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Vetos del Gobierno a las proposiciones de Ley de la oposición

Cada año tiene su artículo de la Constitución favorito. El año pasado fue el art. 99, que regula el papel del Rey en la investidura del Presidente del Gobierno. El de este año es, indiscutiblemente, el art. 134.6, que dice lo siguiente:

Toda proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios requerirá la conformidad del Gobierno para su tramitación.

 En la actual lucha entre el Parlamento y el Gobierno en minoría del PP, dicho artículo constituye la línea Maginot de este último. Es un arma defensiva que puede hacer imposible que la oposición pueda aprobar leyes que al Gobierno no le gusten. Y a nadie se le puede escapar la transcendencia política de algo así

No vamos a entrar ahora en el fundamento de la norma, ni en la manera en la que la Constitución lo ha plasmado en la práctica. Baste decir que siendo el fundamento razonable, su traducción jurídica es excesivamente tajante y rigurosa. Es decir, regulaciones relativamente próximas existen en otros países, pero ninguna atribuye ni de lejos tanto poder de decisión al Gobierno de turno (sobre esto véase el magnífico artículo de Fernando Santaolla publicado en el último número de ENSXXI). Si rebuscamos por ahí sólo podríamos encontrar una norma igual, y es el art. 58.11 de nuestra Ley Orgánica del Estado de 1967, que dice que “Toda proposición o enmienda a un proyecto o proposición de ley que entrañe aumento de gastos o disminución de ingresos, necesitará la confirmación del Gobierno para su tramitación”. Pero en esa época, Parlamento, lo que se dice Parlamento, no había…

Bien, ciñámonos al Derecho vigente.  Parece evidente que la cuestión de fondo no admite discusión. Si la proposición supone aumento de gastos o disminución de ingresos se requiere la conformidad del Gobierno. Si no la da no se puede tramitar. Y si pese a ello el Parlamento continua la tramitación y aprueba la ley, esta sería nula por inconstitucional.

Pero el verdadero problema, como tantas veces en Derecho, es de forma: concretamente, el de a quién corresponde calificar si se da o no el presupuesto de hecho (aumento de gasto o disminución de ingreso) tanto en un primer momento como de manera definitiva. Y sobre esto la Constitución no dice nada, al menos no expresamente. Por su parte, el Tribunal Constitucional ha tratado el tema sólo en el ámbito autonómico, y además de forma un tanto ambigua o incluso contradictoria (ATC 240/1997, STC 223/2006 y STC 242/2006).

Y es que el tema es mucho más complejo de lo que parece. Si se considera que la valoración corresponde en exclusiva al Gobierno, se le da un poder absoluto del que puede abusar con total facilidad en detrimento del órgano donde reposa principalmente la soberanía nacional: el Parlamento. Aparte de que con ese abuso se vulneraría el tenor constitucional que sujeta el veto a un presupuesto muy concreto, no al capricho de nadie. Eso podría ser razonable en las Cortes franquistas, pero desde luego no ahora.

Pero si se considera que corresponde a la Mesa del Congreso (que es un reflejo del Parlamento), habría de dilucidar primero si de forma provisional o definitiva. Es decir, como la cuestión de fondo no puede discutirse (la prerrogativa del Gobierno en ese caso), si la valoración de la Mesa fuese definitiva y el Gobierno no pudiese recurrirla al TC, se estaría venciendo ahora la balanza completamente del otro lado y el art. 134.6 de la CE se convertiría otra vez en papel mojado. Pero si la valoración es provisional, al solo efecto de permitir iniciar la tramitación (solución francesa), el Gobierno siempre podría recurrir al TC para que valorase de manera imparcial y definitiva si se da el supuesto de hecho, por lo que se estaría tramitando una ley que a la postre puede ser declarada inconstitucional y expulsada del Ordenamiento, quizás algunos años después de su promulgación. Quizás si tal cosa ocurriera con solo una ley, pues vale, se podría soportar, pero esto no puede afectar a toda una legislatura, como la actual situación de enfrentamiento amenaza.

Pensemos, además, que es muy dudoso que el TC pueda atribuir en su primera sentencia a ninguno de los dos (Gobierno o Parlamento) una facultad de decisión definitiva, pues, como hemos visto, eso no respetaría el tenor constitucional que vincula el veto a un supuesto de hecho muy concreto que debe concurrir necesariamente. Por eso, el TC tendría que entrar a valorar en cada caso concreto la situación de hecho, que no es jurídica sino de técnica financiera-contable (si verdaderamente se incrementa el gasto o no). En fin, una absurda pesadilla; pero en cualquier caso esta es la vía que ya ha iniciado el Gobierno (aquí), pues ha decidido que durante la fase de tramitación planteará el TC un conflicto de competencias y tras la aprobación de la ley, en su caso, una cuestión de inconstitucionalidad.

Por eso, la única solución razonable y útil para los ciudadanos es que el Gobierno y el Parlamento lleguen al acuerdo (que se incorpore además al Reglamento del Congreso) de crear una comisión escogida por sorteo entre profesionales competentes que dilucide por mayoría en cada caso si concurre o no el supuesto de hecho discutido. Y que se atribuya a esa decisión técnica la condición de definitiva. Al fin y al cabo, si aun en el caso de acudir al TC, este al final no va a tener más remedio que delegar en expertos para que le asesoren, ¿por qué no acudir a ellos directamente?

Nos han prometido que con esta legislatura comenzaba una nueva época de pactos, consenso y recuperación institucional. Veremos si predican con el ejemplo o si, por el contrario, todo terminará otra vez en el TC, aumentado así la importancia, por si ya fuera poca, de su captura partidista, con la consiguiente sospecha en detrimento de una de las instituciones fundamentales del Estado.