Dos recientes sentencias dictadas casi el mismo día por los Tribunales guardianes de la Constitución en EEUU y en España, sobre el matrimonio homosexual y sobre la objeción de conciencia para dispensar la llamada píldora del día después, respectivamente, han puesto sobre la mesa el intrincado debate en torno al papel de los jueces en una democracia. Pese a que progresistas y conservadores las han enjuiciado de manera opuesta, alabando cada uno la que apoya sus tesis y denostando la contraria, en el fondo son muy parecidas: las dos convierten a los jueces en legisladores o, quizás más propiamente, en filósofos-reyes.
El 26 de junio el Tribunal Supremo de los EEUU, en el caso Obergefell v Hodges, sentenció por cinco votos contra cuatro que la Constitución impide a los Estados de la Unión rechazar el matrimonio entre homosexuales. En su voto disidente y en sus explicaciones posteriores el Presidente John Roberts indicó que, sin perjuicio de apoyar personalmente esta modalidad matrimonial, su legalización excede completamente de las posibilidades de cualquier tribunal: “Los jueces están facultados para declarar lo que es Derecho, no lo que debe ser”. Determinar lo que debería permitir la Ley, desde un punto de vista moral o filosófico, no compete a los jueces, sino al pueblo de los EEUU a través de sus representantes libremente elegidos. En casos como este, sujetos a un intenso debate social, no corresponde a cinco personas resolver la cuestión conforme a su personal opinión, por muy ilustrada que esta sea, sino a los propios ciudadanos a través del debate y de la decisión colectiva.
La verdad es que por mucho que apoyemos el matrimonio homosexual –yo desde luego lo hago- no podemos negar que el juez Roberts pone el dedo en la llaga. Nos habían dicho que la democracia era el gobierno del pueblo, por lo que si concluimos, en consecuencia, que el medio utilizado para llegar a esa loable solución no ha sido el más adecuado (la asunción por parte de los jueces de funciones legislativas) no deberíamos estar muy contentos con el resultado, porque lo que se ha puesto en entredicho es el mismísimo funcionamiento del Estado de Derecho. Sí, es cierto, en este caso la decisión de fondo nos puede gustar, ¿pero con qué argumentos nos deja para criticar la siguiente sentencia cuando no resulte tan “progresista”?
Solo un día antes, el 25 de junio, nuestro Tribunal Constitucional nos ofreció la prueba que necesitábamos. Ese día dictó una sentencia resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el art. 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley solo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, “toda vez que en este caso se plantea asimismo una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida”.
Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que solo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).
Podría alegarse que esa actitud del Tribunal Supremo estadounidense a la hora de inmiscuirse en tareas legislativas no es nueva, y que antaño sirvió para obtener grandes conquistas sociales, como las sentencias imponiendo la integración en las escuelas del Sur durante los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Sin embargo, las críticas nunca faltaron. Entre ellas la muy autorizada de Hanna Arendt, que señalaba que una cosa es eliminar la legislación segregacionista y otra completamente distinta introducir una regulación dirigida a imponer socialmente la integración, especialmente por vía judicial. La democracia no es solo una cuestión de resultados, sino de procedimientos consensuados, y no por un resabio formalista, sino porque solo lo que se asume como decisión colectiva -aunque ni sea ni pueda ser unánime- es capaz de generar una convivencia social digna de ese nombre. Ningún filósofo-rey está en condiciones de ofrecer nada mejor, y por eso hemos preferido un gobierno de leyes a otro de hombres.
Pero lo que no cabe ninguna duda es que el peligro se agrava en nuestro país desde el momento en que el propio concepto de “aristocracia judicial” es entre nosotros muy discutible. Pese a todas las críticas, los nueves jueces que integran la Corte Suprema de los EEUU merecen su enorme prestigio. Responden a un sistema que a través de sus innumerables vetos y controles cruzados ha concentrado en sus jueces ciertos resabios aristocráticos del republicanismo clásico. Basta leer el voto mayoritario de la sentencia del caso comentado –un profundo estudio histórico y jurídico de la cuestión, lleno de referencias ilustradas, desde Confucio a Cicerón- para hacerse una idea del nivel general.
Nuestro caso del farmacéutico, por el contrario, se resuelve en apenas unas pocas páginas de manera un tanto confusa (no solo a mi juicio sino también al de los autores de los votos particulares, a favor y en contra del fallo) y en un sentido, a mayor abundamiento, muy preocupante para el Estado de Derecho. Quizás sea lo previsible, porque nosotros no nos hemos esforzado en contar en ese foro con los mejores juristas (resultado incidental que a veces no se ha excluido) sino con los más fieles a los intereses de los partidos mandantes. La ideología es inseparable del ser humano y los americanos lo saben muy bien, pero a nosotros nos ha preocupado aún más que ese dato el remunerar los servicios prestados al partido. Quizás sea por ese motivo por el que, pretendiendo todos ser jueces filósofos, realmente unos lo sean un poco más que otros.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.