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¿Réquiem por los privilegios jurídicos de la Administración tributaria?

¿Por qué un acto administrativo es eficaz? Porque la Administración cuenta con el privilegio de la “autotutela” lo que le permite -a diferencia de los administrados con los que interactúa- llevar a efecto sus pretensiones sin necesidad de acudir a un órgano judicial. Y, ¿por qué la Administración goza de esa “autotutela”? Pues, hipotéticamente, porque se asume que, conforme a lo que la mismísima Constitución predica, “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa (…) con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”. Vale; y entonces ¿qué es lo que sustenta esa actuación en pro de los intereses generales? Pues, también en pura teoría, la propia esencia del sistema democrático, el proceso electoral, que vendría a garantizar que el Ejecutivo -sostenido y vigilado por el Legislativo- lleva a cabo su tarea en favor del interés general. Y, en lo que se refiere a ese “sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”, ¿en qué se concreta? Pues, nada más y nada menos, que en la presunción de validez de los actos administrativos que, a su vez, encontraría su apoyo en que éstos se presumen tan legales como veraces, partiendo de la asunción de que la Administración, en su actuar, cuenta con el don de la infalibilidad. En síntesis, ésa es la teórica construcción conceptual que aspira a sostener el andamiaje del privilegio jurídico del que goza la Administración; si bien “el hecho mismo de que se utilice el término “privilegio´´ (…) para designar esta potestad administrativa de la autotutela ejecutiva lleva a la sospecha de que algo oscuro e inconfesado hace dificultosa la justificación plena de la singularidad de los actos administrativos” (Javier García Ross).

¡Qué interesante!, ¿verdad? En su núcleo, esa posición privilegiada se condensa en la potentísima herramienta de la presunción de validez que, aunque sea “iuris tantum” y que, por tanto, admita prueba en contrario, obliga al administrado perjudicado por esa actuación administrativa a remar contra una virulenta corriente (la fuerza de la presunción) que, además, es en la que se apoya la innata ejecutividad de la actividad administrativa. En el concreto ámbito impositivo podríamos añadir un aspecto adicional: la capacidad de exigir tributos nacería -hipotéticamente- de una decisión de autoimposición adoptada por la propia sociedad a través de su representación política (manifestación de aquel célebre “no taxation without representation”). He ahí, pues, la pretendida esencia de la prevalencia -enorme, potente, vigorosa- de la Administración sobre los administrados/contribuyentes con los que cotidianamente entra en conflicto, en una relación manifiestamente desigual pues aquella cuenta con esas valiosísimas armas que le permiten que -al menos cautelar y provisionalmente- sus pretensiones prevalezcan sobre las de éstos. Así son las cosas y, además, así han sido desde hace mucho tiempo…

Pero…, ¿será siempre así? ¿siguen dándose, a día de hoy, las premisas que aspiran a sustentar (que no justificar) esa tan grave como manifiesta desigualdad entre la Administración y el cuerpo social cuyos intereses está llamada a gestionar? Huuum…; quizá algo esté cambiando tan lenta como implacablemente, casi como el movimiento de placas tectónicas, pausado pero constante, hasta que un día provoque un -¿inesperado?- seísmo.

Veamos. Según se ha expuesto recientemente en el blog Espacio Tributario, las estadísticas oficiales vendrían a demostrar que la Agencia Tributaria pierde, ya en la vía económico-administrativa, casi el 45% de sus litigios; llamativo ratio que en el caso de alguna administración autonómica se elevaría hasta un ya estratosférico porcentaje próximo al 85%… (64% a nivel nacional en el ámbito de los tributos “cedidos”). También es sabido que, aquellos contribuyentes que prosiguen a la vía judicial, logran ver reconocidas sus pretensiones en una media que ronda el 30%. Parece obvio que la conjunción de esos datos lleva a una palmaria conclusión, ¿no?: la pretendida infalibilidad (jurídica y fáctica; de ahí las presunciones de legalidad y veracidad, respectivamente) de la actuación administrativa no parece ser tal…; ergo si la Administración se equivoca como, de hecho, lo hace y, además, no de un modo anecdótico sino con una desmesurada frecuencia, la lógica lleva a cuestionar si sigue teniendo sentido la presunción de validez (cimiento de la ejecutividad) de la que goza la actuación pública. No parece descabellado plantear -siquiera, de momento, desde una perspectiva meramente teórica- que si empíricamente se demuestra que la actuación administrativa es errónea en un elevado porcentaje, es un irracional sinsentido que el Derecho se empeñe en mantener lo insostenible: que la Administración, por principio (y mientras no se demuestre lo contrario), no se equivoca.

Además, a ello viene a sumarse el cuestionamiento de la, hasta ahora asumida, autoimposición (directamente relacionada, obviamente, con el también “mantra” de la búsqueda del interés general). En este punto me limitaré a reproducir las interesantes observaciones del Magistrado del Tribunal Supremo Navarro Sanchís: “(…) la ley fiscal ya no parece ser la expresión de la autoimposición por la comunidad política, (…), sino que ha devenido en una formal ratificación parlamentaria de lo previamente cocinado, sin posibilidad de rectificar el caldo, en las dependencias administrativas. La ley no es ya, en el fondo, una norma parlamentaria, una disposición solemnemente promulgada, sino la canalización en el BOE de lo que el insomnio de algunos funcionarios especialmente hacendosos (…) ha ideado para taponar alguna vía de agua. (…). Siendo ello así, partiendo del presupuesto lógico de partida de que la ley ha cambiado su signo, cabe entender que se ha desnaturalizado el conjunto de potestades que la ley asigna a la Administración para servir a ese bien común que, ahora, nos parece diluido. Habría llegado, pues, el momento de reflexionar acerca del sentido actual de tales gravosas potestades y, más aún, de las presunciones legales atribuidas para satisfacer tal fin. (…). Por eso decía, (…), que ya no resulta admisible a priori la presunción de que los actos de la Administración son legales, cuando no son neutrales. Esa presunción es un mero recurso técnico que facilita la labor administrativa y le dispensa de acudir al juez para que legitime sus actos, obligando al ciudadano a impugnarlos y a alegar y probar su ilicitud. Pero no es una especie de derecho humano de la Administración. No es un dogma que no pueda ser oportunamente arrumbado en aras de principios de orden superior”.

No creo, pues, que sea temerario -ni revolucionario- apuntar que la brecha, la grieta, ya se ha abierto. Si las circunstancias no cambian sustancialmente, se hará más grande y visible y, por ella, entrará cada vez más agua, amenazando la flotabilidad del barco. Y es que, tal y como por estos pagos ya es bien sabido, “no se puede luchar contra los elementos”.