Cambios en la tributación en IRPF de las ganancias de capital

Se avecinan cambios en el tratamiento que van a recibir las ganancias de capital obtenidas por la enajenación de bienes inmuebles en el IRPF a partir del ejercicio que comienza el 1 de enero de 2015. La situación procesal en el momento en que escribo estas líneas es la siguiente. El proyecto de ley ha sido aprobado ya por el Congreso de los Diputados y remitido al Senado. No obstante, debido a cierta oposición popular, parece que el Gobierno puede haber decidido que se realicen modificaciones, o al menos eso ha dejado caer el Secretario de Estado de Hacienda en una reciente intervención pública. Por lo tanto, aún pueden esperarse novedades sobre la cuestión.
Lo que se ha propuesto el Gobierno, con el proyecto de ley, es ir dando cumplimiento a las propuestas contenidas en el llamado “Informe Lagares” o de la Comisión de “expertos” para la reforma del sistema tributario español. Especialmente, en lo que atañe a nuestro asunto, las propuestas 18.a) y 18.b).
Dos son las medidas que incorpora el proyecto de ley que merecen atención. La primera da cumplimiento a la propuesta 18.a) del Informe Lagares: “Debería suprimirse la corrección de los valores de adquisición de bienes inmuebles con índices que reflejen la depreciación monetaria experimentada entre el momento de su compra y el de su enajenación a efectos del cálculo de las ganancias y pérdidas patrimoniales“.
La tributación de las ganancias de capital (beneficio obtenido al vender bienes patrimoniales) no es pacífica en la doctrina. Como dice el propio Informe Lagares, “tales ganancias y pérdidas no se computan en el PIB“; es decir, no forman parte de la renta nacional como concepto económico lo que hace planear la duda sobre su pertinencia de ser consideradas “renta”. Sea como fuere, tanto la comodidad de gravar esa renta, como la facilidad para transformar ciertos rendimientos de los activos en “ganancias de capital”, ha llevado a que tradicionalmente se graven esas “ganancias”. Pero el Informe Lagares expone otra razón para ese gravamen: “esas ganancias y pérdidas constituyen una evidente manifestación de la capacidad tributaria“; sin embargo, no es tan evidente. Vender un bien no supone más que cambiar un elemento patrimonial por otro, lo que no altera en nada el monto del patrimonio, aunque sí altere su composición cualitativa; pero dicha alteración cualitativa no representa por sí misma capacidad de pago adicional alguna para el contribuyente respecto de la que tenía antes de vender. Tal vez sí podría hablarse de incremento de la capacidad de pago, o al menos de manifestación de dicho incremento, si con la venta se obtiene un beneficio real. Pero resulta, a mi parecer, obvio, que si el mayor importe de la enajenación sobre la adquisición es debido exclusivamente a la devaluación monetaria, es decir, al efecto de la inflación acumulada durante todos los años de tenencia del bien sobre su precio, sólo hay una ganancia en términos nominales, pero no en términos reales y, por tanto, no hay manifestación alguna de capacidad de pago. Ese efecto meramente nominal o inflacionario es lo que se pretendía corregir tradicionalmente con una tabla de actualización fiscal de los valores de adquisición de los bienes inmuebles tomados para calcular la ganancia de capital.
Pues bien, en el proyecto de ley actualmente en el Senado se suprime el artículo 35.3 de la ley del IRPF que contemplaba la aplicación sobre el valor de adquisición de los inmuebles de una tabla que era aprobada cada año en la LPGE. De tal forma que, a partir de 2015, también las ganancias de capital debidas a la inflación van a ser consideradas como objeto de tributación en IRPF a pesar de que es difícil ver ahí una capacidad de pago.
La segunda de las medidas se adopta siguiendo la propuesta 18.b del Informe Lagares: “Debería eliminarse, por su carácter residual y por el tiempo ya transcurrido desde su puesta en vigor, el procedimiento de cómputo que se establece en la Disposición transitoria novena de la vigente Ley del IRPF para la valoración de las ganancias y pérdidas patrimoniales derivadas de elementos adquiridos con anterioridad al 31 de diciembre de 1994, sustituyéndose por las reglas generales“.
Se trata de una técnica que se introdujo hace algunos años. En vez de actualizar los valores de adquisición de los inmuebles mediante índices, existía una reducción de la ganancia de capital proporcional al número de años de tenencia del inmueble, de forma que un inmueble cuya adquisición se hubiera producido hacía 11 años, ya no tenía ganancia tributable; por eso se llamó a esa técnica, en la jerga profesional, “coeficientes de abatimiento”, porque la ganancia iba siendo abatida por el tiempo.
Cuando se derogó ese sistema y se volvió al tradicional de coeficientes de actualización para corregir la inflación, se consideró que había un cierto derecho adquirido por los contribuyentes y se introdujo una disposición transitoria (la novena) en la ley del Impuesto para consolidar tales derechos para los bienes adquiridos con anterioridad a 1995, de forma que la parte proporcional de la ganancia (determinada linealmente) obtenida hasta el 19 de enero de 2006 se calculaba con los coeficientes de abatimiento, y la parte proporcional obtenida después, con arreglo al sistema general de índices correctores de la inflación.
Fundamenta el Informe Lagares su propuesta en que “dados los 17 años transcurridos desde la citada fecha hasta hoy, afecta además a pocos bienes“. Y el proyecto de ley suprime la disposición transitoria novena, con lo que toda la ganancia de capital pasaría a tributar íntegramente, con independencia del momento de adquisición del bien.
El motivo que aduce la Comisión de expertos no deja de ser una apreciación subjetiva y desprovista de fundamento técnico. No sé si eso afecta a muchos o pocos inmuebles pero lo que sí está claro es que a los que afectaría sería a propiedades con finalidades no especulativas, precisamente las menos adecuadas para evaluar la capacidad de pago del contribuyente; es difícil pensar en que se vendan estas propiedades que han estado en manos de sus dueños durante más de 20 años si no es por cierta necesidad o por imposibilidad de mantener esas propiedades. Castigar a estos contribuyentes cuando precisamente más necesitados pueden estar no parece una medida muy correcta.
En resumidas cuentas, el Gobierno parece haberse puesto manos a la obra para ir desarrollando la “Operación Expertos”, seguir incrementando la presión impositiva utilizando como coartada una reforma técnica del sistema tributario. Aunque, en este asunto, puede haberse precipitado pues, con elecciones a la vista, no parece el momento más idóneo para subir los impuestos (o para intentar llevarse con una mano la rebaja impositiva que hace la otra).

Las tiendas marcadas. Los carteles amarillos de los establecimientos amigos de la secesión.

No es fácil entender desde muchos lugares una campaña como la de la ANC, que promueve que las tiendas que colaboran con sus fines secesionistas lo señalen con un cartel amarillo de “establecimiento amigo”. Es decir, destinada en definitiva a identificarlos ideológicamente. Para los que no somos nacionalistas el fenómeno resulta cuando menos chocante. Pero un nacionalista considera que la promoción esta identificación identitaria es algo no solo legítimo sino deseable. Merece la pena tratar de explicar esa diferencia de visión. Lo que exige resolver algunas cuestiones previas.

¿Somos todos nacionalistas?

Es muy frecuente que cuando se discute con un nacionalista éste enseguida reproche a su interlocutor el ser tan nacionalista como él, aunque de un signo contrario. Considera que el que se opone a sus ideas lo hace porque, en definitiva, no deja de ser también “de la misma condición”. Condición de nacionalista, por supuesto, a la cual en su opinión pocos pueden escapar, si es que alguno lo hace.

Para los que consideramos al nacionalismo como una patología intelectual, que impide o perturba una correcta visión de la realidad, en esa acusación hay todo un reto. Es preciso, por elemental honestidad intelectual, hacer un análisis autocrítico de nuestras propias convicciones y descartar, en su caso, que estemos cayendo en lo mismo que denunciamos. Asegurarnos de que si esa acusación está motivada por la visión reduccionista que caracteriza al nacionalismo, frente a ello nosotros somos capaces de comprender mejor la complejidad humana y social. En definitiva, el saber por qué no somos nacionalistas es la única forma de asegurarnos de que realmente no lo somos. Y este asunto de los carteles es una buena ocasión para reflexionar sobre ello. Pero antes conviene destacar algo en lo que yo, y creo que otros muchos, coincidimos con ellos: el valor de lo emocional en la identificación colectiva (nacional) de las personas.

La idea de nación

Como muy bien explica Tomas Perez Viejo aquí, las naciones no son realidades objetivas, sino esencialmente subjetivas. Pueden tener un sustrato histórico-político, pero ni siquiera eso es suficiente. Una sencilla mirada a los mapas históricos nos destaca todo lo que ha desaparecido y todo lo nuevo que ha surgido en ellos. Este autor señala con acierto la esencia de la idea de nación: es un “mito de pertenencia”. Supone un sentimiento de formar parte de un proyecto común, un vínculo “sentido” que nos une a los demás (en nuestro caso) españoles en un aspecto de nuestra identidad colectiva y que no tenemos o sentimos hacia los que no lo son. Lo que no excluye, por supuesto, que podamos sentir hacia ellos, hacia los extranjeros, toda nuestra simpatía y solidaridad.

En la base de cualquier proyecto nacional hay, por tanto, un elemento sentimental. Un vínculo que es preciso afirmar y renovar para que la nación pueda subsistir. Lo que requiere de soportes emocionales que lo hagan posible, como un relato y unos símbolos (ritos, banderas, …) compartidos. Cuando se fracasa en ello la nación no puede subsistir, como no subsistieron, por ejemplo, el Imperio Austrohúngaro o la Gran Colombia.

En la raíz de nuestros problemas territoriales, como explica Pérez Viejo, está el no haber sabido comprender la necesidad de preservar ese vínculo. Y en habernos permitido, en consecuencia, renunciar a evitar que la idea (y el sentimiento) de España se difumine. Especialmente, aunque no solo, en las regiones de hegemonía nacionalista. La confusión intelectual padecida en el bajofranquismo y la transición, con la equivocada identificación del patriotismo y sus símbolos con un régimen que había que superar, causó al respecto un daño atroz. A lo que se añadió, en gran parte como consecuencia, la ausencia en nuestras élites gobernantes de un proyecto de nación a defender y robustecer.

El resultado ha sido que, por una estrategia política presidida por intereses mezquinos y cortoplacistas, los líderes de nuestros partidos mayoritarios hayan estado dispuestos a cualquier cesión en ese campo para conseguir y mantener el poder. Y que el Estado, como sustento de la nación, prácticamente haya desaparecido en Vasconia y Cataluña. Cedida la educación, controlados los medios masivos de comunicación, incluso los privados, y con todos los resortes del poder al servicio de la sustitución del vínculo común de pertenencia por otro nuevo y excluyente del anterior, los nacionalistas han ocupado el espacio del Estado en retirada. Y han conseguido desplazar la antigua y consolidada idea de España para sustituirla en gran parte por su nuevo proyecto nacional.

Tras décadas de cultivado el nuevo mito nacional, excluyente del antiguo, ha bastado una adecuada manipulación del miedo y la frustración generados por la crisis para generar la marea secesionista en Cataluña. La desaparición del manto orgánico de la idea nacional española en nuestras erosionadas laderas periféricas, la falta de un proyecto común sentido como ilusionante, ha convertido en esa región las lluvias de la crisis en la actual inundación independentista.

Pero eso no es nacionalismo.

Parto, por tanto, de que el sentimiento de pertenencia nacional es imprescindible, al menos para la mayoría de las personas, como un elemento esencial integrante de su identidad colectiva. Y que supone un vínculo emocional que es preciso recordar, sostener y renovarlo en el tiempo. Pero ese planteamiento ¿No me está haciendo también nacionalista? ¿No es algo sospechosamente cercano a los que sostienen los proyectos nacionalistas de “construcción nacional”?

Pues creo que no. El nacionalismo añade a todo ello un plus de elementos distorsionadores de los que los no nacionalistas creo que estamos libres. Y entre ellos podemos destacar algunos:

– El sentimiento victimista. Un nacionalista tiene una idea de nación mucho más absolutizadora que la expuesta. Para él las naciones son verdaderas realidades objetivas a las que se ha de conseguir dotar de estructuras de Estado y de un territorio necesario. Y si esto no se ha logrado aún, ha sido por la culpa de un enemigo exterior dedicado históricamente a impedir estas justas aspiraciones y a intentar destruir su nación. El nacionalismo, frente al patriotismo cívico, se define frente a un enemigo exterior del que se siente víctima. Lo necesita como el aire para subsistir.

– El maniqueísmo. Es a ese enemigo al que hay que imputar las responsabilidades esenciales. Psicológicamente es muy consolador el tener un “otro” al que atribuir las culpas, sobre todo porque eso libera de asumirlas siquiera sea en parte. En tiempos pasados ese chivo expiatorio se encontraba en minorías indefensas, como los judíos, objeto de masacres y persecuciones. En el ambiente nacionalista ese nuevo chivo expiatorio indefenso al que culpabilizar (“¡que hasta roba!”) es España.

-La intensidad del sentimiento identitario. En un nacionalista el sentimiento de pertenencia a su comunidad nacional, acendrado por la solidariadad a la que mueve ese sentimiento compartido de víctima, es especialmente intenso y, como tal, excluyente. Tanto que es esa pertenencia lo que conforma de forma esencial su identidad. Como ha señalado Francisco J. Laporta , lo que define la identidad en el ideario democrático es la individualidad libre y creadora. Y en el ideal nacionalista, por contraste, es la pertenencia a un todo nacional. Las raíces en ese ámbito pesan hasta configurar la personalidad y vincularla como una mera pieza integrante de un todo superior. Por eso hablan, por ejemplo, de los deseos y anhelos del pueblo catalán. Como si tal pueblo existiera como un ente único dotado de voluntad autónoma. Como si tal entelequia existiera de verdad.

Obviamente se trata de características muy interdependientes. Y que no se dan siempre en igual proporción. No solo existen el negro y el blanco en lo identitario. También en el nacionalismo, como en la fiebre, hay grados de intensidad y, por tanto, toda una escala de grises. Pero  son tendencias generales que creo que distinguen siempre al nacionalista del que no lo es.

A partir de estos principios un nacionalista puede sentirse legitimado para clasificar y calificar a sus conciudadanos. Puede distinguir (el nacionalista español) entre buenos y malos españoles, o (el nacionalista catalán) entre buenos y malos catalanes, según sus ideas de pertenencia, su “debida” conciencia nacional y su fidelidad a esa identidad colectiva impuesta como necesaria. El vecino no nacionalista será visto como peligroso y desleal. Como un quintacolumnista y potencial entreguista al enemigo exterior. Como cómplice de éste en su perversa labor de destrucción de la verdadera patria. Y, por ello, como merecedor al menos de sanción social. Como mínimo al disidente se le puede llegar a tolerar, pero sólo a cambio de renunciar a una exhibición de sus simbolos y a cualquier intento de difundir su (ilegítimo) ideal de pertenencia.

A identificarse.

Sólamente después de esta disgresión creo que puede entenderse la campaña de señalamiento de “comercios amigos” (de la secesión) con carteles amarillos que está promoviendo la Asamblea Nacional Catalana. Señalamiento que, por supuesto, implica también el de quienes se hayan resistido a ello.

Donde reina el patriotismo cívico no puede entenderse una campaña destinada a clasificar ideológicamente a los dueños de los comercios, y a conseguir con premios o sanciones sociales una pública declaración sobre su tendencia. Sus ideas políticas forman parte de una intimidad que se ha de respetar tanto como puede respetarse la de sus ideas religiosas o la de sus tendencias sexuales. No se considera legítimo pedir un pronunciamiento público sobre las mismas.

Pero donde reina el nacionalismo identitario, lo extraordinario se convierte en ordinario. La necesidad de salvar a la patria de sus enemigos exige tocar a rebato, exaltar los sentimientos, recelar del sospechoso, clasificar. Y encuadrar a la población en orden de combate ideológico. Porque lo que está en juego es tan importante que la libertad de las personas y su intimidad no pueden ser obstáculos para el proyecto. Para ellos son meros actos de defensa frente a lo que sienten como permanente agresión española.

Así pueden entenderse tanto iniciativas como la Megaencuesta puerta a puerta como ésta de promoción de la identificación ideológica/identitaria de los comercios. Y por eso puede deducirse que la división social, y una permanente violencia latente, y a veces expresa, contra el disidente, son consecuencias inevitables de cualquier nacionalismo que consigue desplegarse en todo su temible esplendor.

¿Hay Derecho?, en Barcelona

Cualquier oportunidad es buena para visitar un vez más esa maravillosa ciudad, pero todavía hace más ilusión si lo hacemos para presentar allí nuestro libro. Como Diógenes con su lamparita, hemos recorrido España preguntando si hay Derecho (es decir, si hay Estado de Derecho en algún sitio) y la respuesta ha sido siempre descorazonadora. El próximo día 5 de noviembre nos trasladamos a la capital catalana para continuar nuestra búsqueda, y confiamos entablar con los que quieran acercarse al acto un diálogo interesante y enriquecedor.
Día: Miércoles, 5 de noviembre de 2014
Hora: 19:30 – 21:00
Lugar: ESADEFORUM. Av. Pedralbes 60-62. Barcelona
 
Pueden ver el link de la convocatoria aquí:
http://www.esadealumni.net/ea/alumni_network/functional_sectorial_clubs/description_future_events?id_evento=305107
Aquellas personas que deseen asistir pueden comunicárnoslo a través del correo del blog al objeto de obtener la correspondiente invitación (número limitado). blog@hayderecho.es

Dimisiones en la DGRN: ¿El regulador liberado?

Ya ha aparecido en la prensa la dimisión del director general de los Registros y del Notariado. La noticia podría ser la lógica consecuencia del cambio de ministro, pero quizá va más allá. Como en el propio texto de la noticia se indica, la dimisión de Joaquín Rodríguez, extensiva al subdirector, Javier Vallejo, y a los registradores que estaban en comisión de servicios como letrados de la DGRN es consecuencia de los cambios introducidos por el ministro Catalá en el anteproyecto de Ley de Registro Civil.
Del escándalo que esta cuestión suponía hemos hablado en este blog por extenso, en dos magníficos posts, uno de nuestro coeditor Rodrigo Tena y otro de un registrador mercantil, Andrés Ylla, que tuvieron la virtud no sólo de poner negro sobre blanco la tremenda opacidad de esta cuestión y lo que ello suponía para el Estado de Derecho, sino también la de ser soporte de comentarios enormemente reveladores, particularmente los de ciertos registradores partidarios de la iniciativa.
No voy a ocultar que esta cuestión del registro civil, en cuanto supone una forma de alterar el sistema de seguridad jurídica preventiva, tiene también una dimensión corporativa que afecta tanto a notarios como a registradores y que he tenido oportunidad tratar en otro blog (Transparencia Notarial). Pero aquí no querría centrarme en esta cuestión, pues el sistema puede ser perfectamente modificado –y a lo mejor hay que hacerlo- e incluso cabe que algunos de los intervinientes en el sistema resulten perjudicados, pues de lo que se trata no es de que los estos vivan bien sino de que el sistema funcione y tenga una adecuada relación precio-calidad en favor de los ciudadanos.
Tampoco  quiero tratar aquí la bondad o maldad de la decisión política de cambiar la titularidad del Registro Civil, desde el punto de vista del ciudadano, cuestión técnica que, con ser importante, es discutible. No, aquí querría centrarme en otra cosa, el aspecto de captura del regulador que ha tenido toda esta historia, de la que conviene hacer una pequeña crónica. Ya tuve oportunidad de apuntar este tema hace dos años y medio, casi al inicio de la legislatura, cuando escribí un post llamado Auge y caida de la Dirección General de los Registros y del Notariado, en el que después de hablar de otros aspectos técnicos, mencionaba la causas políticas de dicha decadencia, y entre las más recientes cabía mencionar el nombramiento de un Director General registrador de la propiedad muy significado en sus tendencias radicales (pertenece a ARBO, asociación registralista muy escorada en sus posiciones), secundado por un subdirector también de la misma tendencia, que prontamente comenzaron a arrinconar a los letrados procedentes del cuerpo de notarios y meter a numerosos registradores en comisión de servicios. No parecía demasiado presentable, existiendo un larvado conflicto entre los administrados –notarios y registradores- y siendo el presidente del gobierno registrador de la propiedad.
Pero, en fin, la vida es así y quizá no habría más remedio que aceptar ese cambio político en tanto en tanto no hubiera actuaciones concretas que pudieran considerarse rechazables. Lo malo es que, poco después, muchos de los afectados empezamos a notar un cambio radical en la DGRN a través de sus resoluciones que demostraba su escoramiento: una institución que estaba destinada a crear seguridad jurídica a través de la fijación de criterios inveterados, cuasi inmutables y enormemente respetado por todos los profesionales empieza a cambiar aquellos por otros, los que defendía cierta facción del mundo registral, casualmente entonces en el poder. Puede apreciarse en la lista de cambios elaborada por la revista El Notario del Siglo XXI que, por cierto, acogió el desmentido del propio Director. Bueno, todo es discutible, incluso si tales cosas son verdaderos cambios de criterio.
Pero, es que un año después nos encontramos con un proyecto de ley de “reforma integral de los registros” que ya se pueden ustedes imaginar por dónde iba: la creación de un Estado Registral cuya premisa fundamental era que lo que no está inscrito no existe y en la que los que ganaban eran los registradores como administradores de la nueva situación, consagrados como verdaderos “asignadores de derechos”, en la peculiar terminología del lobby en el poder. Pero fue una apuesta demasiado fuerte y cayó en desgracia, incluso entre el propio cuerpo de registradores que no veía nada claro el futuro de la iniciativa (ver aquí, aquí y aquí)
Pero, por supuesto, no se podía desaprovechar la oportunidad de estar amparado por el poder, con lo cual la maniobra subsiguiente consistió en trocear la ley e ir promulgando leyes sectoriales que consiguieran el mismo o parecido efecto: reforma del reglamento del registro mercantil e hipotecario, la ley de garantías posesorias de sobre bienes muebles, el catastro. Entre ellas estaba la absorción del Registro Civil que, como idea general, presentaba muchos menos flancos de crítica porque aparecía como una asunción gratuita y por amor al arte, sin mayor coste para el ciudadano –permítanme que me sonría- y se eliminaban los poco admisibles ribetes de registralización universal que presentaba la ley integral de reforma. Claro que sí presentaba –y de momento sigue presentando- otros aspectos muy feos relacionados con el proceso de adjudicación de la informatización de los registros civiles que hemos tratado aquí ampliamente en los posts enlazados arriba (y que beneficiaba sólo a cierta parte de los registradores, los mercantiles y a quienes resultaran adjudicatarios del contrato), aparte de no dejar de suscitar fundadas sospechas de que 1) la cosa no iba a salir gratis para el ciudadano (a través, quizá de la exigencia de certificaciones del registro civil para cualquier cosa) y 2) no iba a dejar de ser un paso más en un plan trazado muy antiguamente para registralizarlo todo (ver post en Transparencia Notarial antes enlazado)
Todo ello ha despertado, por supuesto,  importantes críticas, como no puede ser de otra manera porque, prescindiendo de normas legales, no es demasiado presentable que si el presidente del gobierno es registrador de la propiedad (y según parece conservando la plaza de Santa Pola), se acometan cambios estructurales en el sistema de seguridad jurídica preventiva que van a beneficiar claramente a la profesión de quien tiene la última palabra en el asunto, y encima de una manera opaca y a dedo en lo que se refiere a los contratos que se derivan de esa decisión.
Pero, me dirán ustedes, el hecho de que sea registrador de la propiedad el presidente no debe  impedir reformas que estén justificadas. Cierto, pero entonces debe extremarse el cuidado, la pureza formal y el consenso, con el objeto de evitar malos entendidos. Y no deben de haberse respetado mucho estos cuidados imprescindibles cuando el propio cuerpo registral se ha alzado airadamente contra las pretensiones del sector registral en el poder, produciendo un verdadero cisma interno que ha desembocado en un cisma jurídico porque la  norma legal que da pie a todo este despropósito consagra ¡una corporación pública destinada a albergar a los registradores mercantiles, que serían también civiles!
Quizá este asunto no sea de la relevancia de las enormes corrupciones con la que nos encontramos todos los días al abrir el periódico, la secesión catalana o la crisis económica. Pero si me parece que es un buen ejemplo de captura del regulador. El elemento de la regulación puede introducir un factor muy importante en la economía porque puede determinar una ventaja competitiva crucial a unos u otros. Por ello es tan importante la que exista una neta separación entre el poder y la sociedad, y tan grave la captura del regulador que se produce cuando este es absorbido por los planteamientos del regulado, sea por su proximidad, el compadreo, tráfico de influencias o a veces superioridad técnica o simple colaboración frecuente. En el presente caso hay una particularidad: la captura no es desde fuera, sino desde dentro, ocupando descaradamente, cual caballo de Troya, el lugar del regulador y poniendo a su servicio los resortes del Estado. Fíjense en esta noticia de Voz Populi en la que directamente se menciona a Enrique Rajoy. Es como si el presidente de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia fuera el señor Alierta, o el difunto Botín el del Banco de España. Ni más ni menos.
En fin, la dimisión de Gallardón como ministro de Justicia ha supuesto al final la salida del Director General y de los registradores que le acompañaban en su misión. No sabemos exactamente cuáles han sido las razones -quizá influya la cascada de escándalos y la aproximación de las elecciones- pero desde luego procede congratularse de ello y esperar que el ministro sepa cómo paralizar este desaguisado y designar un director general que restaure la cordura a un organismo que había sido un faro y referente de todo el Derecho privado. Eso sí, esperamos que el cambio de línea que marca el ministro sea una verdadera liberación del regulador y que el cambio de Director, las negociaciones con el Colegio de Registradores y la nueva plataforma informática que se mencionan en las noticias enlazadas no sean consecuencia simplemente de una lucha entre facciones de registradores y que habiendo triunfado los de la propiedad frente al montaje de Futuver, vayamos a desembocar en algo todavía peor: el mismo estado registral, pero con aranceles convenientemente modificados en un registro civil de pago.
Ojala vuelva a imperar el sentido común, como desean un gran número de notarios y registradores y otras muchas profesiones involucradas y, sobre todo, merecen los ciudadanos.

Corrupción normal y síndrome de inmunodeficiencia política

La normalidad presenta su amenaza política. Especialmente porque su faz amenazante no se percibe como tal. Quién podría temer ante lo normal: quién podría temer ante lo que acaba percibiéndose como cotidiano, habitual, extendido, previsible, lógico, esperado o inevitable. Cuando Adorno advirtió que la normalidad era “la enfermedad moral” del siglo XX, nos dejó una advertencia que conserva su vigencia en el XXI.
Las frases hechas alimentan acciones… por hacer. Esas frases hechas que subrayan la normalidad de la corrupción, alguna incidencia encerrarán en cuanto a la tolerancia que se le acaba brindando a esa corrupción. El caldo de cultivo que se gesta con palabras (a golpe de tópico y lugar común) presentará su plasmación práctica a través de los hechos. Al fin y al cabo, la primera función de los tópicos es “volvernos normales”: “acomodarnos al grupo, arroparnos con lo que se lleva (…)” (Aurelio Arteta, 2012. Tantos tontos tópicos. Ariel, 
Mi país se corrompe lo normal
Algunos estudiosos indican que la corrupción que se vive en España es equiparable a la de otros países de su entorno. Vienen a decir que si nos pusiéramos a comparar cifras, índices, variables y estadísticas, observaríamos un nivel “normal” de corrupción. A mí me cuesta comprender este tipo de afirmaciones. No estoy diciendo que quienes realizan ese diagnóstico estén justificando la corrupción. Tan sólo muestro mi perplejidad, puesto que medir la cantidad de corrupción no nos lleva al meollo del asunto.
Por una parte, porque la cantidad de corrupción detectada no nos clarifica la corrupción inadvertida. Pasa algo parecido a lo que sucede con el narcotráfico: los alijos de droga requisados no son el todo de la mercancía entrante.
Pero a su vez, convendrá subrayar que lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta cantidad de corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción; y qué respuesta institucional y electoral se le brinda a la corrupción, una vez que ésta ha aflorado).
Dicho de otra forma. Dado que lo peor no es la corrupción, sino su impunidad, la mayor alarma debiera brotar cuando constatemos (a) impunidad de partida, (b) impunidad penal y (c) impunidad en las urnas:
(a) si en un país han sido erosionados los mecanismos de control y vigilancia (los clásicos checks and balances que caracterizan a toda democracia que se precie), habrá un porcentaje alto de corrupción que ni siquiera llega a visualizarse;
(b) si en un país la corrupción acaba saliendo gratis desde el punto de vista judicial, eso denotará el correspondiente deterioro de las instituciones, eso denotará que falla la división de Poderes, eso volverá a denotar, en definitiva, el mal funcionamiento del Estado de Derecho;
(c) si en un país la corrupción es votada en las elecciones, eso evidenciará que parte de la ciudadanía ha querido hacerse cómplice de tales manejos. La culpabilidad no será la misma, pero la responsabilidad (en tanto que ciudadanos) nos alcanza a todos.
En consecuencia, cabe desmontar esa supuesta normalidad que algunos atisban. Aunque el número de casos de corrupción estuviera en parámetros “normales” (entre comillas); no puede ser normal la existencia de agujeros negros en los que la corrupción resulte inescrutable; y no puede ser normal que la corrupción resulte impune en los tribunales; y no puede ser normal que la corrupción sea votada con el bochornoso alborozo con que ha venido votándose.
Asimismo, tampoco podrá eludirse la (d) impunidad corporativa ni la (e) impunidad mediática:
(d)  si en un país, la corrupción es amparada por el partido en el que surgió (o es amparada por el sindicato, patronal, ONG, confesión religiosa, colegio profesional o entidad correspondiente en la que pudiera haber surgido), eso mostraría que no funcionaron los mecanismos de autocontrol propios. Es decir, al margen de que pudieran haber fallado los controles legales externos, también habrían fallado los controles éticos internos (códigos de autorregulación, códigos de buenas prácticas, controles de calidad…). Puede que esos mecanismos internos de supervisión funcionaran hasta una fase, pero si finalmente las señales de alarma se encubren y las responsabilidades no se depuran, la resultante es ese clima de impunidad al que estamos apuntando.
(e) si en un país, ciertos medios de comunicación respaldan la corrupción de los suyos, eso ilustra que no preocupa la corrupción: al menos no tanto como los intereses que llevan a silenciarla. Cuando aludimos a la corrupción de los suyos nos referimos a la de sus afines y comparsas: aquellos a los que el medio de turno se siente ideológicamente cercano y/o aquellos a quienes debe la correspondiente contraprestación (contraprestación por haber recibido, o estar a la espera de recibir, favores para su grupo multimedia). Si ciertos medios se muestran combativos sólo con la corrupción que afecta a los otros (a los que no son próximos o a los que no van a potenciar sus intereses), eso ejemplifica que no preocupa la corrupción, sino el negociado. El respaldo mediático a la corrupción adquirirá variadas formas: desde la minimización de la información incómoda, hasta la directa ocultación de la misma, pasando por todo tipo de tergiversaciones o irracionales explicaciones, para acabar atemperando la gravedad o acabar desembocando en abstractas e injustas generalizaciones (dado que la corrupción está en todos-todísimos… sigamos apostando por los nuestros). Ese sectarismo e interesada pleitesía, esa desinformación y seguidismo, esa renuncia de los medios a su función de contrapoder (tan indispensable para el ejercicio democrático), vuelve a retroalimentar esa impunidad que nos ocupa.
Al igual que ocurría ante los puntos “a”, “b” y “c”, los puntos “d” y “e” tampoco pueden ser  contemplados con la parsimonia de la normalidad. Por habituales y cotidianas que pudieran ser esas derivas, por supuesto que no cabe catalogarlas como normales desde el punto de vista democrático. Y demos un paso más. Esos ejes que hemos presentado como hipotéticos, en el caso español son hipótesis manifiestamente contrastadas. Esos fenómenos paranormales de la política han sucedido y suceden  en España. Desde luego que sí.
Hace unos años, Miguel Lorente publicó un libro titulado Mi marido me pega lo normal (2003. Crítica:  El título refleja ese testimonio de tantas y tantas mujeres que por desgracia habían asumido el maltrato como algo natural y comprensible. Igual que toca seguir dando la batalla para que nunca (en modo alguno y bajo ninguna circunstancia) pueda percibirse con normalidad la violencia machista; también toca seguir dando esa otra batalla referida a la corrupción.
Frente a la idea de que “mi país se corrompe lo normal” (y “la democracia se desmorona, pero sin estrépito”; y “el Estado de Derecho se derrumba, pero sin alardes”), frente a esas tristes renuncias, también cabe algo más que dejadez, pasividad e indiferencia.
 
Corrupción hard y soft
La corrupción política es más, mucho más, que meter la mano en la caja. De ahí la división entre corrupción hard y corrupción soft. La primera tiende a estar tipificada. Siempre podrán encontrarse resquicios legales en los que cierta práctica corrupta escapa al Código Penal, pero en principio, dentro de un Estado de Derecho que merezca llevar tal nombre, esa corrupción hard resultará delictiva.
Más peligrosidad puede llegar a encerrar la versión dulce y amable de la corrupción. La corrupción de baja intensidad “me preocupa más, porque se extiende insidiosamente, penetra por todos los pliegues de la vida social o privada y acabamos por no detectarla y convertirnos en colaboracionistas” (José Antonio Marina, 20-11-2012. Corrupción de baja intensidad”:
Como se desprende del apunte de Marina, la mayor peligrosidad de la corrupción soft radica en su omnipresencia, en su invisibilidad y en su perverso potencial: el efecto multiplicador para suscitar alrededor complicidad (genera colaboracionismo, aunque sólo sea porque su aparente y cotidiana normalidad logra desactivar cualquier repulsa, cualquier rechazo y cualquier atisbo de reacción y de extrañeza).
La colonización partidista de las instituciones (desvirtuando la razón de ser de tales instituciones) es un preclaro ejemplo de corrupción soft. Son dinámicas legales (se apoyan en sesgadas interpretaciones de una vaga formulación y/o se apoyan en preceptos que directamente se legislaron para posibilitar la artimaña). Dinámicas legales que se ajustan a la letra, aunque desnaturalicen todo el espíritu que conllevan las reglas del juego democrático.
Para no hacer este artículo más extenso de lo razonable, bastará realizar una esquemática enumeración: okupación partidista del Consejo General del Poder Judicial, y del Tribunal Constitucional, y del Tribunal de Cuentas, y de la CNMV, y del Banco de España, y de RTVE… Todo ello no es el botón de una excepcional y esporádica muestra. Más bien estamos ante una flagrante y planificada botonadura, donde prevalecen unas directrices comunes:

  • los perfiles profesionales son sustituidos por perfiles partidistas, en los que la cualificación técnica y profesional pierde su relevancia[i];
  • los criterios de interés general (aquellos que dan sentido a la propia institución) son relegados por decisiones de interés particular y partidario; y, en suma,
  • los organismos supervisores son maniatados o dinamitados para que la barra libre campe por sus respetos.

A día de hoy ya es obvio el exitazo de que los partidos hayan monopolizado las Cajas de Ahorro. Esa hazaña que de forma tan bochornosa han librado los PpSOeIU nos permite vislumbrar lo acontecido en otras instituciones que tampoco debieran ser monopolizadas. Conocemos ya las perversiones, los destrozos, las tarjetas black y las preferentes ignominias que han venido produciéndose en las Cajas. Pues por poner un ejemplo: que el CGPJ se lo estén repartiendo PP y PSOE (con su correspondiente vocal para IU, PNV y CiU), en términos democráticos conlleva similares perversiones, similares destrozos, similares tarjetas y similares preferentes.
 
Síndrome de inmunodeficiencia política
Cuando falla el sistema inmunitario de una persona, los agentes patógenos encuentran facilidad para cumplir su misión destructiva. También en el ámbito social, en el escenario político, puede darse esa incapacidad para hacer frente al erosionador virus. Volvamos por un momento a Marina: “Una sociedad puede también perder esa capacidad y volverse incapaz de aislar, combatir, neutralizar o expulsar los elementos dañinos”
Todos los mecanismos por los que fluye la impunidad (todas esas posibilidades que hemos tratado de esbozar a lo largo de este artículo) ayudan a darle normalidad a esa corrupción. Tanto a la corrupción hard como a esa otra corrupción soft (más nociva, si cabe), que se viste de sutiles y disimulados ropajes.
Si la corrupción acaba camuflándose bajo la apariencia de `normalidad´, nada nos volverá más `normales´… que ser apáticos o comprensivos con la misma. Y a mayor `normalidad´, mayor inmunodeficiencia para combatir la metástasis política. Y a mayor `normalidad´, mayor anomalía democrática.
 


[i] Por citar alguna evidencia a este respecto. Elvira Rodríguez dejó su escaño del PP para pasar a ser presidenta de la CNMV. Y ya antes, su presidencia de la Asamblea de Madrid o su ministerio de Medio Ambiente (en el gobierno de Aznar) quizá tampoco ayuden a reforzar ese aire de independencia, freno y contrapeso que se le supondría (o que se le debiera presuponer) a un organismo como la CNMV. Y por añadir otros dos ejemplos: la bronca en público de Fernández de la Vega (vicepresidenta del gobierno de Zapatero) a Casas (presidenta en aquel momento del Tribunal Constitucional) resulta sobradamente significativa. Como subrayable significación adquiere que Pérez de los Cobos (actual presidente del Tribunal Constitucional) fuera afiliado del PP. Es de justicia deducir que no estamos ante irrelevantes anécdotas, sino ante una innegable categoría: “Llegados a este punto, el problema ya no es que a los magistrados se les presione y no se les deje ser independientes: ahora sencillamente es que ellos mismos no tienen ningún interés en serlo. La prueba es que el presidente del Tribunal Constitucional en el año 2013 no necesita ser coaccionado en absoluto: simplemente, está tan identificado con los interés del partido que le ha nombrado que ha sido afiliado suyo. (…) si los políticos piensan, con razón, que sus designados jamás habrían llegado a tan altos cargos sin su mediación, y por tanto que les deben un gran favor, no dudarán en reclamar que se lo devuelvan. Por el contrario, nadie llama a dar instrucciones a los magistrados del Tribunal Constitucional alemán, cuyo prestigio es tremendo, y menos todavía nadie les echa broncas en público. Las diferencias en cuanto al funcionamiento institucional a la vista están” (Sansón Carrasco, 2014. ¿Hay derecho? La quiebra del Estado de derecho y de las instituciones en España. Península, pp. 54-55).

¿Oposiciones, másters? Be water, my friend

Se dice que, cuando sales de la facultad de Derecho, no tienes ni idea de Derecho. Ello, unido a que el mundo jurídico actual se ha vuelto extremadamente competitivo, alienta a muchos a completar su formación, es decir, a diferenciarse en el mercado. En ese momento, un licenciado o graduado en Derecho puede escoger entre dos únicos caminos: oposición o máster. La decisión es mucho más profunda de lo que parece, pues consiste en elegir entre nada menos que dos mundos completamente distintos: entre el pasado y el presente, entre el hielo y el agua.
La oposición es un camino muy duro y más a la antigua. Es una formación, por decirlo de alguna manera, sin tonterías. Un estudiante de Derecho que se vuelca en una oposición tiene que ser o, cuando menos, convertirse en un pedazo de hielo: frío, duro, inflexible. Debe someter todas sus emociones a su voluntad y postergar el placer inmediato a cambio de una recompensa futura.
El mundo de los másters es diferente. La idea principal de un buen máster es la que ya pregonaba Bruce Lee: “Be water, my friend”. Es decir, todo lo contrario que el opositor. Los alumnos ya no necesitan sólo conceptos, sino también habilidades, en especial la habilidad de ir adaptándose continuamente a un entorno cambiante y complejo como el actual, igual que el agua se adapta velozmente a la forma del espacio que la contiene. De lo que se trata es de aprender a usar las herramientas de que uno mismo dispone –pero que a menudo no utiliza– para enfrentarse con éxito a los desafíos del jurista moderno.
Como todo estudiante deseoso de ampliar mi formación, yo también me encontré un día en el dilema de elegir entre ambos caminos. Y ya antes de tomar mi decisión me di cuenta de que ambos tipos de aprendizaje son, desafortunadamente, incompletos. La oposición es un modo extremadamente objetivo de elegir a unos pocos entre muchísimos, pero tal vez un poco alejado de la realidad. Cuando un opositor gana su plaza, nadie duda de su vasto conocimiento, ni de su capacidad de sacrificio y, no obstante, cuesta confiar en otras cualidades muy válidas hoy en día, como la visión práctica, el pensamiento crítico, la capacidad de trabajo en equipo o la flexibilidad. Ha pasado varios años encerrado en una habitación, solo y recitando artículos de memoria, por tanto adormeciendo todo atisbo de creatividad.
Los posgraduados, por su parte, flaquean en aquello que precisamente hace fuerte al opositor: los conocimientos. Porque no hay que engañarse: un máster es un curso de especialización para alguien que, irónicamente, todavía no domina lo básico. Uno sale más preparado y seguro de sí mismo, pero, más que un dominio exhaustivo de la materia, lo que se saca de ahí son conceptos básicos, método y capacidad de trabajo y buenas amistades. Se aprende a pensar y a trabajar, pero no se convierte uno en un especialista en nada. Lo digo con humildad y conocimiento de causa; al final, decidí estudiar un máster en una escuela de negocios de Madrid y ahora sé que, para ser experto en algo, con suerte habré de esperar todavía unos cuantos lustros de experiencia profesional. Conscientes de ello, y para abrillantar nuestros perfiles, las escuelas de posgrado se esfuerzan por instruir a los alumnos en todo tipo de habilidades, en concreto aquéllas que la complejidad del mundo y de la situación laboral del país hoy les exigen.
Ese afán de mejora surge, en realidad, de una diferencia fundamental entre el opositor y el posgraduado. Antes de aprobar los distintos exámenes, el opositor está plagado de incertidumbre, pues sus posibilidades de aprobar son muy pocas. Cuando gana la oposición, en cambio, lo que tiene es certeza: certeza de que tendrá un trabajo toda su vida, de que será bueno en lo que haga y de que, en definitiva, gran parte de la batalla ya está vencida. Y eso porque el opositor tiene la legitimidad del rito de paso, esa prueba iniciática teñida del dramatismo de jugárselo todo a una sola carta, en igualdad de condiciones a los demás, con la consecuencia de que sólo los mejores consiguen aprobar.
Sucede lo opuesto con el posgraduado. En la formación de posgrado entran otros valores en juego que no hay que menospreciar, como, por ejemplo, el alto coste económico de esa misma formación, que indirectamente supone que el esfuerzo realizado no se traduce de una manera tan dramática en un esquema triunfo-fracaso. Normalmente, en un máster, al contrario que en la oposición, uno tiene la certeza de que lo va a aprobar, quizás porque las entidades privadas no pueden permitirse suspender a todos los que lo merecen (pues, de hecho, eso les perjudicaría a ellas mismas) y/o quizás porque las diferencias entre los buenos y los malos estudiantes no son tan patentes como en las oposiciones. Y, al revés, cuando acabe el máster, lo que único que le deparará la vida es una terrible incertidumbre. Se enfrentará a un mercado competitivo, globalizado y cambiante, que se mueve por modas, intereses y a veces por injusticias. Eso sin mencionar la crisis laboral del país…
Así, poco a poco, de la misma forma que el opositor, ante la incertidumbre, colma su vida de certeza por medio del estudio diario, acercándose lentamente a su preciada recompensa, el posgraduado va invirtiendo cada vez más tiempo en nuevos modos de otorgar certeza a su vida. Hace contactos (o, como se le llama ahora, networking); se prepara para entrevistas de trabajo; se entrena en el trabajo en equipo y en el liderazgo; aprende a hacer magníficas presentaciones con PowerPoint, a hablar en público, a expresarse como un abogado; etc. Pero todas esas habilidades o, como las llaman los anglosajones, soft skills, no hay que olvidarlo, son complementos de las hard skills (para nosotros, los conocimientos objetivos), y, como tales, deben servir a estas últimas. ¿Para qué aprender a hablar en público si no se tiene nada que decir? ¿Para qué trabajar en grupo si no se tienen ideas ni conocimientos que aportar? Pues resulta que ahora está ocurriendo lo inesperado: que cada vez se otorga más valor al complemento, en detrimento de aquello a lo que éste debe complementar. La propia RAE define complemento como aquella “cosa, cualidad o circunstancia que se añade a otra para hacerla íntegra o perfecta”. Es decir, que se precisan de las dos o, de lo contrario, no se alcanza esa “perfección” deseada.
Como de costumbre, la virtud parece estar en el punto medio, y en ambos extremos se pueden correr riesgos. El opositor tal vez corra el riesgo de quedar obsoleto; un poco a modo de caricatura, se lo podrían imaginar postrado en una mecedora, fumando de una pipa y envuelto en una discusión sin fin sobre la teoría de la causalidad de Savigny. El posgraduado, en el otro extremo, se arriesga a invertir demasiado tiempo en sus habilidades y muy poco en sus conocimientos, para así acabar convirtiéndose en un ser vacío, en un experto vendedor de humo.
Decía al principio que, si el opositor representa el hielo, el posgraduado representa el agua, pero no es verdad. Poco a poco, el posgraduado  corre el riesgo de convertirse en ese humo que él mismo vende; en un currículum repleto de títulos que se evaporan con el calor de su propia aura. Y, así, el jurista, tras pasar de sólido a líquido, ahora quiere evaporarse. Y eso no debe ser.
En fin, que más calor al gélido opositor y más frío al joven y ardiente posgraduado. Ni hielo ni gas: Be water, my friend.

Congreso Internacional: “Hacia un sistema financiero de nuevo cuño: reformas pendientes y andantes”.

 
Los días 27  y 28 de octubre de 2014, tendrá lugar en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense el Congreso Internacional  “Hacia un Sistema Financiero de nuevo cuño: reformas andantes y pendientes”.
Bajo de Dirección de Dª Carmen Alonso Ledesma, Catedrática de Derecho Mercantil de la UCM y en el marco del Proyecto de investigación DER2011-28265 del Plan Nacional de I+D+I del Ministerio de Economía y Competitividad, el Congreso, cuenta con la participación de prestigiosos académicos y profesionales del mercado bancario, del mercado de valores y del sector asegurador, que ofrecen su visión acerca de las reformas emprendidas así como las que están por venir en relación con el sector.
El intenso proceso de cambios que se está viviendo dentro del sector financiero, así como las reformas que aún están pendientes de realizar, aconsejaban llevar a acabo un profundo análisis de todas ellas que pusiera de manifiesto las luces y las sombras de estas actuaciones. A ello se dirige el encuentro en el que participan algunos colaboradores de este blog.
 
 
 
 

Los problemas de los nuevos partidos (II): el caso de UPyD

En la primera entrega de esta serie analizamos algunos problemas derivados del carácter abierto y participativo de los nuevos partidos. En éste de ahora voy a examinarlos con más detalle sobre el banco de pruebas de un partido en funcionamiento: UPyD.
Precisamente, los problemas que han terminado por provocar la salida del partido de Francisco Sosa Wagner tienen su origen en algunas de las cuestiones que analizamos en el post anterior. Concretamente, en las dificultades de armonizar la lógica autonomía política de determinados candidatos elegidos en procesos de primarias abiertos y democráticos, con las también lógicas responsabilidades de dirección y coordinación de las cúpulas de los partidos. En fin, cosas que no pasan en los partidos tradicionales. Estas dificultades se aprecian especialmente cuando uno desciende a los detalles.
A nadie se le escapa que el caso Sosa Wagner  se inicia antes del verano con la votación de Juncker como Presidente de la Comisión Europea. Sin duda se trataba de una decisión muy relevante desde el punto de vista político, con importantes lecturas tanto para el consumo nacional como europeo. ¿A quién le corresponde entonces tomar esa decisión? ¿Al candidato elegido en primarias por los afiliados para ejercitar ese cargo institucional, o al Consejo de Dirección?
El problema concreto se planteó desde el momento en que existía una discrepancia política en este punto: el Consejo de Dirección (CD) proponía la abstención mientras que Sosa se inclinaba por el voto afirmativo. No viene al caso examinar los argumentos en liza, puesto que todos son respetables. La cuestión interesante es analizar cómo resuelve el partido estas divergencias. Pues bien, en el caso de UPyD los estatutos del partido dicen que sin perjuicio de la autonomía de los cargos institucionales, el CD se reserva ciertas decisiones fundamentales. Así, el art. 30.2 b) le atribuye la competencia de “Definir la estrategia general del partido y sus pronunciamientos políticos y establecer las líneas maestras de la acción política de los representantes y grupos institucionales, garantizando su actuación coordinada, reservándose la decisión última sobre la posición política y el sentido del voto en aquellas votaciones consideradas estratégicas con relación al Programa del partido y los programas marco aprobados.”
¿Es esto razonable? A favor cabría alegar que no sería lógico que a la hora de la investidura de Rajoy, por ejemplo, todos o algunos de los diputados elegidos en las listas del partido alegasen que van a votar a favor porque es bueno para España. Una actuación semejante desmontaría toda la estrategia política diseñada por el partido y parece natural que el CD tenga la última palabra al respecto. Además, si no hay algún tipo de control, se pueden plantear otras cuestiones no menos problemáticas, derivadas de la manera en que se eligen las candidaturas por medio de primarias (arts. 55 y ss.). Y es que en las primarias no se vota a una lista, sino únicamente al primero de ella. Es decir, se vota al candidato a alcalde, a Presidente de Comunidad, a Presidente del Gobierno y al primero de la lista al Parlamento europeo, pero no a toda la lista de posibles concejales o diputados, lo que haría el proceso mucho más complicado para el candidato –si tuviera que presentarlos antes- o peligroso –si pudiera elegirlos después sin control alguno-. Esa lista la elige el otro órgano democrático competente (el CD, el consejo territorial o el consejo local, según los casos) oído, eso sí, el candidato vencedor. Con lo cual, en la lista vencedora hay realmente una doble legitimidad, que llega por distintos lados. En la legislatura pasada Sosa estaba solo en Europa, pero ahora hay cuatro parlamentarios en Bruselas. ¿Podría entonces el cabeza de lista elegido en primarias imponer el sentido del voto a los demás parlamentarios de la lista seleccionada por el CD? ¿O cada uno vota como quiere?
Ahora bien, reconociendo en línea de principio el peso de estos argumentos, previamente habría que solucionar ciertos problemas conexos igualmente difíciles. Así, ¿qué se entiende por votación estratégica? ¿Ésta lo era? Y, sobre todo, ¿quién decide qué es estratégico y cómo lo decide? ¿Sólo una de las “partes” en “conflicto”?
Continuemos con el caso práctico, porque a medida que avanzamos la complejidad aumenta. El CD, en base al artículo citado, adopta su decisión y se la comunica a Sosa que, en contra de esa directriz expresa, vota a favor de Juncker (al igual que otro europarlamentario, mientras que el resto de los integrantes del grupo se abstienen). Ya con esto apreciamos otra singularidad de estos partidos nuevos, y es que sus cargos se atreven a desobedecer abiertamente a la dirección, algo impensable en los partidos viejos, como el PSOE se ocupó de demostrar de manera contundente en esa misma votación.
Pues bien, en los casos como este, en los que se ejercita el voto en un sentido contrario al indicado, ¿qué ocurre? ¿Cómo pueden resolver los partidos nuevos estas crisis? ¿Acaso no debe existir ningún tipo de “sanción” al cargo elegido en primarias que en estas votaciones desobedece la indicación referida? El que no la haya recorta el poder de la cúpula y “abre” el partido, sin duda alguna, pero por otra parte no podemos desconocer que si no hubiera ningún tipo de sanción el incentivo del cargo para hacer de su capa un sayo e independizarse completamente de cualquier control sería enorme.
¿Qué disponen los estatutos de UPyD al respecto? Conforme a ellos, la única sanción posible hubiera sido declarar la pérdida de la condición de afiliado del desobediente (art. 9.1.g). Nada más y nada menos. Es decir, el CD hubiera podido declarar la pérdida de la condición de afiliado de Sosa Wagner, éste hubiera podido recurrir a la Comisión de Garantías (con el argumento de que no se trataba de una votación de especial relevancia o estratégica), y ésta última hubiera decidido en última instancia (sin perjuicio del ulterior recurso judicial, por supuesto).
No cabe duda de que, al menos desde un punto de vista político, aplicar semejante procedimiento resulta desproporcionado. Pero lo que está claro es que el CD no dispone jurídicamente de más medios de reacción en estos casos que el indicado, al margen de instar un expediente disciplinario de difícil encaje y que tampoco parece políticamente adecuado. La cuestión disciplinaria es también muy interesante porque los estatutos no contienen otras sanciones para las faltas graves o muy graves (art. 13) que la expulsión, la inhabilitación para ejercer cargos y la suspensión de militancia, con lo que ello implica. Lo normal, entonces, es que en supuestos como estos no se acuda a estas vías y no se haga nada. Pero el inconveniente es que esa falta de reacción facilita que las tensiones de las que hablábamos en el post anterior no se resuelvan satisfactoriamente. Como cada parte considera que debe mantener la tensión y/o no ceder un ápice para no crear un precedente perverso desde su punto de vista, la crisis larvada tiende a mantenerse, con efectos siempre potencialmente peligrosos.
Efectivamente, en este caso la situación de tensión no se resolvió satisfactoriamente y, como los fuegos en boscajes propicios, pasó del ámbito interno al externo con el artículo de Sosa en El Mundo. Pese a que el tema principal del artículo era la cuestión de un posible pacto con Ciudadanos, no cabe desconocer que la mención a que “UPyD debería liberarse de las prácticas autoritarias que anidan en su seno”, encuentra su probable explicación en el desencuentro anterior.
Nadie puede discutir que el que el asunto saliese del ámbito interno no ayudó nada a mejorar las cosas. Menos aún que el artículo incorporase acusaciones dañinas para la imagen del partido. Pero tampoco lo hicieron las reacciones excesivamente viscerales que se desataron como respuesta, y que traspasaron la línea de lo deseable en una confrontación política hasta llegar a la ofensa personal. En cualquier caso, me parece necesario insistir en que el núcleo del conflicto interno no era la cuestión del pacto con Ciudadanos (aspecto muy debatido en el partido), sino la enorme tensión derivada de una lucha de legitimidades que no llegó a resolverse satisfactoriamente y que a medida que pasaba el tiempo se fue enquistando.
Una vez que nos encontramos con un escenario en el que esa crisis ha aflorado violentamente al exterior (cosa, por cierto, nunca vista en un partido “viejo”), ¿con qué recursos cuenta un partido nuevo para solucionarla? De nuevo apreciamos las dificultades que presenta un régimen disciplinario excesivamente riguroso -y que por ello resulta políticamente poco adecuado- sin perjuicio, además de que estos procedimientos conllevan de manera inevitable un tiempo excesivo. La cuestión tenía que resolverse de otra manera.
Cuando la tensión salta al ámbito público, la portavoz del partido, Rosa Díez,  convocó al Consejo Político con la finalidad de reconducir la situación. El art. 32, 1 de los estatutos lo define como el órgano encargado de la deliberación política y del control de los órganos del partido, incluidos los cargos públicos. Si los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, la decisión parece completamente lógica. Es verdad que ciertas personas abogaron por un Congreso extraordinario, pero tal petición no tenía mucho sentido. Si a cada problema político que se plantea en un partido la reacción es convocar un Congreso, con lo que ello supone, el partido no saldría de una permanente situación de crisis, que es lo que se supone que se pretende evitar.
Ahora bien, siendo esto cierto, es discutible hasta qué punto la configuración de un órgano como el Consejo político, integrado por 150 miembros, puede ayudar a solucionar estos problemas.  Es verdad que en este concreto caso se solucionó de manera muy efectiva el asunto del pacto con Ciudadanos, aprobando la hoja de ruta presentada por la dirección, pero para tratar de solventar los “conflictos de legitimidades”, como el planteado por Sosa, su propio diseño y su sistema de funcionamiento es inadecuado. Por un lado, tiende a llegar demasiado tarde al asunto, cuando el problema político ya no es la relevancia estratégica de una determinada decisión y quién tiene la competencia para adoptarla, sino el conflicto ya enconado, por lo que no resulta fácil elaborar una propuesta para someterla a votación ni, en su caso, cabe apreciar su utilidad. Por otra parte, la intervención pública de todos aquellos que desean tomar la palabra, da lugar a que la natural irritación con lo acontecido de muchos de ellos –en ocasiones no adecuadamente contenida- más que ayudar a apaciguar las cosas las agrave, como efectivamente ocurrió, al desviar la atención hacia argumentos ad hominem y no hacia el fondo real del problema.
Por todo ello la tensión no solo no se resolvió, sino que se incrementó. La falta de colaboración del europarlamentario a las peticiones directas del partido, según el CD, y la necesaria autonomía derivada de la propia legitimidad, defendida por Sosa, convertía la coordinación entre Madrid y el grupo europeo en un asunto complejo y difícil. ¿Con qué recursos jurídicos cuenta el partido en estos casos? ¿Podía el CD sustituirle como portavoz y coordinador del grupo? ¿Es lógico atribuir esta competencia al CD?
Son dos cuestiones distintas. En cuanto a sus facultades para ello, el CD entendió que se encontraba amparado por el art. 10,2 del Código de Buenas Prácticas, aprobado ese mismo día por el Consejo Político en ejecución del mandato contenido en los art. 58 de los estatutos, y también en base al art. 30.2.b antes citado y especialmente al art. 51 -que prevé que la portavocía pueda no corresponder al cabeza de lista- en coordinación con el art. 30.1.z. Hay opiniones jurídicas discrepantes, pero al objeto de este post es mucho más interesante la otra cuestión: si es conveniente hacerlo desde un punto de vista político.
En realidad, la respuesta se deduce de todo lo expuesto en estos dos post que hemos dedicado al tema. Los nuevos partidos deben cambiar su sistema de actuación en estos casos para evitar llegar a ese punto y tener que adoptar estas decisiones. Porque el verdadero problema no está en su fundamento jurídico u organizativo, sino en su coste mediático. La sustitución como portavoz de una persona elegida en primarias, máxime de tanto prestigio como Sosa, produce al partido un daño innegable.
Termino. Lo que he pretendido defender aquí es que estas crisis de los nuevos partidos no son síntomas de anticipada decrepitud, sino todo lo contrario, de vitalidad. Son crisis de crecimiento derivadas de apostar por fórmulas nuevas, verdaderamente abiertas y democráticas. Y como ocurre con los adolescentes a los que de improviso la ropa les queda pequeña, los procedimientos estatutarios al uso no son los adecuados para solucionar eficazmente estos problemas.
En definitiva, los nuevos partidos necesitan mecanismos ad hoc de resolución de este tipo de conflictos, cuyo número tenderá a crecer a medida de que las primarias sean cada vez más abiertas y la representación institucional aumente. Se necesitan mecanismos de mediación con intervención de personas no afectadas directamente por la controversia, procedimientos más flexibles, y un régimen de sanciones mucho más ajustado a las circunstancias. Estas reformas pueden ayudar al imprescindible cambio de “cultura” que necesitamos, a romper de una vez con el síndrome de UCD, que tanto daño ha hecho a la política española. Pero en cualquier caso debe admitirse con naturalidad -tanto dentro como fuera de los nuevos partidos- que los conflictos políticos son normales y que obedecen a la dinámica lógica de los partidos abiertos y democráticos. Apreciar su normalidad es ya el primer paso para resolverlos.

Platón y el derecho a decidir

¿Quién debe votar para decidir si Cataluña ha de seguir siendo parte de España? ¿Quién ostenta el tan manido “derecho a decidir”? ¿El conjunto del electorado español o sólo el catalán? ¿Qué es lo democrático? Los defensores de ambas posturas lo tienen muy claro. Cada uno piensa que lo suyo es, como dicen los ingleses, self-evident y no requiere mayor justificación. De esta forma, parapetados ambos contendientes tras sus respectivas concepciones sobre la “naturaleza de las cosas”, la discusión se estanca y hasta deviene anodina.
Para salir de este impasse, no está de más lanzar un mensaje de socorro a la ciencia. Al fin y al cabo, estamos ante una discrepancia conceptual: se discute sobre cuál es el significado de “nación”, “nación soberana”, con derecho de “auto-determinación”. Para unos sólo abarca la que históricamente y con arreglo al Derecho positivo lo es; se admite sólo la excepción, consagrada en el Derecho internacional, de las colonias. Para otros, la nación sería una realidad natural que pugna por salir a la luz, incluso de las entrañas de los Estados centenarios. Pues bien, hay una disciplina (la gnoseología) que se dedica precisamente a esto: enseña a conocer, a delinear los conceptos con los que se apresa la realidad.  Veamos si nos puede ayudar.
Uno de los precursores de estos estudios fue Platón. Cabe disentir de su sistema, pero los grandes autores siempre nos proporcionan unas referencias que orientan e inspiran. Para el ateniense, los Conceptos (las Ideas) existen en un mundo supra-celeste, con independencia de las cosas del mundo sensible, que sólo son una burda imitación, un pálido reflejo de aquéllas. Y cuando el alma alcanza el conocimiento verdadero, el de las Ideas, se limita recordar lo que siempre ha sabido. Esto podría satisfacer a nuestros tirios y troyanos: los dos dirían que su Nación es la dama que legítimamente ocupa un escaño en el Olimpo de las Ideas, una especie de Volkgeist que desde allí nos sonríe y guiña un ojo, tocada con barretina o sombrero cordobés… Sin embargo, lo revelador del pensamiento platónico no es tanto lo anterior, el colofón,  como el camino que conduce a él. Platón no desdeña el mundo material. El alma recuerda las Ideas a base de estudiar sus copias terrenales y pasarlas por el filtro de la razón. Y en este proceso ha de actuar inspirada por la Idea cúspide, el Bien, que es como un sol que todo lo ilumina.
Esto ya es otra cosa, ya tenemos material para avanzar. El concepto de Nación, como cualquier otro, pivota sobre un medio y unos fines y un eje de racionalidad que los une. En nuestro caso, los datos de partida  son las consabidas afinidades entre las personas (raza, lengua, cultura, ideales…). El fin es establecer una organización política que funcione. Entre uno y otro polo viaja la razón, con idas y venidas. Es verdad que ciertos mimbres (afinidades) parecen reclamar determinados cestos (uniones o desuniones). Pero también lo es que si se modifican los objetivos, cambia como por ensalmo el círculo de sujetos afines, agrupables bajo una bandera.
Tradicionalmente, justo es reconocerlo, los fines considerados han sido egoístas. Uno se divide o agrupa en clanes, tribus y naciones para competir por los bienes escasos y salir mejor parado en esta lucha. Esto no es per se malo. Me trae a la memoria cuando discutíamos en España sobre la constitucionalidad de las cámaras de comercio o los colegios profesionales. Al final, como apuntó nuestro TC, la libertad de asociación es un trasunto del principio de legalidad impositiva, del no taxation  without representation. Cuestiones de imagen aparte, lo que nos preocupa en gran medida es cuánto dinero nos piden nuestros representantes y para  qué nos lo piden y eso es lo que queremos controlar manipulando el electorado que los elige.
Ahora bien, como es sabido, la mente racional puede en cierta medida ir más allá de su condicionante genético. También en política, como pedía aquí. Cuanto más generoso es el objetivo con el que se construyen, más fácil parece aunar naciones. Si todos tuviéramos un corazón tan grande y una mente tan ancha como la del escritor y europeísta Stefan Zweig, hasta ese adefesio que es la unión europea sería fácil de embellecer…  Mas tampoco diré que la nobleza obligue al unionismo: a veces lo grande será ceder ante ciertas fuerzas centrífugas, si las abonan razones plausibles.
¿Solución científica, por tanto? Lo científico es reconocer que a priori no la hay, aunque se pueda cocinar, combinando las dosis adecuadas de egoísmo y altruismo.  Estamos en definitiva ante una actividad creativa: el maestro Platón definió bien el método para cubrir el escaño de la Nación; sólo sucede que, en función de la calidad de nuestro trabajo, el asiento cambia de ocupante; los conceptos son una propuesta estética, que tiene vocación (sólo vocación) de enamorar a todos y durante el máximo tiempo posible…
Comprendo, empero, que las cosas a veces no se pueden o no se quieren ver así. Hay quien se ofusca y quien se quiere ofuscar. En ese territorio agreste entre el medio y el fin, en  el que se teje la red del pensamiento (sophia), algunos encuentran una maraña y otros la crean. No en vano ése es el origen etimológico de las palabras “sofisticado” y “sofista”.
En otro post comentaba lo que sucede con el concepto de tiempo: el objetivo de la ciencia es predecir si una flecha llegará “a tiempo” para matar al malvado, verbigracia; para ello, utiliza un medio, atender a la oscilación de la tierra o de un átomo. Entre medias anida el sofisticado andamiaje de las matemáticas de la relatividad especial y general. Y en esa selva, va uno, se hace un lío y dice que puede viajar en el tiempo a matar a su abuelo. Hombre, no… Lo mismo en nuestro caso: queríamos pensar cómo organizarnos para ser felices y para ello nos fijamos en las afinidades o diferencias que nos unen o separan. Y entre medias pasa un padre con su hijo, ondeando la bandera contraria, y va otro y le tira una piedra. Tampoco es eso…
Los políticos, por su parte, a menudo prefieren auto-ofuscarse. Les resulta cómodo, como decía, encastillarse tras las frases hechas (“Constitución”, “auto-determinación”), pensando que de esa forma defienden mejor sus respectivos intereses, sin meterse en berenjenales.  Ahora bien, que no se crean sus propios sofismas y se queden parados. Deben moverse, dentro de los mecanismos constitucionales, para alcanzar pactos. Sin desobediencia civil, no porque no se “pueda” sino porque, dadas las circunstancias, sería innecesario y hasta descortés. Pero hay que moverse, hay que consensuar soluciones y hacerlo con miras amplias, con al menos un ojo puesto en el Bien platónico. Si el resultado se llama de una u otra manera, me preocupa menos, siempre que en el régimen resultante se respeten los derechos de todos (incluidos los lingüísticos…). Eso sí, no perdamos el norte y no hagamos bobadas: nuestra economía, que no sufra, pues ya anda bastante maltrecha;  y las ligas y las selecciones deportivas conjuntas no me las toquen, que nos divertimos con ellas…

Los problemas de los nuevos partidos (I): Democracia interna y participacion ciudadana

En esta serie de dos posts querríamos hacer unas consideraciones sobre la dificultad que está suponiendo para los nuevos partidos políticos españoles la “novedad” de la democracia interna y de la apertura a la participación ciudadana. Hay dos ejemplos recientes que creemos que merecen una reflexión: el caso de la dimisión de Francisco Sosa Wagner como europarlamentario después de haber sido elegido como cabeza de lista de la candidatura a las elecciones al Parlamento Europeo por los afiliados de UPYD en unas primarias abiertas a los afiliados, y los obvios problemas con los que está tropezando Pablo Iglesias, líder de Podemos, al intentar convertir un movimiento de tipo asambleario en un partido político mínimamente funcional.
Vaya por delante que no pretendemos equiparar en absoluto dos partidos cuyos idearios y propuestas no pueden estar más en las antípodas, en la medida en que el primero, UPYD, es abiertamente un partido reformista e institucionalista y el segundo –aunque ciertamente vaya moderando su discurso a medida que se acercan las elecciones- un partido rupturista y “antisistema”. Lo que queremos resaltar es que estos dos partidos han innovado en materia de democracia interna y participación de los afiliados, y que por esta razón están sufriendo tensiones internas que no son fáciles de resolver.  Lo más gracioso es que los más interesados en ponerlos de manifiestos son precisamente los “viejos partidos” que, obviamente, no los sufren.
En ambos casos nos parece que se ha producido una importante novedad en el panorama político español, derivada de la introducción de auténticas primarias para seleccionar candidatos, en el primer caso, y de auténticos cauces de participación política para elaborar propuestas políticas, en el segundo. De lo que se trata, entonces, es de estudiar los inevitables problemas que la introducción de estos mecanismos -poco rodados en España- traen consigo. En este primer post haremos un planteamiento general y, en el segundo, Rodrigo Tena se centrará en el análisis concreto del caso de UPyD, que pensamos que constituye un laboratorio muy interesante a la hora de estudiar la repercusión práctica de estas medidas.
En cualquier caso, queremos adelantar que prescindiremos de aquellos aspectos relacionados con la gestión concreta de las tensiones suscitadas o de aquellas cuestiones que tienen más que ver con las circunstancias personales de los protagonistas. Digamos que partiremos del dato de que en el seno de cualquier partido existirán siempre una serie de personalidades con legítimas aspiraciones políticas y que los enfrentamientos, los desencuentros, las simpatías o las antipatías, los recelos y malentendidos estarán a la orden del día, dado que no estamos ante un colectivo de monjes que solo aspiran a alcanzar la vida eterna. Máxime en estos nuevos partidos, que suelen reunir a personas con mucha vocación política y fuerte personalidad, que han asumido riesgos importantes y que, tras sacrificar la comodidad que implica siempre ver las cosas desde la barrera, se vuelcan lógicamente en la defensa de sus puntos de vista.
No obstante, pensamos que esta realidad potencialmente conflictiva también hay que estudiarla desde un punto de vista teórico, porque si estos partidos aspiran a sobrevivir en nuestra complicada jungla política deben ser capaces de establecer instrumentos que ayuden a resolver estas  tensiones.  No hacerlo adecuadamente puede producir decepción a muchos de sus simpatizantes y votantes llevándoles a pensar  que en el fondo estos partidos funcionan igual que los viejos.  Esto es precisamente lo que quieren estos últimos, claro está. Y la impresión sería errónea porque estas tensiones son síntomas que solo sufren los  nuevos partidos cuando pretenden ser más abiertos y democráticos que los viejos.
¿Y cómo funcionan los viejos partidos? Pues básicamente sin fisuras, o dicho de otra forma, sin ningún tipo de democracia interna, candidaturas alternativas o/y debates de ideas (o de lo que sea). En el PP está claro -sobre todo para sus afiliados y cargos- que quien manda Rajoy y nadie más que él, porque aunque pueda delegar mucho o poco en otras personas (“favoritos”) lo cierto es que todo el poder emana del líder. A lo que más se parece el PP es a  la corte de Luis XIV, con Rajoy en lugar del Rey Sol, ya que bien podría decir “Le parti c´est moi”.  El PSOE es un caso un poco más complejo porque se ha dado cuenta recientemente de que la democracia interna –y esta es la gran novedad- empieza a ser valorada por la ciudadanía, y que por lo tanto algo hay que hacer al respecto. Pero se lo cree solo a medias, especialmente “el aparato”. De ahí las diferencias entre las primarias que han ido celebrando (el primer elemento de democracia interna que se introduce porque es el más evidente). Unas veces parecen casi verdad, otras parecen de mentirijillas y otras no se sabe. En todo caso, las recientes experiencias dejan claro que el celebrar primarias abiertas, libres, sin avales y sin apoyos más o menos explícitos del aparato, con debates de ideas y de propuestas y sin oferta de cargos a cambio de los apoyos, no forma parte precisamente de la cultura del PSOE, por lo menos hasta hace dos minutos.
Las razones de la falta de democracia interna de los partidos son un poco largas de explicar y aquí carecemos de espacio para hacerlo. Pero, para ser sinceros, tampoco la ciudadanía española se la había exigido nunca a sus partidos. Más bien lo contrario, premiaba el monolitismo y castigaba la “falta de unidad” (léase el debate y la disidencia).  Pero ahora las cosas están cambiando y muy rápido. Por consiguiente, tanto un partido regeneracionista como un partido rupturista que quieren “empoderar” a la ciudadanía tienen que articular mecanismos que permitan aumentar la democracia interna (que por supuesto no se reduce a las primarias) y canalizar la participación política de, al menos, sus afiliados y simpatizantes. Y esto no es tarea fácil, a veces porque falta la cultura, costumbre, experiencia o tradición necesaria, en otras porque resulta complicado articularlo  bien cuando descendemos a la letra pequeña, y otras veces simplemente porque se puede poner en riesgo la propia funcionalidad o incluso la existencia del partido. Hasta qué punto las tres cuestiones están relacionadas o interconectadas tampoco es fácil de deslindar, aunque vamos a intentarlo.
Como señala Politikon en su interesantísima obra “la Urna rota”, introducir en un partido un sistema de primarias puede ser una buena idea, pero ciertamente no es una varita mágica que transforma el funcionamiento interno y la cultura del partido y lo cambia todo de arriba abajo. Tiene incluso contraindicaciones. Es más, introducir unas primarias abiertas en un partido político sin introducir las necesarias adaptaciones (por otra parte nada fáciles de diseñar) está en el origen de muchas tensiones. El investido como candidato en unas primarias tiene una indudable legitimidad democrática, pero convive con otra legitimidad democrática -la que ostenta “el aparato”, que también está elegido por los afiliados- originada con unos procedimientos y una finalidad muy distinta.
Recordemos que las primarias, al menos las que han celebrado algunos nuevos partidos hasta el momento, son un procedimiento muy abierto. No se requieren avales para presentarse y tampoco ningún requisito adicional para ser candidato. La experiencia ha demostrado que las candidaturas alternativas alcanzan un número significativo de votos, lo que quiere decir que son elecciones razonablemente abiertas. Bastante más, por cierto, que en las extrañas elecciones primarias “de uno” que hemos podido contemplar a lo largo de estos últimos años y de las que hemos escrito alguna vez, o que otras elecciones donde el número de avales puede ser decisivo, o donde el apoyo indisimulado de quien manda en el partido o los apoyos conseguidos a cambio de cargos son lo determinante. En conclusión, el candidato elegido en primarias en estos partidos nuevos tiene una razonable legitimidad “de origen”, pues ha tenido que explicar unas ideas, un programa, demostrar unas determinadas capacidades para defender esas ideas y ha sido elegido precisamente por eso.
Esto supone que, al menos desde un punto de vista teórico y general, pueda razonablemente considerarse investido de una cierta libertad de maniobra frente a las directrices de la cúpula del partido. Claro está que no estamos hablando de que los candidatos presenten proyectos electorales distintos al del partido, pero pensar que se elige entre meros “ejecutores” de las instrucciones de la cúpula directiva sería muy reduccionista y sobre todo poco adecuado a la realidad y a las expectativas del propio candidato.  De un candidato que  se ha “batido el cobre” en las primarias cabe esperar iniciativa, propuestas y probablemente una cierta conciencia de que representa a los afiliados que le han elegido, afiliados que incluso pueden constituir un movimiento o un colectivo dentro del partido con opiniones distintas a las del equipo directivo.
Así las cosas, lograr el necesario equilibrio cuando surgen discrepancias no es fácil. Está claro que no es posible un “ordeno y mando” de la directiva frente al candidato elegido en primarias. De hecho, esa imposibilidad, que demuestra el carácter abierto, democrático y “autolimitado” de estos partidos, es lo que viene a evitar la denostada “ley de hierro de la oligarquía” de las cúpulas, en palabras de Michels. Pero, claro, esta situación no puede llevar a que se desconozcan las instrucciones de la Dirección o que se produzca una descoordinación que pueda perjudicar el proyecto político. No se trata solo de tener “mano izquierda” (que por supuesto nunca está de más) sino también de abordar cambios normativos y estatutarios que establezcan cauces razonables para abordar diferencias en el seno del partido.
Y, lo que es más importante, se necesitan también cambios de “cultura”. Sencillamente porque es muy difícil resolver estos problemas con normas “claras y distintas”. Como sabemos los juristas, las normas hay que interpretarlas. Es necesario, en consecuencia, establecer estatutariamente mecanismos flexibles que ayuden a resolver estos conflictos cuando se producen, sin aspirar a resolverlos con una rígida delimitación de competencias, que en la práctica siempre será insatisfactoria y que, por eso mismo, pueda arrojar una impresión contraria al carácter abierto que busca todo el proceso, con efectos negativos en la esfera interna y externa. Los procesos de mediación, que tanto predicamento tienen en la actualidad, pueden tener también dentro de los nuevos partidos un importante papel que jugar.
Para concluir, nos parece también muy importante dar cauce a una creciente demanda de participación política. El que hoy se aproxima a un partido tradicional –y quizá en parte a uno nuevo- no suele buscar participación política, sino un cargo o una carrera en la política. Pero cada vez hay más personas que simplemente quieren dar su opinión, especialmente en los partidos nuevos,  y que valoran que se les escuche sin necesidad de aspirar a nada más. Nos parece que el ejemplo más evidente en este caso sea el de Podemos y sus Círculos. Aquí el problema es cómo articular estos deseos legítimos de participación política sin que el partido se convierta en algo inmanejable y más en víspera de unas importantes elecciones. Porque más allá de la ideología y de la estrategia, un partido político tiene que estar en condiciones de ganar elecciones y puede que estarlo no sea compatible con estar liderado por un triunvirato (ya se sabe como acabaron los romanos) y con la presentación de centenares o miles de propuestas incompatibles o contradictorias entre sí.  Pero también es verdad que una vez generadas unas determinadas expectativas de participación y de movilización puede ser muy complicado “dar marcha atrás” trasmitiendo la imagen de que en realidad solo unos pocos mandan y diseñan el programa.
Como pueden ver, son problemas nuevos de partidos nuevos. Los problemas de los viejos son de otro tipo.