El caso Pujol o las leyes son para los demás
Más allá de la investigación que espero que se lleve a cabo sobre el origen real de la ya famosa “herencia opaca” del patriarca de los Pujol –por cierto, la excusa de la herencia presenta interesantes similitudes con la de los premios en la lotería de Carlos Fabra, condenado cual Al Capone local por delito fiscal – me interesa aquí reflexionar sobre el fenómeno del Estado de Derecho “dual”. Se trata de un Estado de Derecho donde las leyes solo se cumplen por quienes no tienen más remedio, pero no por aquellos que tienen en su mano saltárselas sin sufrir las consecuencias. Resumiendo y simplificando, podríamos decir que en España hay dos tipos de personas: las obligadas a cumplir la ley (la ciudadanía de a pie) y las que se la pueden saltar impunemente (las personas con poder, tanto político como financiero o económico). Mientras que las personas pertenecientes a la primera categoría tienen que sujetarse a las leyes no solo por convicción sino porque si no lo hacen pueden sufrir las consecuencias (en forma de sanciones de todo tipo incluidas las penales) las segundas, por lo que se ve, ni tienen la convicción de que las leyes hay que cumplirlas ni sufren ningún tipo de consecuencias si no lo hacen.
Se ve que para personas como el ex presidente de la Generalitat las leyes son para los demás, para el pueblo llano. Al parecer la gente que tiene una gran misión en la vida, ya sea construir una nación, asegurar el bienestar de la familia o levantar un imperio económico o financiero se considera exenta de cumplir con la legalidad vigente. A lo mejor es que ni repara en su existencia. Lo lamentable es que todavía queda quien está dispuesto a comulgar con esas ruedas de molino, ya sea por interés o por fanatismo.
Resulta interesante comprobar que en España hay personas como la Infanta Cristina o como el clan de los Pujol que se creen por encima de la ley y viven con esa convicción tan felices, cual dioses en medio de los simples mortales. Son personas que no tienen que preocuparse no ya por llegar a fin de mes, sino por saber lo que firman o qué impuestos hay que pagar, aunque sean mayores de edad y con plena capacidad jurídica y de obrar. Hasta que les pillan, claro, y entonces su sorpresa y su disgusto son mayúsculos. Pero ¿cómo? ¿Es que me tengo que ocupar yo también de estas nimiedades? ¿Quién se ha creído que es ese periodista, ese Juez, ese Inspector de Hacienda? ¡Usted no sabe con quién está hablando! Por eso la primera reacción es siempre la de envolverse en el manto protector, ya sea el de la Corona, la bandera, el partido o la empresa y matar al mensajero. Ya saben, se trata de una denuncia política, quieren cargarse la institución, el proceso, la marca España, la recuperación, la familia… Lo que pasa es que como la realidad es tozuda al final hay que acabar dando alguna explicación por surrealista que sea. La ventaja es que en España siempre habrá acólitos dispuestos a creerle a uno acerca de la imposibilidad para una persona muy ocupada de regularizar en 30 años herencias opacas. O aunque no te crean qué más da si al final tu tribu va a cerrar filas y hará todo lo posible para evitarte contratiempos. Cuestiones personales y pelillos a la mar.
Lo más curioso es que muchas de estas personas que podríamos denominar “de primera categoría” (aunque solo en términos jurídicos, porque parece claro que desde el punto de vista ético no tienen ninguna) ostentan o han ostentado importantes responsabilidades de Gobierno. Eso quiere decir que, además de tener que cumplir las leyes como todo hijo de vecino, por mucho que les moleste, tienen la responsabilidad de velar por su cumplimiento como recuerda nuestra maltrecha Constitución, en concreto en su art.9. Por esa razón, la deslealtad de un político o un gestor público con el Estado de Derecho es mucho más relevante que la de un simple particular. No es solo una cuestión de ejemplaridad pública, es también una cuestión política y jurídica de enorme gravedad.
Por eso cuando alguien toma posesión de un cargo público lo que promete o jura es cumplir y hacer cumplir la Constitución. De hecho, nuestra normas recuerdan que en el acto de toma de posesión de cargos o funciones públicas en la Administración quien haya de dar posesión formulará al designado la siguiente pregunta: «(Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo… con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución, como norma fundamental del Estado?». La respuesta lógicamente tiene que ser afirmativa. No se trata sólo de una fórmula más o menos retórica de cara a la galería, o de una especie de trámite, sino de la expresión del compromiso que asume quien se dispone a ocupar un cargo al servicio de los intereses generales en el marco de un Estado democrático de Derecho. Por eso el incumplimiento debe acarrear consecuencias políticas pero también jurídicas.
El caso Pujol es una muestra más –no sabemos cuántas más nos quedan por ver- del estado terminal de nuestro Estado de Derecho, porque un Estado de Derecho “dual”, es decir, un Estado de Derecho que solo es capaz de imponerse a los débiles y no es capaz de controlar a poderosos sencillamente no es digno de tal nombre. Además está amenazado de ruina porque es más que probable que la convicción de que las leyes han de cumplirse voluntariamente disminuya peligrosamente también entre la ciudadanía al percibir que hay personas que están por encima de la ley. Porque si hay algo que no es tolerable en una democracia son los privilegios. Ya está ocurriendo algo así con las leyes fiscales, pero después pueden venir todas las demás. Si dejamos de creer en nuestras leyes tarde o temprano dejaremos de cumplirlas porque sencillamente no es posible poner un policía, un juez o un inspector de hacienda detrás de cada ciudadano.
En definitiva, que una persona con mucho poder haya estando violando la ley durante muchos años sabiéndose impune denota sencillamente la existencia de una enfermedad política y moral de primera magnitud en Cataluña y en España que puede acabar con nuestra democracia. Un poder descontrolado es siempre un poder no democrático. Un Estado de Derecho implica la existencia de poderes y poderosos limitados por normas y en esa limitación se encuentra su verdadera grandeza. Sinceramente, creo que el que no lo entienda así no puede considerarse un gobernante verdaderamente democrático por muchas elecciones que gane.
Editores del blog “¿Hay derecho?”