¿Ganar el pasado o ganar el futuro? Tribuna en EM de Elisa de la Nuez
Las democracias occidentales de corte liberal viven a ambos lados del Atlántico un momento crítico. Han sido, indudablemente, unos instrumentos inmejorables para la creación de riqueza y bienestar en el mundo occidental y han conseguido exportar con enorme éxito el modelo económico de sociedades abiertas y competitivas. Pero su tiempo se está acabando y deben reinventarse. No podemos cerrar los ojos ante la creciente fuerza de los movimientos populistas/antisistema, nacidos de la preocupación por la sostenibilidad de nuestro modelo económico y nuestra forma de vida, de la desafección hacia las instituciones y la desconfianza frente a “las élites” y, en definitiva, de la preocupación por el futuro: nuestros hijos tienen la convicción –probablemente por primera vez en décadas- de que van a vivir peor que la generación de sus padres. La extensión del nuevo “precariado” (una clase social con contratos temporales y escasamente retribuidos, tan identificable como antes lo fue la del proletariado) sobre todo entre los más jóvenes es una prueba evidente de que esta convicción es muy fundada.
Mientras tanto, nuestro país sigue ensimismado en problemas domésticos y en tacticismos de corto alcance. Recientemente se han celebrado los congresos de dos importantes partidos españoles, uno “de toda la vida” y el otro nuevo. Lo más significativo son sus similitudes y no las diferencias, lo que no deja de ser interesante teniendo en cuenta que ambos están muy separados ideológicamente. Como es sabido, los congresos –tormentoso el de Podemos, plácido y bajo control el del PP- han terminado con la pronosticada victoria de “los Jefes”, más ajustada en el caso de Pablo Iglesias (lo que no le ha impedido laminar a los críticos y sustituir a Iñigo Errejón como portavoz por su pareja, Irene Montero) y absolutamente contundente, por falta de oposición interna, en el caso del PP.
Es fácil destacar las obvias dificultades que nuestros partidos políticos tienen con la noción de de “democracia interna” –suponiendo que lo consideren algo deseable, lo que no siempre ocurre- dado que inevitablemente se entiende no como posibilidad de ideas y propuestas distintas sino en términos personales, de adhesión o traición al líder o al aspirante a sustituirlo. Tanto las discusiones un tanto infantiles protagonizadas en las redes sociales por Pablo Iglesias o Iñigo Errejón como la adulación practicada por figuras tan relevantes del partido como Dolores de Cospedal con respecto a Mariano Rajoy (por no hablar de otros protagonistas secundarios) son manifestaciones del mismo fenómeno. Y es lógico, porque todos los incentivos del sistema político español empezando por el sistema electoral y terminando por el reparto de cargos públicos a la clientela a costa de las instituciones apuntan en la misma dirección: lo importante es llevarse bien con el que te puede poner en las listas y “colocar” en un cargo apetecible. A partir de ahí, lo lógico es repetir consignas y tirar de argumentario.
Las controversias ideológicas o, más modestamente, el libre contraste de pareceres y opiniones están fuera de lugar en un contexto donde hay que alinearse necesariamente con quien te puede permitir hacer carrera política o sencillamente tener un trabajo con cargo al erario público. La cúpula del partido ejerce un férreo control sobre el “aparato” incluso en aquellos en los que se llama a la militancia -o a los simpatizantes- a participar de forma más o menos testimonial o más o menos efectiva. Los complejos sistemas de elección de representantes en los órganos de dirección (probablemente inevitables en partidos grandes donde la gente no se conoce) favorecen inevitablemente a los que los diseñan. Y los “checks and balances” internos (como comités de disciplina o de garantías) sencillamente no existen entre otras cosas porque requerirían la presencia de personas auténticamente neutrales e independientes que, por definición, no son fáciles de encontrar dentro de las filas de un partido.
Pero quizás el mayor problema es que en un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas no hay ninguna posibilidad real de que la opinión de los ciudadanos sobre las cualidades y capacidades de los posibles candidatos en liza tengan algún peso en las decisiones de los partidos. Tampoco facilita que la selección del equipo del líder de turno esté compuesto por personas con perfil propio y con capacidad crítica. A nuestros emperadores partitocráticos no les gusta que les susurren aquello de “recuerda que eres mortal” no ya por un modesto servidor sino por un fiel compañero de filas. De manera que tienden a preferir a los corifeos que se limitan a seguir instrucciones, a cantar las virtudes del Jefe y a denostar los defectos de los adversarios. Con honrosas excepciones nadie quiere rodearse de personas con más capacidad que la propia, lo que tiende inevitablemente a condenar al ostracismo a los mejores y a promocionar a los mediocres y, sobre todo, a los serviles. Pero no nos engañemos: una persona con criterio y talento pero que antepone el servilismo a otras consideraciones no puede llegar a ser un gran político aunque pueda acumular mucho poder. Y es que la supresión –aunque sea voluntaria y hacia afuera- de las facultades críticas y del libre pensamiento tienen un coste intelectual y moral enorme. A la vista está.
Algo similar sucede respecto de las opciones ideológicas o de las políticas concretas que se ofrecen por un sector del partido frente a otro, dada la escasa información que sobre este tipo de cuestiones se ofrece a la opinión pública y, por supuesto, a los propios simpatizantes. Los grandes números de participación de la militancia que se ofrecen en partidos como Podemos ocultan esa realidad; ni ciudadanos ni afiliados tienen posibilidades reales de ejercer no ya un mínimo control sino una mínima influencia sobre las diferentes opciones de políticas públicas sobre las que –al menos teóricamente- resulta posible elegir en el seno de un mismo partido.
En conclusión, resulta muy llamativo que en un momento de crisis general de la democracia representativa liberal, construida a lo largo del último siglo y medio sobre un modelo económico y productivo que está desapareciendo a ojos vistas nuestros partidos políticos sigan a lo suyo, a la lucha por el poder interno o externo no se sabe muy bien para hacer qué, ante unos ciudadanos que empezamos a cansarnos de un espectáculo que siempre es el mismo aunque en los nuevos al menos nos cambien de vez en cuando a los actores. Por supuesto que conquistar el poder político es el fin último de cualquier partido político; pero sería interesante saber qué es lo que se quiere hacer una vez que se conquiste, además de repartir prebendas y beneficios a los más fieles y condenar a las tinieblas exteriores a los “traidores”. Para saberlo ya no son suficientes las grandes palabras; más trabajo, más igualdad, más justicia, menos corrupción, etc, etc. Ahora necesitamos un poco más de detalle e incluso, ya puestos a exigir, alguna evidencia empírica que fundamente la toma de decisiones. Tampoco nos vendría mal que las propuestas de reformas vengan avaladas, dentro de lo posible, por el éxito que hayan tenido en otros países o que, por lo menos, no importemos medidas que hayan fracasado.
Estos son los grandes retos que tenemos a la vuelta de la esquina. Por eso resulta tan sorprendente que nuestros grandes partidos, viejos o nuevos, no traten ni de refilón ninguna de las cuestiones que van a marcar las próximas décadas. Hablamos de la precarización general del empleo (en parte consecuencia de la decreciente relevancia del factor trabajo en los procesos productivos puesto que el aumento de la productividad se debe sobre todo a la automatización de muchos procesos) de demografía, de las consecuencias sociales y políticas de la globalización, de la creciente desigualdad, de la pérdida de confianza en unas élites percibidas como lejanas y egoístas, o de tantos y tantos problemas que están minando la confianza en nuestras democracias occidentales. Mientras tanto, nuestros partidos políticos siguen empeñados en ganar un juego cuyas piezas están a punto de ser retiradas por obsoletas. Porque les guste o no el futuro no se va a ganar ni con llamadas a la movilización en la calle ni con blindajes del “statu quo”. Necesitamos con urgencia un nuevo contrato económico, social y político como el que ha permitido el gran desarrollo de nuestras sociedades occidentales durante muchas décadas, y, sobre todo, necesitamos líderes políticos capaces de entenderlo.
Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado es licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid (1980-1985). Accedió al Cuerpo de Abogados del Estado en el año 1988
En la Administración pública ha ostentando cargos tales como Abogado del Estado-Jefe de la Secretaría de Estado de Hacienda; Subdirectora General de Asuntos Consultivos y Contenciosos del Servicio Jurídico de la Agencia Estatal de Administración Tributaria; Abogada del Estado-Secretaria del Tribunal Económico-Administrativo Regional de Madrid; Abogada del Estado-Jefe Servicio Jurídico de la Rioja; Letrada en la Dirección General Registros y Notariado; Abogada del Estado ante el TSJ de Madrid; Abogada del Estado en la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado del Ministerio de Justicia
En la actualidad compatibiliza su trabajo en los Juzgados de lo contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional con otras labores profesionales.
En el sector público, ha ostentado muchos años el puesto de Secretaria General de una entidad pública empresarial.
En su dedicación al sector privado es socia fundadora de la empresa de consultoría Iclaves y responsable del área jurídica de esta empresa.
Destaca también su experiencia como Secretaria del Consejo de administración de varias empresas privadas y públicas, Secretaria del Consejo de Eurochina Investment,
de la de la SCR Invergestión de Situaciones Especiales, y de la SCR Renovalia de Energía; ha sido también Consejera de la sociedad estatal Seyasa y Secretaria de la Comisión de Auditoria Interna; Secretaria del Consejo de la sociedad estatal SAECA.
En el área docente ha colaborado en centro como ICADE; la Universidad Complutense de Madrid; la Universidad San Pablo-CEU o el Instituto de Estudios Fiscales. Ha publicado numerosas colaboraciones en revistas especializadas, de pensamiento y artículos periodísticos.
Es coeditora del blog ¿Hay derecho? y del libro del mismo nombre editado por Península junto con otros coautores bajo el pseudónimo colectivo “Sansón Carrasco” y Secretaria General de la Fundación ¿Hay Derecho?