Los programas electorales: entre la realidad y la ciencia ficción

Los ciudadanos decidimos nuestro voto en unas elecciones generales como las que acabamos de vivir en función de múltiples factores. Simplificando, podemos diferenciar dos grandes grupos: aquellos ciudadanos que votan siguiendo unos criterios estrictamente “racionales” y el resto, que tiene en cuenta además factores de carácter “emocional”. Dentro de ese (gran) resto, estarían aquellos que votan por un sentimiento de pertenencia a un partido o ideología, o los que votan por castigar al que ha gobernado en los últimos años, o aquellos que votan por miedo a que salga una determinada opción política, o por puro hartazgo, etc, etc.

El abanico es verdaderamente amplio, pero volviendo a los criterios racionales decisivos en la intención de voto, hay tres factores que cobran especial relevancia: el candidato, el partido político y el programa electoral. Este post lo vamos a centrar en este último factor, el programa electoral, con el que un partido político se presenta a unas elecciones y donde se declaran los valores que defiende, sus propuestas y sus planes de acción política o de gobierno, en el caso de llegar a él.

La Fundación Transforma España ha realizado un decálogo sobre los programas electorales que aporta una visión sobre los elementos que deben ser considerados en su elaboración para incrementar la credibilidad, solvencia, calidad y comprensión de los mismos. En el marco de ese proyecto, llevaron a cabo un sondeo de opinión ciudadana sobre los programas electorales que arroja unas conclusiones interesantes.

La encuesta promovida por la Fundación Transforma España confirma que existe un bajo porcentaje de lectura de programas electorales, ya que únicamente 4 de cada 10 ciudadanos afirma leerlos antes de ejercer su derecho a voto. No obstante, más del 80% de los encuestados considera los programas muy importantes o bastante importantes, siendo el elemento decisorio de voto en el 50,3% de los casos.Además, solo el 0,2% de los encuestados cree que las promesas electorales se cumplen, a pesar de que el incumplimiento de los proyectos de gobierno merma la confianza de los ciudadanos en el sistema político, valoración en la que coincide más del 93% de los encuestados.

Incurrimos por tanto en una aparente contradicción: la mayor parte de los ciudadanos otorga importancia a los programas electorales y de hecho la mitad los considera un elemento decisorio en su intención de voto. Sin embargo, menos de la mitad los lee y para rematar, prácticamente nadie se los cree. Damos por descontado que los partidos políticos van a incluir en sus programas electorales medidas más propias de la ciencia ficción que de la realidad…Parece por tanto que damos más importancia al “continente” que al “contenido” y la repercusión mediática del programa electoral de Podemos en las últimas elecciones generales lo refleja a la perfección: se habló más del formato del programa, por su estilo a lo catálogo de Ikea, que de las propias medidas incluidas en el documento.

¿Se puede revertir esta situación de la alguna forma? El 80% de los ciudadanos encuestados en el marco del estudio de la Fundación Transforma España afirma que los programas electorales deberían ser auditados por entidades independientes. La evaluación, por parte de organizaciones independientes, del coste que supondría las medidas propuestas por los diferentes partidos políticos contribuye a la transparencia y viabilidad de los proyectos de gobierno.

Se trata de una medida que ya se pone en práctica en un país europeo y no es Dinamarca, que es la referencia habitual en buenas prácticas de regeneración democrática. En este caso hablamos de Holanda.

La Oficina Holandesa para Análisis de Política Económica (CPB), es un organismo público independiente que está adscrito al Ministerio de Asuntos Económicos. Desde 1986, antes de la celebración de elecciones generales, el organismo elabora una publicación (se denomina “CharteredChoices”) en la que se analiza la viabilidad económica de las diferentes medidas que incluyen los programas electorales. Para poder elaborar su estudio (realizan un análisis exhaustivo de los ingresos e impactos económicos de las medidas que incluyen los programas electorales), los partidos políticos holandeses remiten voluntariamente a la CPB toda la información que necesitan(de forma extremadamente detallada por cierto).

En la última publicación, que analiza las propuestas de la legislatura 2013-2017, se analizaron los programas electorales de casi todos los partidos políticos (de diez en concreto) que concurrieron a las elecciones. Por si tienen curiosidad, el capítulo de conclusiones está traducido al inglés y se puede descargar en su página web.

El análisis de la Oficina Holandesa juega un doble papel muy relevante: antes de las urnas, evita que los partidos políticos caigan en la tentación de incluir en sus promesas electorales propuestas irrealizables (desde un punto de vista económico, teniendo en cuenta la situación del país y sus perspectivas de crecimiento) y después de las urnas, sirve de base para las negociaciones de los partidos de cara a formar una coalición de gobierno. Este organismo desempeña este papel clave porque ciudadanos, partidos políticos y los propios medios de comunicación reconocen su independencia y su elevado nivel de especialización en la materia.

En nuestro país, el organismo más parecido a la CPB Holandesa sería la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. Llama la atención que el organismo que dirige José Luis Escrivá hayapresentado recientemente ante la Audiencia Nacional un recurso contencioso-administrativo contra la Orden Ministerial del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas del 1 de julio de 2015, por la que considera que el Ministerio vulnera su autonomía e independencia.Este tipo de noticias escasean bastante en España, donde de entrada, nos cuesta pensar en un organismo público independiente del poder político.

Como conclusión, pensamos que la evaluación de la viabilidad económica de las propuestas electorales merece cuanto menos una reflexión y  quizás podamos encontrar un ente independiente no necesariamente público o dar una oportunidad a la propia Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, que ha dado muestras de su independencia tras su conflicto con el Ministerio al que está adscrita. Desde luego, cosas más irreales hemos leído en los programas electorales….

¿Es siempre deseable el cumplimiento de las normas? (De Francisco Suárez a Steven Shavell, pasando por Fernando Savater)

Puede parecer extraño que un blog de línea regeneracionista, dedicado a la defensa del Estado de Derecho, se plantee abiertamente una pregunta como esta, como si la cosa suscitara alguna duda. Más chocante todavía les resultará la respuesta que les anticipo: no.

Esta cuestión ha sido planteada en la actualidad por Steven Shavell, profesor de la cátedra R. Rosenthal de Derecho y Economía de la Harvard Law School, en un artículo publicado en la Journal of Legal Studies (When is Compliance with the Law Socially Desirable?)[1]. Pero lo cierto es que los antecedentes de esta cuestión pueden rastrearse perfectamente en una antiquísima polémica sobre la existencia de las leyes puramente penales, que inicia Alfonso de Castro (1495-1558) pero que expone de una manera sistemática Francisco Suarez (1548-1617) en los capítulos III y IV del Libro V de su Tratado De Legibus. Dado que el año que viene se cumple el cuatrocientos aniversario de su fallecimiento, no está de más reivindicar ahora la actualidad de su pensamiento.

Pero empecemos por Shavell. En su condición de especialista en análisis económico del Derecho, nos advierte de inicio que no pretende plantear el problema de si existe siempre la obligación moral de cumplir la ley,  sino más bien cuándo resulta deseable tal cosa desde una perspectiva consecuencialista. Lo que pasa es que, obviamente, luego no resulta nada fácil deslindar ambas cosas, especialmente para aquella mayoría de ciudadanos que vincula en gran parte la moralidad con el bienestar colectivo.

Pues bien, Shavell parte de dos hechos evidentes: el legislador humano no lo sabe todo (es decir, cuenta con información limitada) y además tiene que formular sus preceptos de una manera relativamente general (sin poder entrar en mucho detalle so pena de hacer la norma demasiado compleja, con todos los problemas que tal cosa conlleva). Pero, precisamente por esto, ocurre que en algunas ocasiones el ciudadano dispone de mucha más información en relación al caso planteado que el legislador, y puede inferir de una manera razonable que resulta deseable para el bienestar social que la norma sea incumplida en ese caso particular. Pensemos en una norma que prohíbe un determinado plaguicida por el daño a personas o animales que puede provocar, cuando el ciudadano que pondera la norma sabe que en ese concreto lugar nunca hay viento, no vive nadie alrededor y las plantas que se trata de proteger son especialmente valiosas. A través de multitud de ejemplos y con un aparato técnico impecable, Shavell nos demuestra que las situaciones en las que desobedecer la ley puede resultar socialmente deseable no son ni mucho menos anómalas.

¡Lo que faltaba! –pensarán ustedes- los españoles ya tenemos bastante manga ancha solitos como para importar ideas como estas. Bueno, no vayamos tan rápido. Lo que se educe de este planteamiento es que la norma, por si misma, no implica necesariamente una obligación moral de obedecerla (en el caso de que estemos dispuestos a traducir conveniencia por moralidad), sino que siempre atribuye al ciudadano una facultad de juzgar si es moralmente obligatoria o no en el caso concreto. Ahora bien, para exonerarse de esa obligación, es imprescindible realizar un juicio muy ponderado.  El ciudadano que se plantea incumplir tiene que hacer un cálculo riguroso (que el beneficio colectivo esperado exceda al daño esperado); tiene que prever que el legislador puede manejar información que él desconoce (debe estar seguro entonces de que no se le ha escapado ninguna razón oculta dela norma o debe descontar posibles inferencias); y tiene que prever el impacto de ejemplaridad de su comportamiento (evitando que trascienda su desobediencia o sea mal interpretada, creando así una externalidad social perjudicial). Pero si se cumplen estos requisitos el incumplimiento sería deseable y, desde cierta perspectiva moral, incluso moralmente obligatorio.

Pero no se vengan arriba demasiado pronto pensando en su próxima declaración de impuestos. Hay un factor clave en todo este asunto que el propio Shavell apunta por encima pero que es fundamental en la teoría de nuestros merepenalistas patrios: la responsabilidad.

Veámoslo más despacio. Si el incumplimiento es socialmente deseable, lo ideal, entonces, es que el Derecho no lo sancionase. Pero, claro, en la mayor parte de las ocasiones tal cosa no es conveniente, porque la aplicación de la ley no puede depender de circunstancias normalmente no verificables, o –como ya hemos señalado- entrar en tal detalle de posibles excepciones que las hagan inmanejables. A estas razones que invoca Shavell habría que añadir otra: incluso cuando esas circunstancias sean verificables la sanción podría moderarse a través del instrumento de la equidad en la aplicación de las normas, pero no debería dar lugar a su exclusión total si queremos defender el valor social de vigencia y eficacia del Derecho, cuyas externalidades positivas son evidentes. La conclusión, entonces, es que en ciertos casos el Derecho debería moderar relativamente la gravedad de las sanciones para incentivar el incumplimiento cuando esté socialmente justificado. En definitiva: para el Derecho no es inmoral incumplir el contenido normativo de la ley, pero sí pretender exonerarse de la sanción cuando a uno le han pillado.

Esta última consideración nos lleva ahora a analizar las ideas en relación a este tema de nuestro granadino universal, que consideraba no solo a la gran mayoría de las leyes civiles como meramente penales (que no imponen ninguna obligación moral de cumplir, sino solo la de someterse a la pena) sino que veía precisamente su justificación en la necesaria colaboración entre el legislador y el ciudadano en aras al bien común. Eso sí, siempre que el ciudadano fuese responsable antes (ponderando adecuadamente cuándo cumplir y cuándo no) y después (asumiendo la correspondiente sanción).

A diferencia de voluntaristas como Kant o Austin, Suárez asumía francamente que el ser humano ni puede crear leyes perfectas ni puede obedecer de manera perfecta en toda circunstancia. Nuestra naturaleza de legislador y de ciudadano es frágil y nos necesitamos mutuamente. La felicidad del Estado pasa por no gravar excesivamente esa fragilidad. Por eso, el legislador de Suárez es un legislador capaz de ceder poder a sus súbditos, en aras al bien común.[2]Y la manera más adecuada de hacerlo es por la vía de las leyes puramente penales, cuya existencia hay que presumir “cuando la materia es política y no de mucha importancia o necesidad para las buenas costumbres” y la pena no demasiado grave por no ser la materia de tipo moral o fundamental para la paz del Estado.

Para muchos teólogos posteriores (y para muchos filósofos del Derecho) esta postura es incomprensible: ¿cómo se justifica la sanción si no existe culpa? Para Suárez la respuesta era muy sencilla: la sanción exige una causa, sin duda alguna, pero esta no tiene por qué ser la culpa moral, ni mucho menos, sino una causa civil y humana ligada a la utilidad del cuerpo social. En estos casos, por razón del interés colectivo “alguna coacción es útil, y que no se emplee una mayor es también útil a las almas y más propio de una suave providencia que del rigor”. (Estoy convencido de que Shavell no ha leído a Suarez, lo que todavía atribuye más mérito a nuestro compatriota).

Bien, ¿y a qué viene la mención a Savater en el título de este post? Muy sencillo: en que concurriendo la válvula de seguridad de la responsabilidad, toda ley es susceptible de convertirse en puramente penal. Por ejemplo, en cierta ocasión debatiendo en torno a la prohibición de la tortura, frente a la manida pregunta de qué haría uno si supiese que un detenido conoce la exacta colocación de una bomba atómica y se negase a revelar ningún dato,  Savater respondió de una manera muy simple: torturaría sin descanso hasta obtener la información, salvaría a la ciudad, y después me iría muy orgulloso a la cárcel a cumplir mi condena.

En una línea muy suareziana, se defiende así que las leyes de la ciudad no conllevan necesariamente la obligación moral de obedecerlas, pero sí de respetarlas asumiendo las consecuencias del incumplimiento, por muy justificado moralmente que a uno le parezca. Este segundo componente de la ley vinculado a la responsabilidad cívica, que con tanta precisión definió Suarez desligándolo de la culpa moral, es lo que falla hoy clamorosamente en España. En nuestro país, por ejemplo, algunos farmacéuticos con solidas convicciones religiosas se niegan a expedir determinados productos. Me parece moralmente correcto. Lo que no entiendo es que pretendan eximirse también de la correspondiente sanción (lo que reduce mucho el valor moral de su actitud, por cierto). Y todavía entiendo menos que el Tribunal Constitucional les dé amparo, como comenté en esta tribuna no hace mucho tiempo. No creo que sea necesario repasar el comportamiento a este respecto del político medio.

Así que la respuesta a la pregunta que encabeza este post es que no, no siempre es deseable el cumplimiento de lo ordenado primeramente por la norma, pero siempre es deseable asumir íntegramente las consecuencias del incumplimiento una vez que se desencadenan. Lo que demandan nuestras sociedades no es tanto más moral, cuanto más responsabilidad.

 

[1] Existe traducción española en el último número de la Revista de Economía Industrial (nº 398) dedicado al análisis económico del Derecho

[2] Véase Mauro Rafaele Mavrinac, Purely Penal Law: A SuarezianDefense.