Disciplina de voto, mandato imperativo, partitocracia…

Sorprende de veras la forma de plantear el debate que estamos viviendo acerca de la libertad de voto y la disciplina de partido. Y sorprende porque me parece que se está pintando un cuadro donde predomina el trazo grueso, dicho sea con todos los respetos hacia quienes en él han participado pues son todos distinguidos expertos.

Para mayor confusión, cuando sus opiniones se trasladan a los relatos periodísticos, inevitablemente más generales, la cuestión se simplifica aún más. La conclusión, casi unánime, que obtiene el lector es que la disciplina del voto del diputado y su sumisión a lo decidido por el partido político es lo más natural del mundo teniendo en cuenta que este ha sido elegido en unas listas cerradas. Si incorporamos la pregunta de si esa misma argumentación vale para el senador que ha sido elegido en listas abiertas, de forma nominal, ya las respuestas flaquean. Pero flaquean poco por la sencilla razón de que tal pregunta importuna ni siquiera se hace.

De manera que el partido manda y el diputado obedece. Claro como el cielo limpio que no alcanza a manchar nube gris alguna.

Sin embargo, propongo que, a quien se adormile sosegado bajo ese cielo apacible, le despertemos preguntándole algo tan sencillo como:  ¿está usted de acuerdo con el sistema partitocrático en que se ha convertido la democracia española? A buen seguro contestará que no, sin advertir que la fórmula que con tranquilidad ha asumido lleva justamente a las prácticas partitocráticas más extremas (y abominables).

Sigamos siendo crueles con nuestro interlocutor y procedamos a inquietarle un poco más preguntándole de nuevo: ¿cómo valora usted el nivel profesional, el intelectual, el prestigio personal de nuestros diputados? Contestará sin duda que no puede ser peor porque los partidos escogen, en lugar de a personas valiosas, a personas sumisas y bla, bla, bla …

Es decir, la opinión pública aplaude que el partido mande al diputado que ha de obedecer, no le gusta la indisciplina porque para eso es diputado de un partido pero al mismo tiempo abomina de la partitocracia y del bajo nivel de los diputados. La incoherencia no puede ser más manifiesta.

La Constitución es más sabia y más prudente que la opinión pública. Y, fruto como es de debates perfilados y de profundas raíces históricas, aporta unos cuantos matices para zarandear las conclusiones precipitadas. Y así empieza por decir en el artículo 67. 2 que “los miembros de las Cortes generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Lo mismo podemos leer en las Constituciones francesa, alemana … Después en otro artículo, el 79. 2 señala que “el voto de senadores y diputados es personal e indelegable”.

¿No valen nada estas declaraciones? ¿Son como vulgarmente se dice papel mojado? ¿O el resplandor del rayo si nos queremos dejar arrebatar por la lírica? Eso parece porque, cuando en el debate que vivimos, recordamos la existencia de estas previsiones constitucionales, lo cierto es que inmediatamente se despeja el problema afirmando que nada tienen que ver con la realidad, pues esa señora, la realidad que manda, lo que nos dice es que los partidos políticos son los que llevan la batuta y por tanto los que deciden aquello que el diputado (o senador) ha de votar sobre las cuestiones que pasan por su escaño. Y se añade: la prohibición del mandato imperativo es una reliquia histórica y como todas las reliquias puede servir como amuleto, para practicar un culto inocente o, si se prefiere, como homenaje pintoresco a un pasado ya periclitado. Además así ocurre en todos los países, nos enseñan, lo cual no es siempre cierto porque en Francia el Gobierno de Hollande ha tenido que retirar varias propuestas -y no menores- por discrepancias en el seno del grupo socialista y en Alemania es frecuente que su Gobierno tenga que hacer encaje de bolillos para conseguir el voto favorable de todos los diputados que lo sostienen.

Cuando se lee esta forma de razonar, a mí -lo confieso- se me sublevan los entresijos de mis entendederas. Porque, veamos: si nosotros despachamos un par de preceptos constitucionales así a la ligera y los enviamos al lado oscuro del salón donde reposaba el arpa bécqueriana, ¿por qué hemos de extrañarnos de que el independentista catalán o el antisistema podemita quiera hacer lo mismo con los que considere obsoletos en nuestro ordenamiento constitucional?

No y mil veces no. Ese no es el camino de discurrir de un jurista que dispone de los utensilios que presta, ya muy afinados, la interpretación constitucional.

Y así, si seguimos, como es obligado, por el sendero de la Constitución advertiremos que esta se ocupa también de los partidos políticos a los que se encomienda concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” pues son “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6).

Es decir, otorga un papel relevante a los partidos.

Pues bien, siendo estas las cartas repartidas, lo necesario es acudir a las reglas que regulan ese juego de cartas. Y lo que nos enseña su reglamento y, más allá, el solfeo de la interpretación es que todos los preceptos constitucionales han de convivir -en tensión o pacíficamente- pero sin que uno de ellos pueda llevarse por delante a otro u otros expulsándolos del paraíso constitucional. Se impone la armonía, la ponderación de lo que, de acuerdo con el principio de proporcionalidad, sea relevante proteger.

En relación con el debate en el que estoy interviniendo ni la prohibición del mandato imperativo se puede entender de tal manera que cada diputado haga lo que le pete ni la importancia del partido político en el actual Estado democrático puede arruinar lisa y llanamente la autoridad de que goza el diputado (o senador).

De acuerdo con esta línea argumental, puede decirse que el parlamentario ha de votar en libertad pero de acuerdo con el programa electoral con el que ha sido elegido que está obligado a respetar como igualmente ha de respetar los compromisos políticos que se contienen en lo que algún autor alemán (N. Achterberg) llama “parámetros esenciales”, es decir, ideas básicas del partido a las que está obviamente vinculado.

Pero añadamos ahora que, a estos protagonistas, partido y parlamentario ha de  agregarse otro ser colectivo de enorme importancia, a saber, el grupo parlamentario. Una realidad que se ve muy clara en el Parlamento europeo donde en cada grupo conviven decenas de partidos nacionales.

Se advierte, tras lo dicho, la dimensión conflictiva del asunto que de forma tan despachada se resuelve en nuestro medio.

Partido – parlamentario- grupo político. Tres personas distintas que han de dar como resultado una sola verdadera.

¿Cómo?

El Partido debe en efecto fijar posiciones básicas de acuerdo con su ideario. Ahora bien, a renglón seguido, se suscita la pregunta: ¿qué órgano del partido? Porque vemos cómo en el seno del PSOE, que es de donde procede toda la polémica, sus actores, leyendo el mismo Evangelio, es decir, los mismos Estatutos y Reglamentos, unos han atribuido la competencia para decidir al comité federal y otros directamente a los militantes. O a la Comisión gestora o al secretario general. Las alternativas son múltiples. Por tanto las normas internas han de ser claras en este punto. Pero sinceramente ¿es ello posible? Sospecho que no es fácil.

En cualquier caso se impone que el grupo parlamentario se encuentre siempre en el meollo de cualquier decisión que, al cabo, haya de traducirse en un voto en el hemiciclo. Esta presencia inderogable del grupo garantiza que el diputado o senador, individualmente considerado, sea oído y se pronuncie sobre las cuestiones de las que está al corriente por su pertenencia a esta o a aquella comisión o por ser un profesional conocedor de lo que se debate, etc.

Reducir al grupo (y al diputado) a la condición de simple destinatario de una decisión tomada en el seno del partido sin respetar su participación activa es tergiversar el sentido de la prohibición del mandato imperativo y volver a la época en que el diputado era un simple representante de un gremio, ciudad etc (con lo que acabó la revolución francesa). Solo que ahora del partido. Es el perinde ac cadaver de las constituciones ignacianas.

 E insisto: si nosotros ignoramos los artículos 67.2 y 79. 2, ¿por qué nos ha de extrañar que otros políticos ignoren los artículos constitucionales que consideren expulsados de la Historia?

¿No es más razonable tratar de dar al conjunto un tratamiento armónico?

Por eso me parece pésima la forma en que ha decidido el PSOE en esta crisis.

Pues hemos asistido a un debate en el que se han barajado como depositarios de la legitimidad para decidir la investidura del Presidente del Gobierno al Comité federal, a los afiliados … Todos menos a los diputados que conforman el grupo socialista en el Congreso compuesto casualmente por personas que han sido elegidas, no por los miembros del partido ni en elecciones internas, sino coram populo por todos los españoles que respaldaron las siglas socialistas en elecciones avaladas por un sistema electoral depurado que, en caso de conflicto, está vigilado por los jueces. ¿Qué mayor legitimidad se puede pedir?¿Por qué han estado en un plano secundario (si es que han estado en alguno) quienes ostentan la representación de todos aquellos españoles que, sientiéndose socialistas, votaron al PSOE el pasado 26 de junio?

Lo irritante es que -como he adelantado- aquellos que han puesto en marcha este proceder más todos aquellos que lo aplauden o les parece lógico son exactamente los mismos que abominan de la partitocracia y que se lamentan del bajo nivel de nuestros diputados a Cortes.

Pero ¿puede de verdad un profesional serio y con criterio político aceptar tal desaforada sumisión?