa: cómo valorarán los alemanes su labor como magistrado…
¿Cómo se consigue algo así? Abandonemos explicaciones culturales y religiosas –un jardín atractivo pero peligroso- en el que el autor tiene la prudencia de no introducirse, y fijémonos en cambio en un par de comentarios, uno de Adenauer y otro sobre Adenauer, que sí se recogen con mucho acierto. Si hay una frase que el famoso canciller repetía de manera constante en sus discursos parlamentarios es: “Primero, la libertad; luego, la unidad”. La configuración del Derecho Administrativo como Derecho Constitucional concretado, como un Derecho para la libertad que invade paulatinamente todos los recovecos sociales disolviendo “especialidades” y privilegios, debe mucho a este empeño. La frase sobre Adenauer se la debemos al gran Sebastian Haffner: “Adenauer nos haría ver que la democracia no era incompatible con la autoridad, es decir, reconcilió a los alemanes con la democracia”. Y si le fue posible es precisamente porque puso en valor al Derecho como herramienta privilegiada de esa libertad. Que las normas están para cumplirlas, es algo que los alemanes todavía no han olvidado.
Por eso, quizás, después de todo, la buena educación sea también producto de un sistema institucional que funciona y en el que resulta posible confiar, al igual que un sistema que funciona se conserva, indudablemente, gracias a la buena educación. Nosotros, por nuestra parte, hemos hecho mucho por destruir un marco institucional que, con todas sus carencias, funcionaba razonablemente, pero que ahora está en proceso avanzado de demolición, y en lógica contraprestación tenemos ya muy poca educación, lo que facilitará sin duda el proceso final. Hemos puesto en marcha un círculo vicioso que si dejamos seguir rodando terminará arrollándonos. Es posible romperlo, sin duda alguna, depende de nosotros. Tomar conciencia de la situación es el primer paso para ello, y de ahí el gran mérito del libro que hoy glosamos.
 
Juristas y enseñanzas alemanas I (1945-1975). Con lecciones para la España actual, de Francisco Sosa Wagner, Marcial Pons, Madrid, 2013.
 



[1] Para los curiosos, se trata de la novela “Winesburg, Ohio”, de Sherwood Anderson.