HD Joven: ¿Tienen los partidos ideología?

Hace meses que la singular situación política de España lleva a buscar interpretaciones lejos de lo habitual, dejando a un lado la experiencia acumulada tras cuatro décadas de democracia y acudiendo a caladeros menos explorados. Posiblemente por esta razón, la posición invariable de los partidos políticos me recuerda, por momentos, a algunas teorías político-filosóficas estudiadas en nuestros años universitarios. Así que, aprovechando que en HD Joven también teníamos ganas de atrevernos con la materia, vamos a desempolvar al polémico Carl Schmitt y su Concepto de lo político para acabar…bueno, no sabemos muy bien dónde.

El filósofo alemán, con su peculiar visión, después de negar la vinculación de la política con el derecho por considerar que no está sometida a la dicotomía justo-injusto, la interpreta  a través del análisis de las relaciones entre amigos y enemigos, dos grupos que él mismo diferencia previamente para construir posiciones contrapuestas desde un punto de vista puramente conceptual, sin explicar ni valorar el contenido de las mismas. Para Schmitt, la distinción de ambos conceptos no radica en el contenido, la esencia de lo sostenido por estos amigos y enemigos –que puede ser provocado o estar fundamentado en múltiples razones o hechos de la vida social-, sino en el hecho en sí de ser grupos separados y diferenciados en un grado extremo.

Esta contraposición entre un “nosotros” y unos “otros” que pertenecen a una unidad política distinta, se produce y define independientemente de cualquier contenido psicológico o subjetivo, que correspondería al ámbito privado del hombre: si se me permite la metáfora, desliga completamente el continente del contenido, reduciendo la clasificación entre amigos y enemigos a dos elementos contrapuestos de por sí, que se han servido de este criterio de inclusión y exclusión para definirse como unidad política.

Afirma Schmitt en El concepto de lo político que “el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.

Schmitt sostiene esta teoría, inicialmente, en relación con los Estados como unidades políticas interrelacionadas de la forma que hemos descrito; sin embargo, también la aplica a la propia política de partidos, la que él denomina “política interior” por producirse en el seno de una unidad organizada que es el Estado –y cuya política, al darse en relación con entes homólogos, es “exterior”-. De este modo, en los propios partidos, según el filósofo, cuando la distinción amigo-enemigo invade todas las decisiones, esto es, cuando todo se basa en el simple hecho conceptual de identificar al antagonista, se da lugar a una falta de objetividad que se plasma en formas y decisiones penosas. Para Schmitt, cuando esta maximización de los términos amigo-enemigo se produce en su interior en forma de diferencias políticas “a secas”, es decir, vacías de contenido, se alcanza el grado máximo de “política interior” que se traduce en un enfrenamiento total entre las organizaciones.

En definitiva, lo que plantea Schmitt con su concepción de lo político es que, en su versión más pura, es únicamente enfrentamiento, porque parte de la interacción de dos elementos antagónicos que irremediablemente llevan a la confrontación. Los motivos ideológicos forman parte de la esfera privada y no determinan distinciones entre amigos y enemigos, únicamente pueden transformarse en una cuestión política si devienen lo bastante fuertes como para reagrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos, pero lo político por sí solo no define estos contenidos ideológicos sino que subsiste en el mero hecho de que amigos y enemigos existen como tal y de la posibilidad de que, como consecuencia, se produzca un enfrentamiento, una guerra.

Pues bien, en lo que a nosotros interesa, resulta francamente sencillo trazar un paralelismo entre esta extrema teoría de Schmitt y la deriva que ha tomado la vida política española. Si la crisis desterró cualquier debate no económico de los foros políticos, desde diciembre de 2015 y, más si cabe, desde las elecciones del 26 de junio, la política ha ido quedando –la han ido dejando- vacía de contenido; la ideología ha sido relegada a un segundo o tercer plano de forma paulatina y las unidades políticas, han ido sucumbiendo a la banalidad, entrando en la esfera de lo que Schmitt tilda de penoso.

Actualmente, la política es sólo enfrentamiento entre conceptos yermos, continentes sin contenido. Cierto es que la situación interna de un partido de la importancia del PSOE está siendo un factor determinante, pero incluso extrapolando la teoría de Schmitt a esa unidad política individualizada obtenemos la misma conclusión: las posturas contrapuestas entre sanchistas y abstencionistas se formulan prescindiendo de todo juicio ideológico; en fin, de todo juicio. Los conceptos amigo-enemigo son el principio pero también el fin de cualquier “debate” y las posiciones son encarnadas por síes y noes sin respaldo argumentativo alguno.

En el resto del panorama, tampoco vemos fundamentaciones de tipo económico, jurídico, social o moral que cumpla ese requisito schmittiano para ser considerado política: que devenga tan fuerte que reagrupe a amigos y enemigos, simplemente porque no se plantean motivos ideológicos.

Sin embargo, es igualmente cierto y esperanzador pensar que no se plantean porque no hay una capacidad de diferenciación tal que pueda desembocar en un enfrentamiento a ese nivel; los partidos no se sienten cómodos tratando de captar votos por medio de propuestas concretas porque acabarían siendo casi iguales y esta no es una buena estrategia para acaparar poder. Resulta más útil y sencillo vender al adversario como una amenaza en lugar de como un punto de referencia para diferenciarse.

El Partido Popular –eso sí, exento de cualquier debate político interno, ya sea ideológico o puramente schmittiano- eludió la primera investidura para acudir a la siguiente legislatura apelando al miedo a un posible gobierno PSOE – Podemos. En este caso, de hecho, hubiese sido sencillo justificarse con ideas, pero aparte de algún trazo sobre economía, optó por construir molinos de viento. Y el Partido Socialista, que parecía sacudirse a Schmitt tras la firma de aquel “Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso” (escalofriante nombre, por cierto), se dejó llevar por la esquizofrenia y, antes de que nos diese tiempo a leer todas las medidas, antepuso el famoso no es no al enemigo por el simple hecho de serlo, aunque compartiesen el grueso de las propuestas.

Todo es envoltorio, cualquier conducta contraria a esta corriente se toma como extraña y es criticada, si no tumbada; buen ejemplo de ello y de que la visión amiguista de la política ha calado, es que al que intenta desmarcarse llenando su postura de contenido ideológico, con más o menos acierto, se le señala como sospechoso. Ciudadanos, no sé si por temerario, bisoño o por simple instinto de supervivencia, ha tratado de obviar categorías y centrarse –nunca mejor dicho- en propuestas, pero inmediatamente se le ha tratado de reconducir al ring de amigos contra enemigos: PP le acusa de ser PSOE y PSOE de lo contrario sin reconocer, o al menos escenificar, que los tres comparten la mayoría de las propuestas. Por su parte, no cabe duda de que Podemos tiene ideología, pero será democráticamente útil cuando sepan cuál.

Quizá el punto más criticable de El concepto de lo político de Carl Schmitt sea la separación radical que realizó entre política y derecho, eliminando de aquélla cualquier traza de necesidad de ser justa; pero, antes de tratar esa cuestión en España, será necesario arreglar el “problemilla” ideológico de la política contemporánea.