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Cinco lecciones de un año de política española

(Publicado en el periódico semanal AHORA el día 14 de octubre pasado).

Si tuviéramos que extraer cinco enseñanzas de la experiencia de este último año de política española, yo les propondría las siguientes:

Primera: las propuestas políticas no importan, sólo interesan los cargos. Efectivamente, las reformas contenidas en el acuerdo de investidura entre el PP y Cs son en gran medida coincidentes con las plasmadas en el fallido acuerdo entre este último partido y el PSOE. Pero al igual que Rajoy no consideró ni por un momento entrar a discutirlas cuando se trataba de hacer presidente a Pedro Sánchez, todavía estamos esperando una contrapropuesta socialista al pacto actualmente planteado. Por su parte, Pablo Iglesias estaba dispuesto a negociar su puesto de vicepresidente, pero ni una coma del primer pacto de investidura, a pesar de que hubiera supuesto desalojar al PP del poder. La conclusión es evidente: a nuestros líderes solo les interesan sus cargos y evitar cualquier coste personal, y muy poco las reformas políticas que piden sus electores.

Segunda: cuando solo interesan los cargos, los partidos verticales y cerrados resisten mejor que los (semi) abiertos. Únicamente es posible mantener de manera manifiesta y continuada la preocupación por el propio cargo por encima de cualquier otro interés, cuando se mantiene muy bien sujeto al partido; es decir, cuando se ha tejido una red clientelar de carácter personal generadora de lealtades inquebrantables. Aquellos que no han tenido poder, tiempo o habilidad suficiente para ello, se quiebran por la presión del bloqueo antes que sus adversarios, aunque les lleve demasiado tiempo hacerlo. Hemos comprobado que a medida que pasaban los meses de parálisis surrealista sin propuestas sobre la mesa, el peligro se incrementaba para cada líder en proporción inversa a su capacidad de fuego clientelar. Pedro Sánchez, claramente el que menos cañones tenía a su disposición, ha sido el primero en sucumbir, mientras que Rajoy, presidente in pectore, apenas ha sufrido amenaza interna de ningún tipo.

Tercera: cuando existen partidos verticales y cerrados los “mainsteam media” se ceban principalmente en los (semi) abiertos y vulnerables. Puede ser injusto, por cuanto se desvía el foco público del verdadero problema, pero resulta completamente lógico. El tiempo para las soluciones apremia y no tiene sentido darse contra un muro, así que lo rentable es presionar en el punto de menor resistencia. No es nada personal, porque todos actúan de la misma manera con independencia de su espectro ideológico.

Cuarta: la ley electoral es un lastre, pero por razones distintas de las que se pensaba. Hemos comprobado por dos veces consecutivas que nuestra denostada ley d´hont no ha impedido parlamentos plurales con partidos minoritarios de carácter estatal capaces de hacer de bisagra en sustitución de los nacionalistas. Es cierto de que en vez de uno han surgido dos, lo que obliga en este concreto caso a un pacto a tres, pero eso no es directamente imputable a dicha ley. El verdadero problema es que la circunscripción provincial no solo atribuye un peso desmesurado a las provincias más pequeñas, sino que obliga a sus electores a decidir por el juego del voto útil únicamente entre los dos partidos mayoritarios, todavía más al repetirse elecciones. Estos se ven favorecidos en el reparto con más premio del que merecerían, especialmente en el caso del PP. Al no verse tan castigado electoralmente como ocurriría con otro sistema más equilibrado, el sistema tiende a fomentar el inmovilismo interno y externo de su líder. La impresión final, quizás errónea, es que la corrupción apenas se tiene en cuenta a la hora de votar, pese a que el propio Partido Popular y un centenar de sus cargos y clientes se encuentren procesados.

Quinta: cuando concurren incentivos perversos, las normas son siempre insuficientes. Nuestra arquitectura constitucional es homologable a la de nuestros vecinos, pero no ha impedido diez meses de parálisis, dos elecciones y la amenaza de una tercera. Sin duda, algo se podría avanzar con determinadas reformas (establecer un sistema de investidura a la vasca, por ejemplo) pero debemos ser conscientes de que nuestros políticos han demostrado capacidad de sobra para subvertir cualquier norma jurídica, por muy clara que esté. Para algo tiene que servir la captura partitocrática de los poderes controladores del Estado.  Los ejemplos más evidentes han sido la espantada de Rajoy ante la primera propuesta del rey, que casi desencadena una crisis constitucional, y la negativa del Gobierno en funciones a someterse a ningún control por parte del Parlamento. Pero si eso pasa con las normas escritas, qué decir con las no escritas, como prueba el caso de la designación de Rita Barberá para la diputación permanente con la finalidad de garantizar su aforamiento ante cualquier eventualidad procesal y el nombramiento de Soria para el Banco Mundial. No cabe duda de que estas actitudes generan un grave descredito institucional  y envían a la ciudadanía un mensaje poco adecuado en esta época de crisis de confianza en el sistema.

Conclusión: más que normas, cambiemos incentivos. O con mayor precisión: toquemos especialmente aquellas normas capaces de generar incentivos positivos, especialmente en el ámbito de los partidos políticos, sistema electoral, aforamientos, transparencia, ayudas institucionales a los medios, Tribunal Constitucional, etc. El objetivo debe ser que la regulación formal coincida con la realidad informal, cosa que en la actualidad no ocurre.

Estas lecciones definen de manera genérica nuestro actual sistema político, y la imagen final no parece muy positiva. A nosotros corresponde decidir si queremos cambiarla.