Plazos máximos para la instrucción penal. ¿Agilización procesal o aborto investigativo?

Echinus partus differt. Erasmo de Rotterdam (Adagia, 2, 4, 82)

(Tomado del libro “El Derecho en las paremias grecolatinas y españolas”, de Rafael Martínez Segura)

 

Quizás sea la lentitud la acusación más grave que recae sobre la Justicia española. La opinión pública no ve mayoritariamente a sus jueces como corruptos o venales, pero sí les reprocha su incapacidad para poner término a las causas penales (sobre durante la fase de instrucción) en un plazo razonable. El Gobierno, tomando buena nota de estas críticas, ha emprendido una reforma legislativa que, si se lleva a buen fin, supondrá un drástico cambio de nuestra praxis forense.

El Consejo de Ministros aprobó el 13 de marzo de 2015 el proyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para “la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales”. En espera de un código de nueva planta, el prelegislador remodela algunas instituciones esenciales de nuestra arquitectura criminal. Una de ellas, el artículo 324 de la norma rituaria.

Desconocemos cuál será la redacción última del texto legal, pues hasta la promulgación todavía falta un trecho. Pero, por ahora, el proyecto ha recogido buena parte de las sugerencias plasmadas en el informe que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) aprobó el doce de enero de este año. Sin embargo, y en lo atinente al artículo citado, ha hecho caso omiso al dictamen que el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) público el trece de ese mismo mes.

En las siguientes líneas se estudiará el espíritu de la norma, sin entrar en detalles legales. Con todo, recordemos que el nuevo artículo establece, como regla general, un tope máximo de seis meses para la conclusión de las denominadas “instrucciones “sencillas”; para las “complejas”, en cambio, lo extiende hasta los dieciocho, ampliables en dos prórrogas sucesivas de igual duración máxima. Son estas últimas las causas de mayor dificultad investigativa, tales como las relativas al crimen organizado, pluralidad de reos o terrorismo, entre otras previsiones. Tras el informe del CGPJ, los presupuestos de las prórrogas y la misma conceptuación de la “complejidad” han sido muy flexibilizados. En la mayoría de los casos suponen una neta mejora técnica. Pero, como se decía, el interés no está en los aspectos concretos de la normativa, sino en su sentido y finalidad últimos. A este respecto, reproduzcamos un párrafo del citado estudio de CGAE:

“La modificación prevista del artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece unos plazos preclusivos para la práctica de las diligencias de instrucción. Tratándose de actuaciones que en muchos casos dependen de la mayor o menor disposición de diligencias de terceros, o en los casos de especial complejidad en los que por organizaciones criminales que disponen de recursos suficientes se implementan las barreras o artificios que dificultan sobremanera la investigación, el resultado de la aplicación del artículo será la impunidad y supondrá por tanto la convalidación del crimen organizado (…)”.

Llegados a este punto, preguntémonos, ¿cuál es la razón de la lentitud de nuestra justicia?

La Exposición de Motivos no responde a tal interrogante. Aun así, la doctrina baraja como razones, entre otras, la falta de medios materiales; o bien la deficiente estructura de los procedimientos. Empero, hay otra inquietud que no suele mencionarse en voz alta, pero que integra el argumentario de determinados sectores políticos e incluso académicos, a saber: la mentalidad de nuestros jueces que, lastrados por una inercia inquisitorial, se empecinarían en investigaciones exhaustivas, olvidando que la litis ha de ser resuelta en juicio oral.

Y, en efecto, leyendo entre líneas, parecen detectarse algunas huellas de este temor en el proyecto. Así, las prórrogas se acuerdan a instancias del Ministerio Público, no ex officio por el juez. Ni siquiera (desoyendo en este punto las sugerencias del CGPJ) se les otorga a las demás partes el derecho a solicitarla de su señoría. Además, se cuida el texto de advertir que la expiración del plazo máximo no supone el inmediato archivo de la causa. ¿Cuáles serían, pues, las consecuencias de la violación de dicho término? En ausencia de previsión legal, es de prever que el ejercicio de acciones disciplinarias contra el magistrado investigador aparezca como una opción más que plausible. Máxime cuando la disposición transitoria dota de carácter retroactivo al establecimiento de este límite temporal. Si la norma entra en vigor, un terremoto sacudirá nuestros tribunales, ya que habrá que apresurarse a dar salida a la acumulación de expedientes ahora en trámite según reglas que no estaban en vigor cuando se incoaron.

Tal vez haya que mudar el paradigma y, de una vez por todas, hacerles ver a nuestros jueces instructores que el eje del proceso gira en torno al plenario, no al sumario. Pero, incluso asumiendo este punto de vista, como muy acertadamente observa nuestra curia letrada, hay investigaciones muy difíciles (delitos económicos, tráfico de drogas y, no menos, corrupción de la clase política). Nada asegura que vayan a estar listas para el final de la última prórroga. El sistema de plazos, por definición, es rígido, arduo de acomodar a la fluida inestabilidad de nuestras sociedades post-modernas. Nadie sabe antemano cuánto durará una instrucción. Cualquier límite temporal, a la postre, constituye poco más que un ingenuo acto de adivinación. Las indagaciones criminales no han de ser largas ni cortas, sino ajustadas al caso concreto. Mas no se confía en la racionalidad de nuestros magistrados para marcar el ritmo procesal con justeza. Ergo, se les impone una línea roja con inquebrantable prohibición de traspasarla.

La clave no radica los plazos, sino en la transparencia procesal. El artículo 324 de nuestra sabia ley decimonónica acotaba el sumario en un mes. El prelegislador considera semejante lapso temporal “exigió e inoperante”. Pero su concreta duración es lo de menos. Lo importante eran los mecanismos de control. Hemos olvidado que se imponía al órgano jurisdiccional la obligación de remitir un informe semanal a la Audiencia Provincial para dar cuenta del curso de las actuaciones; y que los señores fiscales tenían (y tienen) encomendada la misión de velar por la correcta tramitación de la causa, por lo que los magistrados debían transmitirles cuantas noticias les pidieren “sobre el estado y el adelanto de los sumarios”. Lástima que tan sensatas cautelas se convirtieran en papel mojado.

Pese a las apariencias, la solución a este problema es “sencilla”, nada “compleja”. Se halla en el texto original del artículo 324 de la ley de Alonso Martínez, cuando atribuía a los Presidentes de las Audiencias Provinciales la facultad de acordar “lo que consideren oportuno para la más pronta terminación del sumario” (sic). Bastaría con retocar este precepto y dotar dichos órganos colegiados de atribuciones suficientes para imponer a cualquier juez instructor la conclusión de sus investigaciones (insístase, “imponer” no “recomendar”, “exhortar” o cualquier otro verbo de blanda semántica coercitiva) y de este modo obligar a los magistrados ineficientes a zanjar sus interminables pesquisas. Es más, profundizando en esta línea, habría que pensar en la instauración una cámara judicial para la vigilancia de la instrucción, al estilo francés, distinta del tribunal de apelación.

Pero no van por ahí los tiros. Se tienen a desjudicializar la investigación criminal y a hacerla gravitar en la órbita del Ministerio Público. Eso sí, pasando por alto que tan responsables de los retrasos son los señores fiscales como los magistrados, pues sobre aquellos pesa un deber de supervisión susceptible de generar acciones disciplinarias contra los titulares de los órganos jurisdiccionales. Casi un siglo y medio llevamos esperando que, entre unos y otros, se decidan a aplicar las normas actualmente vigentes.

La idea de la lentitud de la Justicia es un tópico. No es crítica de ahora, sino que se remonta a la Antigüedad, cuando se la comparaba con un erizo en cinta que, por miedo a los dolores del parto, pospone soltar a su cría, pese a que ésta le va perforando con sus crecientes púas las entrañas. Peor el remedio que la enfermedad del cobarde animalillo. Dejemos a un lado los lugares comunes pues, tal como informaba el diario Expansión en un artículo fechado el siete de noviembre de 2014, España cuenta con una de las administraciones de Justicia más baratas y rápidas de Europa, midiéndose con la de los países nórdicos. Obviamente, no hay motivos para la autocomplacencia, ya que la demora es a menudo escandalosa. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta, que se aprovechen los males estructurales para de rondón colar agendas ocultas, politizado abortivo de nuestra justicia penal.

Lo más grave no es la mayor o menor celeridad de los pleitos, son la lesión que implican para los derechos de los justiciables los intolerables retrasos con su efecto estigmatizador. Al fin y al cabo, una violación de los derechos constitucionales, o más llanamente, de los “derechos humanos”. Don Alfonso, el Rey sabio, ya era consciente de esta amenaza contra los naturales derechos del reo. Y para conjurarla se atrevió con un remedio radical, que acaso ningún tribunal jamás tuvo agallas de aplicar:

Otrosí mandamos que ningún pleito criminal non puede durar más de dos años, si en este medio no pudiere saber la verdad, tenemos por bien que sea sacado de la cárcel en que esté preso y dado por quito” (7, 29,7).

O sea, un plazo de caducidad para la investigación judicial tras el cual, si no se ha sabido o querido llevar al sospechoso a juicio, concluya la causa con un sobreseimiento libre (dar por “quito”, como acquital, en inglés). Menuda paradoja, un monarca medieval más progresista que la actual cohorte de nuestros políticos-togados  que parecen más atentos a la conveniencia de sus padrinos que a la excelencia procesal. Y es que hay mucho político corrupto que salvar.

 

La Justicia restaurativa, las víctimas y la humanización del Derecho penal

El proceso penal está huérfano de la “verdad”. El acusado suele esconderla, aunque la víctima la necesita para cerrar las heridas emocionales y vitales generadas por el delito. El juez la busca, como puede, dentro del garantista Estado de derecho. Y, en pocas ocasiones se obtiene. Al final, el sistema penal genera un intenso sufrimiento a quienes entran en él, y poco repara. Desde mi punto de vista existe otra posibilidad de intervenir digna de ser considerada para garantizar los derechos y necesidades de víctimas e infractores. No se trata de demoler la administración de Justicia, que tan necesaria es para la salvaguarda de derechos e intereses de todos los ciudadanos y de la convivencia, pero sí de complementarla y humanizarla.

Se trata de incorporar un instrumento a través del cual los seres humanos solucionamos nuestros conflictos: el dialogo. Cuando hay delitos, el Estado se erige como representante del interés público y de la víctima; sustrae el conflicto a la víctima y al infractor. En principio es razonable para evitar la venganza privada y las consecuencias demoledores que ello puede tener. Pero es necesario devolver a las personas enfrentadas la palabra, a través de un proceso que se sitúa dentro del proceso penal y con todas las garantías jurídicas. De este modo cabe preguntarse si sería útil para la víctima que, transcurrido un tiempo desde que sufrió el delito y después de hacer un trabajo específico con un profesional de la mediación, pudiera encontrase en el juzgado con el acusado para narrarle su historia de sufrimiento, preguntarle acerca de las motivaciones que subyacen en su conducta; para que escuche las consecuencias que ha tenido el comportamiento delictivo y que asuma su responsabilidad; para preguntar todos los detalles que necesite saber, así como obtener una petición de disculpas; para ser y sentirse reparada en el daño sufrido no sólo material, sino también emocionalmente; para que los miedos se desvanezcan y la confianza reaparezca.

Ante esta pregunta, la primera contestación es un no, casi rotundo. Pero si se deja pasar un tiempo es posible que se caiga en la cuenta de que es una opción a plantearse. Ésta es la experiencia de mucha gente que ha participado en programas de mediación víctima-infractor, no sólo en infracciones penales de escasa o media gravedad (ver memorias del Gobierno Vasco o de Cataluña, o las del CGPJ), sino en delitos gravísimos (asesinatos vinculados al terrorismo; en este sentido ver el libro “Los Ojos del otro” (Editorial Salterrae). Evidentemente este escenario que estamos planteando no es sencillo. No es para todas las personas, bien sean acusados o víctimas. No todas pueden o quieren participar. Se necesita un buen equilibrio psicológico y libre voluntad para participar.

En un trabajo que nos encargó el Consejo general del Poder Judicial sobre los tres primeros años de la experiencia de mediación penal analizamos 365 casos. Preguntábamos a las víctimas qué emociones tenían antes de la mediación y cuales después. Cambiaron radicalmente. Llegaban con miedo, dolor, pena, enfado, rabia, indefensión, agobio, ansiedad, impotencia, frustración. Después de varias sesiones de trabajo y del encuentro con el agresor, el universo emocional cambió: tranquilidad, serenidad, paz, confianza, comprensión, esperanza, seguridad, alegría.

Por otra parte, los acusados solo pueden participar si están en condiciones psicológicas y morales de enfrentarse a la verdad y a su responsabilidad. Si son capaces de escuchar la experiencia traumática de la víctima, de contestar todo lo que ésta necesite saber, de pedir perdón y de reparar el daño provocado y, claro, de asumir, además, la pena, atenuada por esta forma de proceder, que le va a imponer el Juez. Esto, sin duda, no es nada fácil que ocurra. Pero la experiencia nos demuestra que es posible. Que hay muchas personas que han cometido delitos y que aceptan voluntariamente participar.

Puedo asegurar que en los procesos de mediación, como el descrito, las víctimas han salido realmente liberadas del odio y reconfortadas emocionalmente, además de ser reparadas. Esta es nuestra experiencia en los siete años que llevamos haciendo mediación penal. La Justicia Restaurativa, que así se denomina el marco en el que se encuadra la mediación penal, al reconocer a la víctima, devolverle el protagonismo que merece y velar por la cobertura de sus necesidades, presenta un enorme potencial sanante para restañar sus heridas. Permite así ampliar las funciones preventivas y retributivas asignadas al sistema penal mediante la inclusión de la reparación del daño en todas sus modalidades (patrimonial, simbólica, emocional).

Estos procesos permiten estimular el diálogo para que los infractores puedan ponerse en el lugar de la víctima y así puedan aprender a cultivar actitudes empáticas para que la responsabilidad personal pueda aparecer. Ésta es casi imposible que aparezca durante el cumplimiento de la condena en la cárcel. Allí sólo aparece la culpa, autodestructiva; no la responsabilidad que tiene un matiz de crecimiento personal bien diferente. Y no es posible porque la percepción del penado respecto del sufrimiento del castigo que está recibiendo es en ocasiones tan intensa que le impide ponerse en lugar de su víctima. De ser agresor pasa a sentirse víctima del Estado. El castigo carcelario no sólo consiste en la pérdida de libertad ambulatoria, sino en el deterioro de relaciones afectivas, la ausencia de intimidad personal y la imposibilidad de desarrollar el proyecto vital. Son estas claves, junto a la necesidad de adaptación al violento entorno penitenciario, las que provocan la imposibilidad de asumir la responsabilidad por los hechos cometidos. Pero, en cambio, la culpa sí aparece. El sistema penitenciario no tiene cauces para la elaboración personal de esta emoción. Algunos se quitan la vida- cada año se suicidan en torno a 50 personas en las cárceles-, otros sobreviven con ella como pueden y, la mayoría, la esconden bajo comportamientos violentos para poder sobrevivir emocionalmente. Sin duda, entre la responsabilidad y la culpa hay un matiz importante. Mientras que la primera permite asumir el control de la vida y con ello, es posible la prevención de nuevas conductas delictivas, la segunda, no permite ninguna transformación personal positiva.

A pesar de todo lo dicho, la Justicia Restaurativa no supone una enmienda a la totalidad del sistema punitivo, ni reclama su abolicionismo. Se trata no de negar el grave conflicto que genera un delito para las personas y para la sociedad. Tampoco de tirar por la borda el complejo edificio de garantías que hemos ido edificando sobre la base del Estado social y democrático de Derecho. Se trata más bien de repensar y de reorientar. De sustituir la frecuente mecánica «suma cero» (uno gana, pero necesariamente a costa de que otro pierda) por un dinamismo en que todos salgamos ganando.

Nuestra pretensión siempre ha sido la misma: humanizar el sistema penal y dignificar a quienes lo padecen (víctimas e infractores; también, a veces sin ironía, los propios operadores jurídicos). Tiene razón GANDHI cuando señala que si aplicamos el «ojo por ojo el mundo acabará ciego».

Rosa Díez, que estás en el centro

Ahora que muchos te criticamos más que nunca por enrocarte tras las elecciones andaluzas, es justo mirar hacia atrás y elogiar lo que has aportado a la política española: la consolidación de una tercera vía (me gusta la acuñación “socialdemocracia liberal” de Daniel Innerarity) a escala nacional que ha resultado esencial para que los ciudadanos exijan a sus representantes una conducta irreprochable en defensa del interés colectivo.

Aunque estuviera de acuerdo en su día con bastantes de tus críticas, seguirá sin gustarme que utilizaras tu puesto de cabeza de lista en el PSOE en el Parlamento Europeo como altavoz para un nuevo proyecto que acabó cristalizando en UPyD. Pero ahora, casi una década después, despreciar todo el legado de tu partido por ese supuesto “pecado original” sería caer en la dialéctica del trazo grueso (“o conmigo o contra mí”) que tanto empobrece la política española.

La política no debe ser como el fútbol donde uno es de su equipo a muerte y, aunque reconozca el talento en otros, desea que ganen siempre los suyos. Los partidos políticos tienen una carga simbólica por los valores y los logros que históricamente hayan defendido (en tiempos no tan lejanos, hasta con la vida de algunos de sus militantes), pero deben siempre considerarse como medios al servicio del cambio social y nunca como fines en sí mismos. Y hay que reconocerte, Rosa Díez, que has predicado en muchas ocasiones con el ejemplo, dando prioridad a la defensa insobornable de un ideario antes que al mero interés electoralista.

Pero los partidos tampoco deben ser estancos ni inmutables como las religiones, porque nadie debe tener la pretensión de poder formular la perfecta síntesis del pluralismo que se construye desde la libertad de cada individuo. La unanimidad es una utopía que inspira, pero no debe contaminarse de la menor tentación totalitaria. Lo que cuenta es preservar la capacidad de adoptar compromisos y de pactar transparentemente ante los ciudadanos, para que las elecciones sirvan eficazmente para exigir cuentas y optar entre una oferta política diferenciada (que no atomizada).

La política debería inspirarse más del mercado de la innovación (aunque algunos les moleste hasta que se “ensucie” la noble política usando un símil empresarial), donde pequeños emprendedores desarrollan patentes que venden a empresas más grandes que serán capaces de explotarlas, o incluso de start-ups cuyo personal se integra en organizaciones más amplias. Por eso, creo compatible militar en el PSOE –al considerar que es una gran maquinaria que puesta a punto podría ser la más útil para transformar España en un sentido progresista– y admirar que Ciudadanos, UPyD o Equo están más avanzados en su democracia interna

Como militante del PSOE, me gustaría que mi partido tomara ciertas ideas y métodos, e incluso “fichara” gente de otros partidos progresistas, y no me rasgaría las vestiduras si algún compañero cambiara de partido si así se sintiera más útil para luchar por lo que cree. Como militante del PSOE, me alegro cuando otras formaciones proponen ideas útiles y realistas, debaten con honestidad intelectual y evitan el “y tú más”. Como militante del PSOE, me felicito cuando otros eligen a candidatos que suben el listón de la capacidad y de la honradez, y, en particular, celebraría que el PP remontara en su valoración ciudadana porque se hubiera decidido a no volver a encabezar su cartel en las generales con el jefe de Bárcenas, porque un presidente del Gobierno con esta mancha es un verdadero descrédito para España.

Como militante del PSOE, me preocupa que Podemos dé la espalda a todos estos principios de la razón democrática: desacreditando a todos los cargos públicos acusándolos de estar igual de corrompidos (mientras tapan las trampas de sus dirigentes), en lugar de reflexionar responsablemente sobre la regeneración que nuestro país necesita que pasa por cambiar muchas cosas pero también por respetar otras muchas que funcionan. Su populismo pretende suplantar la pluralidad por la voz única del “pueblo” cuya voluntad descifran en las redes sociales unos sacerdotes cooptados.

Por eso, me apena que quienes hasta ahora han sido el primer contrapeso al empobrecimiento de nuestra democracia, caigan ahora en reprochar a los andaluces lo mal que han votado y en exagerar diferencias con el partido al que más se parecen. De haber sumado UPyD sus siglas a las de Ciudadanos, habrían logrado un 45% más de escaños en el Parlamento andaluz, imprescindibles para contrarrestar a Podemos. En las generales, donde el gran número de circunscripciones pequeñas genera un reparto de escaños aún menos proporcional, podrían desperdiciarse muchos más votos centristas de uno u otro partido.

“Rosa Díez, que estás en el centro”. No he militado ni votado a UPyD, pero me he sentido cercano a muchas de vuestras posiciones, que en buena medida coinciden también con las de Ciudadanos, y he luchado dentro del PSOE porque las incorporáramos. No soy nadie para pedir que te marches, probablemente sería un injusta pérdida que te retiraras del tablero político español, pero sí espero que no acabes siendo “Rosa Díez, que estás en el medio” de que una tercera vía logre por fin afianzarse ante los votantes españoles.

Tú di que la culpa es del profesional (y a ver qué pasa)

En una entrada aquí publicada a finales del pasado mes de diciembre, que fue muy ampliamente comentada, me preguntaba a mí mismo y a los amables lectores del blog, a raíz de una anécdota que viví relacionada con una conocida marca de cápsulas de café, si los españoles tenemos en nuestro comportamiento cívico y social un cierto déficit ético. Pues bien, una serie de sucesos repetidos en los últimos tiempos en mi despacho profesional me han llevado a replantearme y corroborar buena parte de los argumentos y de la tesis entonces sustentada. Paso sin más dilación a contárselos.

Todos somos conscientes de los problemas que han existido en los últimos años con la Banca española, y de las dificultades económicas por las que hemos atravesado la mayoría de las familias de este país. Vaya, en primer lugar y sin reparo alguno, mi comprensión, solidaridad y absoluto apoyo personal y profesional hacia quienes han tenido problemas económicos debidos a la crisis y, especialmente, hacia quienes han sufrido los abusos de algunas entidades financieras que todos hemos podido conocer, y que ya han sido en este blog abundante y certeramente comentados. Pero esa situación de abuso, por criticable y extendida que haya podido ser, no debe permitir, ni para los particulares ni para ciertos aparentemente poco escrupulosos  asesores legales, el “vale todo” con tal de liberarse de una enojosa o inoportuna deuda, por mucho que ésta pueda estar asfixiando alguna economía familiar. Lo digo porque en el último año  se me ha repetido dos veces en el despacho, con unos meses de diferencia, un fenómeno similar: recibo la llamada de quien me dice ser un abogado (varón la primera vez, mujer la segunda) quienes me anuncian que han sido contratados por un solo cliente (mujer de cierta edad en ambos casos) que les ha contado que alguien ha firmado en mi oficina notarial, a la que ninguna de las dos clientas “habían acudido nunca ni siquiera sabían dónde estaba”, un préstamo hipotecario en su nombre, en un caso hace unos cuatro años y en otro casi seis, se supone que suplantando su identidad y falsificando su firma. En el segundo caso, incluso añadiendo la letrada que la supuesta escritura de hipoteca se había firmado ante mí en el mes de agosto del año 2009, lo cual era manifiestamente imposible porque agosto era un mes “inhábil a efectos notariales” (sic).

Yo, lógicamente alarmado, reacciono igual en ambos casos, superada mi perplejidad (aunque tengo que confesarles que más en el primer caso que en el segundo, que ya me pilló algo más curado de espantos): comunico a ambos letrados que tengo que consultar mi protocolo y la documentación que guardo en mi notaría, y que a la mayor brevedad les daré cumplida información de lo que encuentre al respecto. Y ¿qué encuentro? Pues, en ambos casos, una situación parecida: una escritura firmada por la presunta “ausente”(que era una sola prestataria en ambos casos) y por los apoderados de la respectiva entidad de crédito, una oferta vinculante de cada préstamo protocolizada con la escritura y también firmada por cada prestataria, sus respectivos Documentos Nacionales de Identidad, cuyas firmas eran casi idénticas en ambos casos a las que aparecían estampadas en las dos escrituras matrices, ambos escaneados y conservados en los archivos de la notaría (como manda la Ley) y, -oh sorpresa- que a la segunda prestataria “ausente” le habíamos cancelado el mismo día de su “presunto préstamo” -se supone que en un acto de máxima generosidad notarial-  y con un cheque bancario procedente del banco prestamista, una hipoteca anterior que tenía contratada otra entidad de crédito.

Ante tal apariencia de veracidad y acumulación de información, en ambos casos telefoneé a los letrados anunciantes de una supuesta denuncia contra mí. Tras explicarles exhaustivamente toda la documentación que conservamos en la oficina notarial y ofrecerles el testimonio adicional de los apoderados de las respectivas entidades bancarias y de los oficiales de mi despacho que habían preparado las escrituras, pasé a preguntarles cómo era posible que sus respectivas clientas llevaran en ambos casos pagando durante más de cuatro años en un caso y casi seis años en el otro unos préstamos hipotecarios que, presuntamente, nunca habían solicitado ni firmado y justo ahora caían de repente en la cuenta de una eventual suplantación, que cómo se explicaban que en mi oficina estuvieran escaneados los DNI de sus respectivas clientas si “nunca la habían pisado” como ellas decían y, en el segundo caso, además, que por qué caritativa razón iba yo a pagar y a cancelar una hipoteca anterior de una señora a la que no tenía el gusto de conocer, y que, además, no cayó tampoco en la cuenta de que repentinamente se le había dejado de cobrar por su banco. Y en ambos casos, con pequeñas variaciones de “estilo”, la reacción de los dos letrados fue similar. Bajo una actitud respetuosa en las formas, en ambos casos aparentaron cierta sorpresa –yo creo que más o menos impostada- con mi batería de respuestas, aventuraron una cierta disculpa del tipo “ya sabe usted, cosas de los clientes” y acabaron ambos su explicación con parecida y enigmática frase: “… lo cierto es que todo lo que usted me cuenta, señor notario, tiene apariencia de ser real, y probablemente lo sea, pero, en cualquier caso, tal como están en España las cosas de los bancos y la protección de los consumidores en los últimos tiempos…. ¿a su despacho no le convendría tener un escándalo público, verdad?”…. Y la segunda de ellos añadió la coletilla final de que “en el caso de que mi clienta hubiera firmado algo en su despacho, fue engañada y no se le explicó nada de lo que firmó”.

Imaginen ustedes en ambos casos mi reacción. Le anuncié a ambos letrados una inmediata querella contra sus respectivas clientas, les abochorné el hecho de que, mintiendo para liberarse de una deuda, estaban imputando uno o varios delitos a un funcionario público, cosa que me parecía muy grave y, además, profundamente inmoral y contrario a cualquier ética profesional, y les dije que, de seguir con sus intenciones, ya nos veríamos en el Juzgado sin ningún problema. Por ahora no he vuelto a tener noticias ni de ellos ni de sus “desmemoriadas” clientas, pero ahí está descrita la funesta estrategia para librarse de una seguramente molesta deuda bancaria. Desconozco si las mentirosas en ambos casos eran las clientas o habían sido “alentadas” para mentir, pero contra la crisis y los problemas económicos de la gente no debe “valer todo” aprovechando la actual hipersensibilidad social, y también de los Tribunales de Justicia, frente a todos los contratos de origen bancario. Esto que me ha sucedido a mí sería probablemente impensable en otros países, pero en España sucede, y no de forma aislada. Acabo esta entrada como terminé mi anterior post relacionado con este tema y al principio mencionado. Está muy bien que todos deseemos, especialmente en año electoral, un cambio a mejor en España y en nuestros políticos. Pero antes tenemos que empezar por cambiar bastantes cosas nosotros.

 

HD Joven: La bajada del IVA cultural ¿realidad o manipulación?

El pasado 9 de marzo se creó un gran revuelo cuando el diario ABC publicaba que el Presidente del Gobierno Mariano Rajoy había tomado la decisión de bajar el Impuesto sobre el Valor Añadido que grava los espectáculos y “al mundo de la cultura en general” del actual tipo impositivo del 21% a un 10% (aquí). Rápidamente empezaron las conjeturas y las declaraciones, pero lo cierto y verdad es que no hay nada firme al respecto según el propio Ejecutivo. A través de otros medios de comunicación se ha desmentido dicha reducción del tipo impositivo del IVA cultural, afirmando también que no obstante “es intención del Gobierno rebajar los costes fiscales de la actividad aunque a día de hoy no sea algo posible” (aquí).

En este sentido, la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA) opina que la economía española cuenta con un sistema impositivo tremendamente ineficiente y que no es capaz de recaudar suficientes recursos para financiar el Estado, teniendo un déficit estructural que ronda el 3%. En lo referente a IVA, propone un tipo único de IVA acompañándolo de medidas incentivadoras.

Recordemos que el IVA es un impuesto de naturaleza indirecta que grava el consumo. Se encuentran sujetas al impuesto con ciertas especialidades, que no analizaremos aquí, las entregas de bienes y las prestaciones de servicios realizados en el ámbito espacial del impuesto (en Canarias se aplica el Impuesto General Indirecto Canario y no el IVA). Es decir, es un impuesto que resulta muy gravoso para distintos sectores de la sociedad española, que parece quedan olvidados en el debate ya que no obtienen tanta difusión ni pueden ejercer la misma presión. Por ejemplo, para las profesiones liberales y más concretamente la abogacía su actividad se encuadra en “prestación de servicios” (operaciones de asistencia y asesoría jurídica) el tipo aplicable actual es también de un 21%, que se dice pronto, y sin embargo al respecto no hay generado debate alguno. ¿No es este sector sin embargo de vital importancia para el país? ¿No se encuentra también verdaderamente agobiado y perjudicado por lo elevado del tipo impositivo? ¿No es un sector del que viven muchos ciudadanos y que afecta directamente a más ciudadanos en distintas facetas de sus vidas? No es que no haya que rebajar el IVA cultural, no seré yo quien se oponga a una bajada de impuestos por muy parcial e interesada que esta sea, pero ¿Por qué solo está en la mesa bajar el tipo impositivo del IVA al sector de la cultura?

El denominado como sector de la “cultura” en este país viene ejerciendo en los últimos años unas presiones y reivindicaciones que para muchos resultan cuando menos improcedentes y fuera de tono. Se ha asociado la caída de las ventas a la subida del IVA (evidentemente sí que ha influido) pero no se ha hecho una merecida autocrítica de la calidad de los productos o de la influencia de la propia crisis que ha afectado a las ventas de todos los sectores. Se ha impuesto la idea de que el sector de la cultura sufría la imposición de un IVA “de lujo”, cuando en realidad se le impuso el IVA general. Es un sector que tiene fuerza y peso políticos, derivados sobre todo de la facilidad para comunicar y presionar a la ciudadanía que tiene, de ahí declaraciones como las del líder de la oposición. Pedro Sánchez, en la XXIX edición de la Gala de los Goya, que afirmó que si el PSOE ganaba las elecciones lo primero que haría sería reducir el IVA para la cultura del actual 21% al 5%.

Es cierto que es fundamental para la sociedad apoyar y promocionar la cultura, siendo una forma de hacerlo el que se le aplique un tipo impositivo de IVA más bajo para estimular su consumo. Pero cabe también preguntarse ¿es por ejemplo cualquier película un producto cultural? ¿Qué criterio seguimos para discriminar qué obras son culturales y merecen apoyo? En la actualidad, además, hay un importante debate generado sobre la calidad de muchas de las producciones culturales que se realizan en nuestro país y si en realidad muchas de estas obras pueden ser consideradas o no como culturales.

A día de hoy no sabemos qué es cierto y qué no sobre el tema, pero desde luego si se produce esta bajada de forma tan sesgada se hará únicamente con la finalidad de congraciarse con un sector con el que corre prisa amistarse para obtener un respiro en la campaña electoral. Lo que por otro lado resulta comprensible dada la habitual virulencia del “sector de la cultura” contra el actual Gobierno (no ha venido siendo así para con anteriores gobiernos sin embargo). Dadas las promesas electorales que en su día se hicieron en materia tributaria y que en el año 2012 fueron incumplidas de plano con la subida de impuestos que se hizo para luchar contra el exagerado déficit público y evitar la salida del euro y la bancarrota, el que sólo se redujera el tipo impositivo del IVA para el sector de la cultura resultaría inadmisible. Desde ese mismo mes de julio de hace casi tres años, las distintas industrias de entretenimiento afectadas se han estructurado a modo de lobby para reclamar un retorno a la situación anterior. Para ello, han empleado todos los resortes y altavoces mediáticos que tienen a su disposición, generando la sensación de que constituye una auténtica emergencia nacional la reducción de su IVA: es decir, del IVA que afecta directamente a sus márgenes de beneficios.

Si se quiere aumentar el consumo y reactivar el crecimiento económico es imprescindible reducir la presión fiscal, pero a todos los niveles. Hacerlo sólo en favor de determinados sectores por obtener un rédito electoral en la situación política y social en la que nos encontramos, no es aceptable ni soluciona problema alguno. Recordemos que en el año 2013 los hogares españoles destinaron alrededor de un 2% de todos sus gastos a bienes y servicios ligados con la cultura. Es evidente que resulta más apremiante la reducción del IVA sobre otros productos, especialmente si ésta no se va a producir de forma general que sería lo idóneo.

La modificación express de la prescripción del Código Civil en el Proyecto de Ley de Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil

El régimen jurídico de la prescripción extintiva de las obligaciones civiles contenido en el Código Civil –integrado por los arts. 1930 a 1939, comunes para ella y la prescripción adquisitiva, y por los arts. 1961 a 1975, dedicados específicamente a la “Prescripción de las acciones”– ha permanecido inalterado desde la promulgación del Código Civil y hasta el momento presente. Pero el legislador estatal parece haberse decidido a poner fin a estos más de ciento veinte años de inmunidad de estos preceptos, proponiendo lo que él mismo denomina una “primera actualización del régimen de la prescripción” que se operará, si no se le pone remedio, merced al Proyecto de Ley de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil, publicado en el BOCG de 6 de marzo y cuyo texto íntegro puede consultarse aquí. Esta promesa de otras modificaciones posteriores en el régimen de la prescripción –que se hace desde el punto V de la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley- constituye el mejor reconocimiento de la provisionalidad de la reforma que se propone y que ya desde su origen se confiesa incompleta, dos circunstancias que, a mi modo de ver, la hacen de por sí rechazable, desde el momento en que no se ofrece justificación alguna de las razones de urgencia que obligan –tan precipitadamente ahora- a anticipar sólo en parte la modificación legislativa esperable. Pero, ¿en qué consiste?

La propuesta de reforma -concentrada en la Disposición Final primera del Proyecto de Ley bajo la rúbrica de “Modificación del Código Civil en materia de prescripción”-, sólo altera la letra de dos preceptos afectando, sin embargo, a dos aspectos capitales de la prescripción extintiva, como son el plazo de ejercicio de las acciones personales que no tengan señalado un término especial (art. 1964 C.c.) y la eficacia interruptiva de la prescripción que hasta ahora venía reconociéndose a las reclamaciones extrajudiciales del acreedor (art. 1973 C.c.). La modificación se completa con una extraña norma de derecho transitorio. Así, pues:

a) El art. 1964 C.c. pasa a dividirse en dos párrafos, el primero de los cuáles reproduce sin cambios el término actual de veinte años para la prescripción de la acción hipotecaria, siendo el nuevo párrafo segundo el que acoge el cambio sustantivo más llamativo, pero previsible: el acortamiento del plazo general de prescripción de las acciones personales que no tengan señalado término especial hasta un tercio de su duración actual, situándose en cinco años frente a los quince que todavía hoy establece el precepto. Como es obvio, esta medida favorece al deudor y perjudica al acreedor, si bien no creo que sorprenda a nadie, ni tampoco que se pueda compartir una crítica de fondo contra ella, aisladamente considerada. Hace mucho tiempo que se viene denunciando lo excesivo del término de quince años para la prescripción de las obligaciones contractuales a las que se aplica, así como la incoherencia entre la gran amplitud de este plazo y, por ejemplo, la inusitada cortedad del año que se otorga al perjudicado por los daños resarcibles en el ámbito de la responsabilidad extracontractual del art. 1902 C.c., ex 1968.2º C.c. Cinco años no puede considerarse como un plazo breve sino, a lo sumo, medio. Parece un término razonable para que un acreedor atento adopte las medidas necesarias para exigir su derecho y, sobre todo, no puede considerarse lesivo cuando el cómputo del plazo se acompaña del beneficio de la interrupción de la prescripción -con su característico reinicio del cómputo del plazo- incluso por reclamaciones extrajudiciales del acreedor o, cuando, en su caso, se lo adereza con la definición de supuestos claros de suspensión del cómputo del tiempo. Pero, es que…

b) La propuesta de reforma ataca frontalmente la eficacia interruptiva de las reclamaciones extrajudiciales del acreedor, que constituye, a mi juicio, el punto de mayor calado de la propuesta, en cuya virtud también el art. 1973 C.c. pasa a dividirse en dos párrafos, trasladándose al primero de ellos todo el texto actual del precepto sin cambio alguno, pero añadiéndosele como párrafo segundo una nueva previsión que distorsiona por completo el sentido anterior del precepto que, de prosperar el Proyecto de Ley, rezará literalmente así:

“La prescripción de las acciones se interrumpe por su ejercicio ante los Tribunales, por reclamación extrajudicial del acreedor y por cualquier acto de reconocimiento de la deuda por el deudor.

El plazo de prescripción no se entenderá interrumpido si transcurrido un año desde la reclamación extrajudicial el deudor no hubiese cumplido y el acreedor no hubiese reclamado judicialmente su cumplimiento.”

Rectamente interpretado, este párrafo comporta las siguientes consecuencias:

1ª.- Por supuesto, acaba de un plumazo con la posibilidad de que el acreedor mantenga vivo su derecho a través de sucesivos actos extrajudiciales de reclamación de la deuda, recuperando con cada uno de ellos un nuevo término íntegro de prescripción.

2ª.- Aun sin decirlo expresamente, en realidad elimina por completo el efecto típicamente interruptivo de la reclamación extrajudicial, porque el acreedor que la utilice no contará con un nuevo plazo de cinco años para ejercitar su derecho sino que, como mucho, gana un año de tiempo en el cuál necesariamente tiene que interponer una demanda judicial. Si ésta no se presenta, la reclamación extrajudicial es absolutamente ineficaz sobre la prescripción.

3ª.- Por consiguiente, el acreedor que por diversas razones no se haya decidido en los primeros años de la prescripción a interponer una demanda judicial, no tendrá ningún beneficio por reclamar extrajudicialmente el pago a su deudor, algo que sólo le resultará útil en el último año del plazo, es decir, cumplidos cuatro de la exigibilidad de la obligación. Sólo entonces podrá ganar algunos meses de plazo para presentar la correspondiente demanda reclamando extrajudicialmente el pago.

4ª.- Quedan en el aire dudas importantes como: ¿se considerará reclamación extrajudicial la invitación del acreedor al deudor de sometimiento a un procedimiento de mediación? Y la demanda de arbitraje, ¿qué tratamiento merece? ¿Habrá en tales casos suspensión de la prescripción –como indica, por ejemplo, la Ley 5/2012, o hablamos de interrupción en virtud del nuevo art. 1973.II C.c. o acumulamos ambos efectos?

c) La modificación se completa con el establecimiento –en la Disposición Transitoria quinta, bajo el rótulo de “Régimen de prescripción aplicable a las relaciones ya existentes”– de un régimen pretendidamente transitorio de prescripción de las acciones nacidas antes de la reforma que en realidad no es tal y que resulta, cuando menos, absurdamente confuso, porque se remite al art. 1939 C.c. -¡un precepto que literalmente se refiere a la prescripción comenzada antes de la publicación del Código Civil!- para lograr un cierto efecto de retroactividad impropia del cambio normativo, es decir, que el nuevo plazo para completar la prescripción se aplique también a las ya iniciadas pero aún no consumadas antes de la entrada en vigor de la reforma legal, recortando hasta los cinco años contados desde el día en que se aplique la nueva ley, los plazos que antes pudiera tener el acreedor.

Expuesto someramente el contenido de la reforma, en mi opinión, es la norma que se presenta en el nuevo párrafo II del art. 1973 C.c. el punto más conflictivo y criticable de la misma, al romper del modo en que lo hace, sin transición y sin justificación suficiente –a mi juicio- en la parte expositiva del Proyecto de Ley, con un elemento tan característico de nuestro Derecho como es la eficacia interruptiva de la reclamación extrajudicial del acreedor.

Obviamente, de nada le servirá a éste reclamar extrajudicialmente si no está en condiciones –económicas, por ejemplo- de incoar el proceso judicial de reclamación en el plazo de un año, porque el de cinco continuará inexorablemente corriendo en caso contrario. Y lo mismo cabe decir si es la situación económica del deudor la que aconseja al acreedor esperar a un momento más propicio para reclamarle el pago ante los tribunales. Con la ley actual, la puesta a cero del cronómetro de la prescripción con cada reclamación extrajudicial, permite al acreedor que no puede esperar cobrarse con los bienes presentes del deudor, conservar la esperanza de hacerlo con los futuros, una vez éste haya mejorado de fortuna. Pero además de que la perspectiva temporal de ese eventual futuro se reduce a cinco años, la posibilidad de alargar este plazo se corta de raíz con esta medida que, desde cierto punto de vista, puede entenderse como un poderoso incentivo para la morosidad de ese determinado colectivo de deudores que, intencionadamente, hacen del impago profesión y que, ahora, se vuelven inmunes frente a cualquier acto extrajudicial de reclamación de la deuda; con un poco de suerte y simplemente dejando correr el tiempo, pueden verse injustificadamente beneficiados por una eventual imposibilidad del acreedor de exigirles judicialmente el cobro, porque el requerimiento extrajudicial –por sí solo, sin demanda subsiguiente en el plazo de un año- no produce efecto alguno.

Como justificación de esta medida, el legislador se limita a señalar que se trata de evitar que las reclamaciones extrajudiciales sucesivas demoren el plazo de prescripción porque “con ello se obtiene un equilibrio entre los intereses del acreedor en la conservación de su pretensión y la necesidad de asegurar un plazo máximo”, …de vigencia de las relaciones jurídico-privadas, hay que sobrentender, porque nada más se añade en la E. de M. del Proyecto de Ley. Pero la pregonada necesidad de certeza de las relaciones jurídicas, no parece justificar suficientemente que al considerable recorte del plazo de ejercicio de las acciones se le adicione una medida tan drástica como es la de no reconocer efecto interruptivo independiente ni siquiera a un primer o único requerimiento extrajudicial de pago (como ocurre, por ejemplo, en la propuesta de Código Mercantil) y que elimina una tradición secular en este sentido, sin incluir contrapeso alguno para esa limitación clara de los derechos del acreedor.

Frente a este planteamiento podrá, con razón, aducirse que la eficacia interruptiva de la reclamación extrajudicial de la deuda es una particularidad muy acusada de nuestro Derecho, extravagante en los ordenamientos de los países que nos rodean e inexistente, desde luego, en los textos sobre los que se viene cimentando la armonización del Derecho europeo de obligaciones y contratos (PECL y DCFR, principalmente) y que tal vez ésa haya sido una razón poderosa para la propuesta del nuevo art. 1973.II Cc. Pero creo que este argumento no justifica por sí solo una reforma tan incompleta del instituto de la prescripción, que sólo nos acerca a otros ordenamientos en la eliminación de una peculiaridad de nuestro Derecho –que algunos consideran un privilegio del acreedor español- y que, sin embargo, renuncia de antemano a intervenir en aspectos tan importantes como la adecuada determinación del dies a quo en el cómputo de los distintos plazos, la regulación coherente de las causas de suspensión de la prescripción que tienen un sentido innegable cuando los plazos se acortan, la decisión coherente de establecer o no un plazo de vencimiento diferido de la prescripción, y otros muchísimos aspectos en los que no puedo entrar desde esta tribuna con detalle. Pero es que además precipitar una reforma con todas estas carencias parece injustificable en un contexto como el actual, en el que está sobre la mesa una propuesta de Código Mercantil que pretende aplicarse a muchas relaciones puramente civiles y que presenta una regulación de la prescripción sustancialmente distinta; un contexto en el que resulta también incomprensible que el legislador estatal no haya vuelto su mirada hacia la regulación de la prescripción extintiva en el Código Civil catalán, capitalizando -en lo que aconseje la experiencia- el importante esfuerzo que el legislador de esa tierra hizo por conciliar esta peculiaridad histórica nuestra con la completa puesta al día del instituto de la prescripción, que exige la armonización del Derecho europeo de obligaciones y contratos.

Para terminar, creo preciso explicitar con mayor claridad que en modo alguno propugno yo que no se toque la actual regulación codicial de la prescripción, cuya necesidad de reforma es un clamor antiguo que ha ido adquiriendo intensidad en los últimos años, al menos entre los civilistas. Buena muestra de ello es la obra que, bajo el título de “Prescripción extintiva” recoge las ponencias y comunicaciones que se presentaron a las XVII Jornadas de la Asociación de Profesores de Derecho Civil celebradas en 2014 en Valladolid -dedicadas íntegramente a esta institución- y cuya lectura atenta cabría recomendar al legislador estatal. Como se indica en su contraportada, se trataba allí de “orientar un debate que, más pronto que tarde, debe conducir a una reforma del Código Civil español en materia de prescripción extintiva”. Pero a la vista está que las importantes y útiles sugerencias de mejora de lege ferendae que en este libro se ofrecen, poco o nada han influido en la propuesta de modificación de la prescripción del Código Civil que plantea el Proyecto de Ley en cuestión, lo que resulta comprensible al comprobar que tampoco la han tenido ni la propuesta de nuevo Código Mercantil ni el Código Civil catalán.

En conclusión: lo más sensato en mi opinión sería que en el trámite de presentación de enmiendas, que finaliza el próximo 25 de marzo, se retirase la propuesta de reforma de la prescripción extintiva al menos en lo que respecta al art. 1973 C.c., hasta tanto sea posible plantear una revisión completa y bien pensada, una profunda modificación que, de una sola vez, pero resolviendo todas las implicaciones sistemáticas de una institución tan importante como la prescripción extintiva, acomode su régimen jurídico a las características del tráfico jurídico-privado actual y que, al tiempo, incorpore a las normas de nuestro vetusto Código Civil los aires armonizadores del Derecho de obligaciones y contratos que también en otros aspectos ya han hecho sentir su influjo en el Derecho Civil de la mayoría de los países de nuestro entorno más cercano.

Protocolo de crisis y Banco Madrid

España dispone de un buen protocolo para la gestión de las crisis bancarias. Pero no se cumple. Según el protocolo, el Banco de España debe dar la alerta temprana, valorar la situación a tendiendo a la importancia de la entidad para el sistema financiero, diagnosticar con ayuda del FROB la viabilidad de la entidad para reestructurar los bancos viables y liquidar de forma ordenada los inviables. Los casos de menor importancia pueden dejarse a la liquidación societaria o concursal con nombramiento como administrador concursal de la persona propuesta por el FROB.

El Banco de España conocía que Banco Madrid tenía graves deficiencias de control interno en materia de blanqueo de capitales. El Servicio Ejecutivo de la Comisión de Prevención del Blanqueo de Capitales e Infracciones Monetarias (Sepblac), que actúa en coordinación permanente con el Banco de España, inspeccionó Banco Madrid entre abril y mayo de 2014. Es cierto que el informe no se terminó hasta el 25 de febrero de 2015, pero la gestión de las dificultades de un banco no se condiciona a la apertura de un procedimiento sancionador. Conocidas las dificultades debieron ser resueltas mediante un plan de actuación temprana.

Todo se precipita cuando el Tesoro de Estados Unidos publica que BPA, matriz andorrana de Banco Madrid, blanquea capitales. En una semana el Banco de España interviene la entidad, sustituye al consejo de administración, solicita la suspensión de pagos, suspende la operativa de la entidad y declara la insolvencia de Banco Madrid, con ejecución de la garantía de los depósitos hasta un importe por titular de 100.000 euros. En esta cadena de decisiones deja abiertas las cajas durante unos días permitiendo la fuga masiva de depósitos. La torpeza del Banco de España ha convertido un caso puntual de blanqueo en una crisis bancaria. Esto ha ocurrido por no cumplir el protocolo. No ha funcionado la alerta temprana y los supervisores se ven desbordados por los acontecimientos.

  • No ha existido plan de alerta temprana

El Banco de España conociendo desde hace meses, por su participación en los órganos de prevención del blanqueo de capitales,las graves deficiencias de organización y de control interno de Banco Madrid no puso en marcha un plan de actuación temprana. Las dificultades se deberían haber gestionado en una operación de fin de semana coordinada con los demás supervisores financieros. La alerta pública suena con la nota del Tesoro de Estados Unidos y el Banco de España se limita a nombrar interventores, dejando la caja abierta a la fuga de depósitos. Era una fuga previsible ante la alarma creada por la denuncia de blanqueo con cierre del acceso a la financiación interbancaria.

  • No se valoró la medida adecuada hasta que el juez lo solicita

Según el protocolo, el Banco de España debía haber valorado con el FROB si el caso Banco Madrid era un caso relevante para el sistema financiero para determinar su viabilidad y decidir la reestructuración con eventuales ayudas públicas, o, en caso de ser inviable, la resolución con liquidación ordenada sin necesidad de dar ayudas públicas. Las declaraciones públicas recogidas por los medios contraponen el rescate público por el FROB a dejar caer el banco, cuando lo cierto es que la resolución por el FROB no entraña ayudas públicas.

En contra del protocolo, el Banco de España se olvida valorar la relevancia del caso y solicitar del FROB que decida sobre una eventual reestructuración o resolución de la entidad, o ante la falta de relevancia proponer al juez un administrador concursal. Es el juez al que el Banco de España había solicitado la declaración del concurso quien se ve obligado a requerir al FROB que se pronuncie sobre la medida adecuada para resolver la crisis.

  • Se ha pretendido dejar en manos del juez el caso solicitando el concurso

En caso de optar por el concurso, el FROB sigue tutelando los intereses generales y particulares de los clientes afectados por la crisis pues está obligado a proponer al juez la persona que debe ser designada como administrador concursal. El FROB y el Banco de España nunca pueden lavarse las manos en la crisis de un banco, por muy pequeño que sea.

  • No ha existido coordinación con los demás supervisores financieros

El Banco de España debía haber coordinado sus decisiones con la CNMV y la Dirección General de Seguros. Banco Madrid es gestor y depositario de fondos de inversión y de pensiones. La insolvencia del gestor o depositario de un fondo no tiene por qué afectar a los partícipes más allá del bloqueo transitorio hasta que se traspasan las posiciones a otra entidad. Los tres supervisores deberían haberse coordinado para traspasar las posiciones en el mismo momento de la declaración de insolvencia del banco, que debería haber tenido lugar en el momento de hacerse público el cierre de la financiación interbancaria consecuencia de la nota del Tesoro de Estados Unidos. En ese mismo momento, la CNMV debería haber valorado las consecuencias de la declaración de insolvencia de Banco Madrid sobre su filial Interdin, sociedad de valores del grupo, para proteger a sus clientes. En todo este asunto, la CNMV actúa a remolque de las circunstancias provocadas por la actuación tardía del Banco de España.

En suma, hay protocolo para gestionar la crisis de un banco, pero hay que tener voluntad de cumplirlo. Razones políticas y personales derivadas de las puertas giratorias condicionan las decisiones de los supervisores, sacrificando el interés general en una solución rápida al menor coste para el contribuyente.

La crisis de Banco Madrid es la primera bajo el nuevo protocolo de crisis bancarias de la Unión Europea. Permite distinguir lo sistémico de lo que no lo es, y sacrificar a los depositantes con importes elevados. Los focos están de nuevo sobre nuestro mercado financiero y el Banco de España no ha estado a la altura de las circunstancias. Debería rendir cuentas en el Parlamento para que no vuelva a producirse una chapuza como la del Banco Madrid.

 

 

Herencias de extranjeros en España y españoles en el extranjero: grandes cambios en la ley aplicable

Este año 2015 hay una novedad importante en materia de sucesiones mortis causa, como es la entrada en pleno funcionamiento del Reglamento Europeo 650/2012, de sucesiones y de creación del certificado sucesorio europeo, que será aplicable a las sucesiones de las personas que fallezcan a partir del día 17 de agosto de 2015, y que afecta, de manera muy esencial, a la determinación de cuál va a ser la normativa que se va a aplicar a las herencias (ver artículos 20 a 22).

Hasta ahora, en España la regla general ha sido la del artículo 9.8 del Código Civil, es decir, que la ley aplicable a una herencia es la ley nacional que tuviera el causante en el momento de fallecer, con algunos matices que también establece este precepto. De modo que la herencia de un francés o brasileño, a efectos de España, se rige por la normativa de estos países, residan donde residan. Y si un español de nacimiento ha perdido esta nacionalidad y ostenta otra en el momento de fallecer, por ejemplo rusa, será la ley rusa la que se aplicará a su herencia. Hasta este momento, el testador no podía elegir directamente qué ley es la que deseaba que se aplicara a su herencia, estaba predeterminada por su nacionalidad.

Todo esto cambia con el Reglamento europeo. Para las personas que fallezcan a partir del 17 de agosto de 2015, la ley aplicable a su herencia en principio ya no será la de su nacionalidad, sino la de su residencia habitual en el momento de fallecer. Esta variación del criterio tiene mucha importancia. Pensemos en el caso, enormemente frecuente, de ingleses que tienen residencia habitual en España, por ejemplo en Andalucía, que es territorio en el que aplica el derecho común. Hasta ahora, les era aplicable la legislación inglesa de sucesiones, que como es sabido carece de legítimas de obligado cumplimiento. Pero ahora se le va a aplicar la ley española de derecho común, con sus tercios de legítima, mejora y libre disposición y demás normativa. Esto puede chocar con disposiciones testamentarias que hubiera otorgado esta persona en uso de su total libertad de testar, con la previsible sorpresa de los herederos.

Pueden darse en el futuro, por tanto, las típicas situaciones que jurídicamente tienen explicación, pero que para el ciudadano medio resultan completamente inexplicables: un matrimonio inglés, por seguir con el mismo ejemplo en cuanto a la nacionalidad, que tiene su residencia habitual en Málaga y que han hecho testamento nombrándose recíprocamente herederos, y no a los hijos, se encontrarían ahora con que nada menos que dos tercios de su herencia, los de legítima y mejora, tendrían que ir adjudicados a sus hijos y además de manera obligatoria. Y todo sin haber cambiado de nacionalidad.

Y ello sin contar con las estrictas normas que establece nuestro Código Civil en materia de preterición, que podrían determinar incluso que en caso de que ninguno de los legitimarios (conforme a la ley española de Derecho Común, ahora aplicable por el nuevo reglamento) hubiera sido mencionado en el testamento, quedara todo él anulado (814.1 del Código Civil). No obstante, estimo que aun en caso de preterición total, y dadas las circunstancias, este efecto de anulación total no debería nunca producirse, sino que se tendría que aplicar el artículo 9.8 del mismo Código, que establece un principio general de conservación de lo dispuesto por el testador, a salvo las legítimas.

Hay que reseñar en todo caso que el concepto de qué sea la residencia habitual a efectos del Reglamento no está del todo claro. El mismo Reglamento no ofrece una definición del mismo, y no existe homogeneidad en todos los países que integran la Unión. Esto puede plantear problemas y, en muchos casos, pleitos, cuando entre los interesados en una herencia no exista consenso acerca de cuál era la verdadera residencia del fallecido. Como comentario personal a este respecto, parece un tanto sorprendente que si una nueva norma cambia un criterio por otro, no especifique bien qué está queriendo decir. La claridad ha de ser uno de los principios esenciales que ha de tener cualquier texto legal, y lo contrario, la ambigüedad o la redacción incorrecta, provoca problemas, gastos y tensiones completamente innecesarias entre los destinatarios de la misma. Y desde el punto de vista notarial, es previsible que genere dificultades a la hora de formalizar en documento público las herencias afectadas por el Reglamento.

La normativa del Reglamento también afecta a los españoles que residan fuera, de modo que si un nacional español reside habitualmente en Rusia, por ejemplo, la ley aplicable a su herencia sería la de este país. El reglamento alcanza a nacionales tanto de países de la Unión Europea, como de fuera de la misma (un japonés en España, por ejemplo). Dinamarca, Reino Unido e Irlanda no lo aplican, pero sí es de aplicación a los nacionales de esos países cuando residan habitualmente en España o cualquier otro país de la Unión.

No obstante, la regla de que la ley de residencia habitual es la que rige la sucesión tiene dos excepciones. La primera es que, para casos muy concretos, resultare claramente de todas las circunstancias del caso que, en el momento del fallecimiento, el causante mantenía un vínculo manifiestamente más estrecho con un Estado distinto del Estado cuya ley fuese aplicable, en cuyo caso la ley que sería aplicable es la de ese primer Estado. No se indica cuáles son los criterios para determinar ese vínculo, pero sí parece que debe ser de interpretación restringida, para supuestos como el alguien que se encuentre trabajando en otro Estado durante el tiempo suficiente para adquirir la residencia habitual, pero que mantenga la familia y sus intereses en el de su nacionalidad. Pero de cualquier modo es algo que debería determinarse caso por caso y por mecanismos que no se fijan en el Reglamento.

Y la segunda excepción es por el contrario de carácter e interés general. El propio reglamento permite evitar estos efectos jurídicos, por medio de una declaración expresa hecha en testamento. En él, el testador podrá ordenar que la ley que se aplique a su herencia no sea la de la residencia habitual cuando fallezca, sino la de su nacionalidad en el momento de otorgar testamento. Y si tuviera varias en ese momento, podrá elegir cualquiera de ellas. Por tanto, es conveniente, para los extranjeros que residan habitualmente en España y que quieran que sea la ley de su país la que rija su sucesión, así como para los españoles que en su caso residan fuera, el otorgar un testamento en el que, aparte las disposiciones de rigor, indiquen expresamente su voluntad en tal sentido. Tales testamentos pueden otorgarse ya, antes de la entrada en vigor del propio Reglamento.

El RDL 1/2015 ¿una segunda oportunidad para el acuerdo extrajudicial de pagos?

Cuando se aprobó la Ley 14/2013 de apoyo al emprendedor y su internacionalización y se introdujo en nuestro ordenamiento jurídico la figura del Acuerdo extrajudicial de pagos, pensé que se trataba de una buena idea mal desarrollada. Buena idea porque, en línea con la paulatina introducción en nuestro derecho de insolvencias de instituciones paraconcursales o preconcursales iniciada por la Ley 38/2011, era necesario regular alguna modalidad procedimental que permitiera a pequeñas empresas y personas físicas alcanzar un acuerdo con sus acreedores que evitara ser declarados en concurso.

Mal diseñada porque su regulación adolecía de graves defectos que lo convertían en un instrumento poco eficaz. El primero su cicatero contenido que se limitaba, al margen de la cesión de bienes, a quitas de un 25% y esperas de tres años. El segundo su ámbito subjetivo que excluía al deudor persona física no comerciante. El tercero, las exageradas restricciones del art. 235.1 LC que obligan al deudor a devolver las tarjetas de débito y crédito e impiden el uso de medio electrónico de pago alguno, lo que en muchos casos colocaría al deudor en la tesitura de contravenir la normativa sobre blanqueo de capitales al tener que realizar todos los pagos en efectivo. Por último, el escenario de un eventual incumplimiento, ofrecía un concurso de liquidación, sin posibilidad de convenio, la apertura de la sección de calificación y, como único beneficio, una limitada liberación de deudas mal regulada. A todo ello debe unirse la improvisación que acompañó la entrada en vigor de la norma que impidió, de facto, su aplicación práctica hasta casi un año después, lo que motivó el escaso número de expedientes incoados.

El RDL 1/2015 solventa muchos de esos defectos. Se amplía el ámbito subjetivo, ya que ahora también pueden acudir a este expediente las personas físicas que no ejerzan ningún tipo de actividad económica; se han eliminado las restricciones del art. 235.1; el contenido se ha ampliado, no contemplando límites a las quitas y permitiendo esperas de hasta diez años, se mantiene la cesión de bienes y se introducen otras medidas como la capitalización de deuda o la conversión en préstamos participativos equiparables al contenido del convenio concursal o los acuerdos de refinanciación de la Disposición Adicional 4º de la Ley concursal. Además en caso de concurso consecutivo el deudor que ejerce una actividad económica aún podrá presentar una propuesta de convenio. Junto a todo ello se contempla en el art. 238 bis LC la extensión de efectos a los acreedores con garantía real incluso por la parte de sus créditos que no excedan del valor de la garantía, siempre que vote a favor del acuerdo entre un 65% y un 80% del pasivo de la misma clase, siguiendo así la misma regla que se aplica en los acuerdos de refinanciación y los convenios concursales.

A pesar de ello, la regulación presenta algunos aspectos que suscitan dudas acerca de su efectividad. Así, no parece razonable que la mayoría exigida para aprobar una quita de tan solo el 25% del crédito sea de un 60% algo que no tiene parangón ni en sede acuerdos de refinanciación ni de convenio concursal; el crédito público sigue al margen del expediente del acuerdo extrajudicial de pagos y se somete a su normativa específica a la que alude la Disposición Adicional 7ª de la Ley concursal; el art. 231 mantiene algunas restricciones de acceso de dudosa justificación, como el haber sido declarado en concurso en los cinco años anteriores, a pesar de que el mismo esté concluido; el tránsito al concurso consecutivo como consecuencia del fracaso del acuerdo extrajudicial de pagos es confuso y suscita serias dudas interpretativas.

Muy criticable es, en mi opinión, la regulación de la figura del mediador concursal al que, según el art. 233.1 LC solo se le exige que reúna la condición de mediador de acuerdo con la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles. Es cierto que seguidamente se prevé que para actuar como administrador concursal tenga las condiciones previstas en el artículo 27 LC; pero en el momento de su nombramiento se ignora si ha de actuar posteriormente como administrador concursal en el concurso consecutivo. Si las específicas competencias que se le atribuyen en el expediente por sí mismas justificarían la exigencia de la concurrencia de los requisitos para ser administrador concursal; debe recordarse que, en caso de concurso consecutivo, establece el art. 242 LC que junto a la solicitud debe presentar: el informe del art. 75 LC que incluye la lista de acreedores y el inventario; pronunciarse sobre la concurrencia de los requisitos establecidos legalmente para el beneficio de la exoneración del pasivo insatisfecho en los términos previstos en el artículo 178 bis o, en caso de que proceda, sobre la apertura de la sección de calificación; así como en la mayoría de los casos presentar un plan de liquidación. Si el mediador concursal no cumple los requisitos previstos legalmente para ser administrador concursal, habrá que nombrar uno con la consiguiente pérdida de tiempo y de dinero, ya que deberá pagarse a dos profesionales en vez de a uno. Lo anterior es aplicable a otros sujetos a los que la norma extiende la posibilidad de actuar como mediadores concursales como son las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria, Servicios y Navegación o al notario cuya participación en el expediente de la persona física no empresario, regulada en el art. 242 bis no presenta unos perfiles muy definidos.

La nueva regulación mantiene, como hemos visto, aspectos conflictivos que sitúan al acuerdo extrajudicial en desventaja frente a otras figuras con efecto equivalente, como el convenio concursal o, para las empresas, el acuerdo de refinanciación. Sin embargo, es previsible que a partir de ahora se haga un uso más intenso de esta institución, no tanto por sus ventajas frente al concurso, sino porque, tal y como establece el número 3 del apartado 3º del art. 178 bis de la Ley Concursal, se convierte en estación de tránsito necesaria para acceder a la liberación de deudas, institución cuya defectuosa regulación en el RDL 1/2015 ya ha dado lugar a numerosas críticas.

Denuncia…si te atreves. Reproducción del post en Vox Pópuli de Elisa de la Nuez

El reciente caso del acoso sexual y laboral a la capitana Zaida Cantero (defendida por la diputada Irene Lozano en la bochornosa comparecencia protagonizada por el Ministro de Defensa Morenés en el Congreso) vuelve a poner otra vez sobre la mesa el problema de la falta de protección de los “whistle-blowers” o denunciantes en España, un tema que nos ha preocupado mucho en el blog ¿Hay derecho?   y del que queremos hacer bandera en nuestra flamante Fundación ¿Hay Derecho?. Por la sencilla razón de que la mayoría de los casos de corrupción, delitos o malas prácticas en las instituciones son conocidos en los países serios a través de las denuncias de los que mejor los conocen, que suelen ser empleados “de la casa”.

En España no hay todavía  nada parecido a las legislaciones de otros países donde se recoge la protección de estos denunciantes frente a las más que previsibles represalias de sus jefes o/y compañeros denunciados. Y no será porque no se haya recomendado varias veces introducir esta protección desde numerosas instancias internacionales. Es interesante comprobar como esta medida, de cuya utilidad no tengo ninguna duda, no aparece nunca entre las múltiples propuestas regeneracionistas que manejan los Gobiernos de turno. A lo mejor es precisamente porque funciona muy bien.  Si intentar conseguir una protección eficaz para el denunciante parece hoy por hoy en nuestro país ciencia ficción no digamos ya pretender que, como en Suecia, esté penalizado intentar averiguar quién ha sido el “whistleblower” en un caso concreto.  No es casualidad que los países nórdicos estén a la cabeza en la lucha contra la corrupción y nosotros estamos donde estamos, por muchas reformas normativas que se hagan y se anuncien. El problema, como siempre, es de voluntad política para combatir la corrupción y no parece que haya mucha, salvo de boquilla.

Por ese motivo es indignante oír decir continuamente a nuestros gobernantes eso tan socorrido de  “pues que lo denuncie” cuando es bastante fácil conocer de primera mano los testimonios de los pocos héroes y heroínas que han estado dispuestos a asumir los costes profesionales y personales de denunciar delitos, abusos y malas prácticas en las instituciones. Tenemos los ejemplos de los denunciantes de tramas de corrupción que afectan a partidos políticos o a personas importantes (ahí está el caso de Ana Garrido frente al Ayuntamiento gurteliano de Boadilla del Monte o de los funcionarios que denunciaron al Consejero Blasco, en Valencia) a los que les fue francamente mal después de decidirse a denunciar. No solo por la persecución implacable de los denunciados sino también por el silencio ominoso de los compañeros, todo hay que decirlo.

En realidad, lo que dejan claro estos ejemplos es que en España no compensa nada denunciar un delito; todo lo contrario, compensa mucho más no hacerlo. De entrada, una denuncia en la Fiscalía hay que firmarla con nombre y apellidos. Me imagino que precisamente se trata de eso: de que el denunciante se sienta solo contra el mundo, y, de paso, de que tenga que gastarse un dineral en abogados para llevar a los juzgados a los denunciados, que, por su parte, están cómodamente defendidos por funcionarios públicos o por letrados privados pagados con dinero de los contribuyentes. Tan tranquilos porque incluso si al final pierden el juicio tampoco pasa nada: nadie les va a reclamar el dinero que han invertido los españoles en defenderlos. Es comprensible que en estas circunstancias se dispare la sensación de impunidad de unos y la sensación de impotencia de otros, de forma que cada vez tenga mayor coste denunciar y menor coste ser denunciado.  Es un círculo vicioso difícil de romper.

Así que cuando alguien les diga que no hay problemas en una institución porque no hay denuncias o denuncia sólo un ínfimo porcentaje de las personas que en ella trabajan recuerden lo difícil que es humanamente oponerse a toda una organización. El caso de la capitana Zaida o tantos otros similares lo deja muy claro. Por eso es tan importante que estos pocos valientes no se sientan solos, y por eso tiene tanta trascendencia el gesto de la diputada Irene Lozano de UPYD como representante de la soberanía popular.

Y por último no se crean eso de que “los trapos sucios se lavan en casa”. Cuando se dice eso es que los trapos sucios sencillamente no se lavan ni en casa ni en ninguna parte.  En mi modesta opinión si hay algo que afecta al prestigio y al buen nombre de una institución o de un colectivo es que haya tanta gente dispuesta a callarse y a tolerar la injusticia, el abuso y la corrupción. Empezando por los que la dirigen.