Los partidos políticos y la prohibición del mandato imperativo
El art.67 de la Constitución española, en línea con lo habitual en las democracias representativas, recuerda que los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo. Esto quiere decir que (a diferencia de lo que ocurría en el Antiguo Régimen con algunos Parlamentos estamentales) nadie puede dar instrucciones concretas a sus representantes sobre qué votar o qué decidir en cada caso concreto. Pueden decidirlo libremente.
La prohibición del mandato imperativo tiene sentido en un contexto histórico determinado. Con anterioridad a la llegada de las democracias representativas de corte liberal el modelo de relación existente entre representante y representado se parecía mucho al propio de una relación de Derecho privado. En una relación de mandato, por ejemplo, el Principal imparte instrucciones claras y concisas a un Agente, que debe de obedecerlas. Es decir, el representante tiene que atenerse a las instrucciones del representado en relación con el determinado negocio en el que debe de actuar en su nombre y representación. Algo así sucedía en las Asambleas y Parlamentos del Antiguo Régimen en los que seguía vigente este “mandato imperativo”, es decir, la vinculación de los representantes políticos a las instrucciones impartidas por sus electores sobre el sentido de su voto. Claro está que el hecho de que estas instrucciones pudieran ser fácilmente contradictorias las unas con las otras –dado que los parlamentarios representaban a electores y a veces a estamentos con intereses muy distintos- no favorecía precisamente la adopción de decisiones mínimamente coherentes. Por otra parte, tampoco es que los monarcas absolutos tuvieran mucho interés en convocarlos.
La solución del mandato representativo surge de la mano de la aparición del concepto de “soberanía nacional” y de los nuevos Parlamentos elegidos primero por sufragio censitario y más tarde universal. La nación (formada por los electores con derecho a voto) es ahora el auténtico sujeto de la soberanía y los representantes electos deben esforzarse por defender no tanto los intereses particulares de sus electores sino los intereses generales de la nación en su conjunto. Esta concepción teórica conlleva la desaparición del mandato imperativo que es sustituido por el mandato representativo propio de nuestras democracias. El mandato representativo –sobre el papel- supone que los representantes electos tienen libertad absoluta para decidir el sentido de su voto sobre cualquier asunto que entre en el Parlamento.
Esta es, al menos, la teoría que recogen los manuales de Derecho político. Pero, como tantas otras concepciones características de las democracias liberales representativas nacidas en el siglo XIX, está claro que necesita una revisión en nuestras modernas democracias de partidos. ¿Dónde encajar en este diseño el papel de los partidos políticos y su férrea disciplina de voto? Porque lo cierto es que los representantes electos vaya si obedecen instrucciones. Todos sabemos que en el Parlamento español el resultado de las votaciones –por lo menos hasta que se celebre la de la investidura de Rajoy- era absolutamente previsible. Bastaba con contar los escaños de cada partido. Lo que ocurre es que las instrucciones que reciben y acatan normalmente sin rechistar los señores diputados no son las de los electores; son las que emiten las cúpulas de sus partidos. Si esto no es un mandato imperativo, hay que ver cómo se le parece.
Es cierto que teóricamente estas instrucciones deberían responder a la oferta electoral de cada partido político. Así que, en último término y de forma indirecta, recogerían las preferencias expresadas por los ciudadanos al elegir a uno u otro partido. Pero conviene recordar que tanto en el caso del PP en la IX legislatura gobernando de forma abiertamente contraria a su programa electoral como en el más reciente de la votación en el Comité Federal del PSOE a favor de la investidura de Rajoy hay ocasiones en que no es así. Hay momentos en que la cúpula del partido toma la decisión de abandonar, por las razones que sea, sus compromisos electorales. Y en esos casos tiene bastante fácil imponer su decisión a sus diputados. Por el contrario, los electores más críticos –que tampoco son tantos- tendrán que esperar a las siguientes elecciones si quieren castigar al partido que votaron por el incumplimiento de su programa electoral.
Todo esto es lógico, porque en nuestra democracia los diputados saben muy bien que deben su presencia en las listas (y por tanto en el Parlamento) a las cúpulas de los partidos; incluso cuando se han celebrado unas elecciones primarias más o menos abiertas es muy probable que siga siendo así. Por eso, nada más natural que los diputados cumplan de buen grado con estos nuevos “mandatos imperativos” y no invoquen la libertad que proclama nuestro texto constitucional. La realidad es, sencillamente, que los electores no están en condiciones de exigir un mandato imperativo a sus representantes, pero las cúpulas de los partidos sí.
Hasta tal punto esto así que estamos viendo como cualquier partido puede imponer sin pestañear instrucciones de voto a sus diputados, e incluso sancionarles con multas si no las siguen. Claro está que la sanción máxima para un diputado demasiado díscolo es la de no repetir en las listas. De nuevo tenemos aquí la dicotomía tan habitual en nuestra vida política entre lo que proclaman los textos constitucionales –e incluso la jurisprudencia del Tribunal Constitucional- en torno a la prohibición del mandato imperativo y la realidad impuesta por la partitocracia dominante. Pero también conviene recordar que legalmente los afiliados a un partido tienen la obligación de respetar lo dispuesto en sus Estatutos y de acatar los acuerdos que hayan sido adoptados por sus órganos de dirección y que tradicionalmente los electores españoles han castigado a los partidos con divisiones o problemas internos. Por tanto, más allá de negar la existencia tanto del mandato imperativo de los electores como del mandato imperativo de los partidos, no cabe duda de que la ruptura de la disciplina interna de un partido o la desobediencia a sus órganos de dirección es un asunto de indudable trascendencia y que merece un debate sosegado.
En todo caso, quizás ha llegado el momento de explorar esta y otras cuestiones igualmente importantes. Tenemos la oportunidad de avanzar hacia un Parlamento más interesante y menos monolítico de los que hemos conocido hasta ahora. Puede ser muy ilustrativo escuchar a los diputados de un mismo partido debatir con argumentos rigurosos acerca de la oportunidad de apoyar con su voto distintas opciones, aunque al final lo hagan de forma conjunta. O incluso decidir no respetar la disciplina de partido en algún caso concreto. Porque parece claro que nos espera –mandato imperativo del PSOE mediante- un periodo de sesiones en el que pueden cambiar y mucho los perfiles de los parlamentarios.
En conclusión, creo que la reflexión sobre el delicado equilibrio entre el respeto a la voluntad del electorado, a la disciplina de partido y al mandato representativo de los diputados electos está de vuelta en nuestras complejas y un tanto convulsas democracias del siglo XXI. Y que los españoles la vamos a poder hacer en vivo y en directo en la XII legislatura.
Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid (1980-1985). Accedió al Cuerpo de Abogados del Estado en el año 1988
En la Administración pública ha ostentando cargos tales como Abogado del Estado-Jefe de la Secretaría de Estado de Hacienda; Subdirectora General de Asuntos Consultivos y Contenciosos del Servicio Jurídico de la Agencia Estatal de Administración Tributaria; Abogada del Estado-Secretaria del Tribunal Económico-Administrativo Regional de Madrid; Abogada del Estado-Jefe Servicio Jurídico de la Rioja; Letrada en la Dirección General Registros y Notariado; Abogada del Estado ante el TSJ de Madrid; Abogada del Estado en la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado del Ministerio de Justicia
En la actualidad compatibiliza su trabajo en los Juzgados de lo contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional con otras labores profesionales.
En el sector público, ha ostentado muchos años el puesto de Secretaria General de una entidad pública empresarial.
En su dedicación al sector privado es socia fundadora de la empresa de consultoría Iclaves y responsable del área jurídica de esta empresa.
Destaca también su experiencia como Secretaria del Consejo de administración de varias empresas privadas y públicas, Secretaria del Consejo de Eurochina Investment,
de la de la SCR Invergestión de Situaciones Especiales, y de la SCR Renovalia de Energía; ha sido también Consejera de la sociedad estatal Seyasa y Secretaria de la Comisión de Auditoria Interna; Secretaria del Consejo de la sociedad estatal SAECA.
En el área docente ha colaborado en centro como ICADE; la Universidad Complutense de Madrid; la Universidad San Pablo-CEU o el Instituto de Estudios Fiscales. Ha publicado numerosas colaboraciones en revistas especializadas, de pensamiento y artículos periodísticos.
Es coeditora del blog ¿Hay derecho? y del libro del mismo nombre editado por Península junto con otros coautores bajo el pseudónimo colectivo “Sansón Carrasco” y Secretaria General de la Fundación ¿Hay Derecho?