La propuesta del PSC de celebrar una consulta “legal y acordada a la canadiense” sobre la independencia de Cataluña si no prospera “la reforma federal de la Constitución planteada por el PSOE”, engloba un enorme número de ambigüedades que es necesario despejar. Al menos si no queremos seguir inflando irresponsablemente globos demagógicos estilo Brexit que un buen día nos puedan explotar en la cara para espanto de todos.
En primer lugar es necesario matizar esa referencia a la reforma federal, porque hay que insistir una vez más en que nosotros ya tenemos un Estado de tipo federal, bastante más descentralizado que la mayoría de los Estado federales clásicos, por cierto. Lo que pasa es que cuando uno entra a examinar la letra pequeña, se da cuenta de que la propuesta del PSC gira en torno a una modalidad (sin duda posible, como casi todo en esta vida) bastante particular del Estado federal, que es aquella en la que un Estado –Cataluña- mantiene “una relación bilateral” con el resto y ostenta determinadas competencias a las que los otros Estados no pueden acceder. Ya le llamemos cuasi confederal o federal asimétrico, resulta difícil encajar esta propuesta sin más bajo el enunciado “una reforma federal de la Constitución”.
En cualquier caso, es obvio que tal como está configurado hoy el arco parlamentario una reforma en esta línea es prácticamente imposible, y sospecho que lo seguirá siendo durante bastante tiempo. Pero es que, además, aunque fuese posible reconocer cierta asimetría a Cataluña, es muy ingenuo pensar que la tensión nacionalista-independentista va a desaparecer por eso. Este es un problema que o cogemos por los cuernos o nos perseguirá para siempre (con sus lógicos altibajos). Así que pasemos a la propuesta alternativa: una consulta legal y acordada a la canadiense sobre la independencia de Cataluña.
Este es uno de los temas al que más espacio y análisis le hemos dedicado en los últimos tiempos, desde este primer post de 2012 (“Secesiones a la carta. El caso de Quebec”) hasta este artículo publicado el sábado pasado en El Mundo (“Sobre la Ley de Claridad canadiense”). Hemos defendido que la estrategia canadiense puede ser una buena línea para resolver de una vez este problema enquistado, pero siempre que se haga bien, lo cual de entrada implica que no se puede copiar sin más dicha referencia. Sencillamente, porque el sistema constitucional canadiense es totalmente distinto, en cuanto permite a los Estados de la Federación convocar ellos mismos ese referéndum. La Ley de Claridad lo que establece es en qué condiciones la Federación se va a sentir vinculada por ese resultado y obligada a negociar de buena fe.
Pero en España no solo la competencia la tiene el Estado (art. 149.1.32 CE), sino que es enormemente discutible que sin modificar la Constitución se pueda someter a referéndum cuestiones (como la unidad de España) sobre las cuales la Constitución ya ha decidido. El referéndum consultivo del art. 92.1 está pensado para ilustrar decisiones del poder constituido que este podría adoptar por sí solo (y por eso únicamente dentro de los límites de la Constitución), no del poder constituyente (que ya ha adoptado y para cuya modificación se prevé un proceso complejo). La razón evidente es que el Estado no puede quedar vinculado ni política ni jurídicamente como consecuencia de una actividad propia -un referéndum que organiza él- a un resultado que exige una reforma constitucional, sin cumplir los requisitos de una reforma constitucional. Lo contrario implicaría admitir por la puerta de atrás una reforma constitucional con menos requisitos (si el Estado debe entenderse vinculado por el resultado) o con eficacia ligth (si solo debe entenderse vinculado un poquito…). Ahora bien, si tras una reforma del art. 92 CE se previese expresamente un referéndum de este tipo, entonces no habría problema, porque se habría introducido una nueva vía de modificación constitucional a este limitado efecto. Ya lo hemos analizado en este otro post (“Los referendos catalanes y la reforma constitucional”).
Esto implica que, a diferencia de lo que ocurre en Canadá -en el que el referéndum es el primer paso y la reforma constitucional (con todos sus requisitos y garantías) el último- en nuestro caso todo tiene que ocurrir exactamente al revés. Primero se debe realizar una reforma constitucional para permitir un referéndum de este tipo, y luego celebrarlo, lo que además presenta mayores ventajas que el sistema canadiense, dado que los incentivos finales son más adecuados, como ha probado claramente el Brexit. Es decir, la posición que defendemos no solo es más fiel a las normas, sino que responde mejor a la utilidad y a los incentivos concurrentes.
Efectivamente. En Canadá un resultado afirmativo en un referéndum de independencia no cierra el proceso, sino que lo abre, con todas las incertidumbres que tal cosa plantea. Las partes se comprometen a negociar de buena fe, pero puede ocurrir que otro Estado de la Federación considere que las condiciones de separación no le convienen y vete el proceso. Quebec se tendría que aguantar o renegociar condiciones peores a las anunciadas en el referéndum, con la frustración correspondiente en cualquiera de los casos. Por eso, es mucho más conveniente que el referéndum se realice al final del proceso con perfecto conocimiento de las consecuencias del resultado. Si el Brexit nos ha proporcionado una dura lección, no es la de la improcedencia de los referendos en esta época de representación política de baja calidad, sino más bien la del enorme cuidado que la representación política debería tener a la hora de convocarlos (lo hemos tratado hace poco). Si nosotros convocamos el referéndum ahora y sale que sí a la independencia de Cataluña, quedaría todavía pendiente una reforma constitucional compleja que puede terminar resultando inviable, dando así al traste completamente con esa decisión.
En el caso del Brexit la gente fue a votar sin conocer las condiciones de salida, que ahora dependen de la incertidumbre de una difícil negociación entre el Reino Unido y una UE de 27 Estados en el que las decisiones se toman por unanimidad, y que al final pueden no tener nada que ver con lo que los electores tenían en mente cuando fueron a votar. No resulta extraño que voces tan autorizadas como The Economist hayan propuesto que una vez que se conozcan esas condiciones debería votarse otra vez (dando pie así a un posible exit del Brexit).
Pero lo peor no es la incertidumbre, el votar a ciegas y el riesgo de frustración, sino los incentivos concurrentes a la hora de formar la voluntad de los electores en el caso de que el referéndum esté al principio y no al final. Esto lo hemos comprobado también en el caso del Brexit. Cuando la votación está al principio y la negociación está después, de tal manera que sea incierto el propio resultado del proceso o sus condiciones principales, el elector presenta menos aversión al riesgo (por definición más desconocido), mayor tendencia a delegar la responsabilidad (en los políticos que deben concretar la opción elegida) y, sobre todo, es más proclive a votar por razones estratégicas que no tienen directamente que ver con la cuestión que se les somete a decisión (castigar al establishment, derrocar a un Gobierno, forzar una renegociación ventajosa, etc.).
El Brexit lo ha demostrado. Por eso no comentamos el mismo error. Puestos a plantear una Ley de Claridad a la canadiense reformemos primero la Constitución para definir perfectamente las condiciones del referéndum (mayoría necesaria, plazos, cuerpo de electores, preguntas admisibles, etc.), y también las condiciones de salida (plazos, cuestiones fiscales, régimen fronterizo, periodos transitorios, etc.), de tal manera que cuando la gente vaya a votar lo haga con perfecto conocimiento de causa y sabiendo que, definitivamente, no habrá exit del Catexit.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.