Artículo de nuestro coeditor Ignacio Gomá Lanzón en El Español: “Los notarios y las cláusulas suelo”

El pasado día 27 de enero se publicó en El Español un artículo de nuestro coeditor Ignacio Gomá (ver aquí) y que por su interés transcribimos a continuación:

Recientemente se han publicado algunos artículos periodísticos que han cuestionado la actuación notarial en relación a las cláusulas suelo, a la vista del catastrófico desenlace que ha tenido su inclusión en las escrituras. Creo que hay que salir al paso de esta idea, porque no es exacta. Por supuesto, como notario, no soy imparcial, pero si se me concede alguna autoridad en la materia, sirva este artículo para explicar que ciertas cuestiones complejas tienen diversas capas de análisis que es preciso deshojar.

La primera es cuál es estrictamente la función notarial. Aquí hay que afirmar claramente que el notario no es quién para declarar nula o abusiva ninguna cláusula que no esté claramente prohibida por estar incluida en la llamada lista negra de cláusulas abusivas contemplada en los artículos 85 a 90 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios o por haber sido declarada nula por abusiva en sentencia inscrita en el Registro de Condiciones Generales de la Contratación, como dice el artículo 84 de la misma ley. Y es lógico que sea así, porque el notario no puede erigirse, sin atentar contra el principio de tutela judicial efectiva, en una especie de juez preventivo que anule cláusulas según su particular criterio y sin un juicio contradictorio con audiencia de las partes y sin posibles recursos. Es preciso recordar que en un sistema de libertades como el nuestro lo que no está prohibido está permitido, y la tarea del notario es canalizar esa libertad contractual y adaptarla a las normas vigentes, dar certeza de su contenido –función fedataria- y, además aconsejar a las partes sobre el fondo –función asesora- advirtiendo en su caso a las partes si una determinada cláusula es dudosa o va producir efectos quizá no deseados. Lo hacemos todos los días. Además, denegará su autorización (la firma) -función de gatekeeper– ante una cláusula claramente nula. Pero no, repito, si no lo es claramente.

¿Y las cláusulas suelo no eran claramente nulas? Pues no. Es más, como concepto son perfectamente válidas, porque si usted puede pactar con el banco un interés fijo del cinco por ciento o un interés totalmente variable, ¿por qué no puede pactar un interés que oscile entre un cuatro y un seis? Es más, la ley daba a estas cláusulas carta de naturaleza porque estaban contempladas en una orden ministerial sobre la materia de 5 de mayo 1994 y luego en otra de 28 de octubre 2011 que decían exactamente cómo debían reflejarse en el documento –separada y claramente- y obligaban al notario a informar expresamente de su existencia y de sus consecuencias. La ley 1/2013 las reconoce y les pone ciertos requisitos.

¿Y entonces, por qué se han impugnado? Lo que en realidad ha pasado es que cuando esas hipotecas se pactaron el interés medio estaba, pongamos, en el cinco por ciento y si se fijaba un suelo del dos y medio la gente lo aceptaba sin ninguna objeción porque pensaba que nunca bajaría tanto y que, si tal cosa pasaba, le compensaría. Pero llegó la crisis y todo se descabaló. La gente no previó la bajada de tipos y seguramente los bancos tampoco, a juzgar por el destino que han tenido algunos. O quizá sí lo sabían, pero entonces habrá que demostrarlo en cada caso. Y ello me lleva a mi cuarta reflexión.

¿Por qué las anuló al Tribunal Supremo? Con la crisis y correspondiente sufrimiento económico de los ciudadanos pactos que antes no se veían abusivos o que simplemente se toleraban comenzaron a ser cuestionados. El Tribunal Supremo adoptó una postura beligerante en defensa de los consumidores que ha cosechado notables éxitos, como en el asunto de las preferentes y en otros muchos.

Pero en materia de cláusulas suelo metió –hablando mal y pronto- la pata hasta el fondo, porque en el ejercicio de una acción de cesación -que examina las cláusulas abstractamente y no en función de las circunstancias del caso- declaró nulas todas las cláusulas suelo por falta de lo que llamaba “comprensibilidad real” que, por su propia naturaleza, exigiría precisamente examinar cada caso para determinar si cada prestatario comprendió o no y si el banco prestó la información previa preceptiva. Seguramente lo hizo para evitar el colapso judicial que se produciría con un examen de cada caso, pero al final este se va a producir igualmente.

Para cerrar el círculo de desaciertos, como vio que su decisión podía crear un “trastorno económico” en el sistema financiero se inventó el concepto de “retroactividad limitada” de sus efectos, que fijó en el 13 de junio de 2013 y que finalmente – y con toda la razón- ha anulado el TJUE, pero dejando subsistente, porque no podía entrar, la otra parte de la ecuación, que es la de la nulidad de las cláusulas suelo. Un desastre. Y es que convertirse en “legislador de hecho” es un exceso jurídico que tiene las patas cortas.

Lo que antecede no significa defender a todos los bancos y ni siquiera a todos los notarios. Sin duda ha habido muchos abusos financieros que hay que castigar y habrá algunas cláusulas suelo nulas porque el banco no prestó la información debida, o porque el notario quizá no leyó debidamente o no prestó bien su función. Anúlense, una vez demostrado. Pero anular todas sin ese examen es injusto y tiene un mal mensaje moral al incentivar la actuación negligente: da igual que lo hayas hecho bien o mal porque son nulas en todo caso.

Tampoco quiere eso decir que el notario no debería poder hacer más. Es cierto que muy pocos prestatarios usan del derecho de comparecer en la notaría con tres días de antelación para examinar el proyecto de escritura. Pero eso se debería potenciar legalmente estableciendo la consulta anticipada de la oferta vinculante en las notarías con total libre elección del notario por el consumidor. Seguro que los notarios estaríamos muy de acuerdo, aunque significara trabajo no -o mal- retribuido, porque reforzaría la profesión, haciéndonos más útiles.

 

Por una normativa eficiente de contratación pública” (III): El mundo de las concesiones

(son coautores Antonio Maudes y Juan Manuel Contreras Delgado de Cos)

Como continuación a las entradas sobre este: Por una normativa eficiente de contratación pública (I) | CNMC blog (principios orientadores y gobernanza) y éste otro (ii) sobre el  ámbito de aplicación subjetivo y objetivo, centramos nuestra atención en la figura de las concesiones (iii).

El Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público (PLCSP) remodela en profundidad la regulación de las concesiones para ajustarse a la Directiva 2014/23/UE. A través del contrato de concesión de obra o servicio se consigue la cooperación de sujetos privados para la ejecución de una obra o para la gestión de un servicio durante un determinado periodo de tiempo, de esta forma,  la propia concesión constituye la forma primordial de retribución, que puede ir o no acompañada de un precio abonado por la Administración.

¿Qué y quién debe determinar la idoneidad del contrato de concesión frente a otros tipos de contratos?

La prestación de una obra o un servicio podrá configurarse como contrato de concesión dependiendo de cómo se concreten las condiciones de prestación, el régimen retributivo y el reparto de riesgos en los pliegos. Sin embargo, el PLCSP no indica en qué supuesto sería la mejor opción acudir a dicha figura. Es ahí donde entendemos que debe jugar un papel esencial el test de necesidad y proporcionalidad vigente en el ordenamiento jurídico español.

La concesión será el instrumento idóneo cuando se decida, después de un análisis adecuado del coste/beneficio social, que es posible y conveniente ceder el protagonismo principal de un proyecto, bajo la tutela y control de la Administración, a la iniciativa y capital privado durante un plazo determinado. La decisión no debería basarse en otras consideraciones ajenas como la computabilidad en términos de déficit público.

Cobra especial relevancia, en este ámbito, quién lleva a cabo el análisis de los proyectos de concesión. Las propuestas de contratación pública de determinada envergadura, en todos los ámbitos, deberían ser objeto de un análisis ex ante y ex post (coste/beneficio social e impacto en el presupuesto público por ejemplo), por parte de una autoridad administrativa independiente no sujeta al ciclo político. Como se pone de manifiesto por el Banco Mundial, así sucede por ejemplo en Reino Unido, Corea del Sur o Estados Unidos.

La disposición adicional 39 PLCSP se refiere a la Oficina Nacional de Evaluación, encargada de examinar la viabilidad financiera y otros aspectos relativos a las concesiones de obras y servicios con carácter previo a su otorgamiento.

En relación con esta Oficina, cabe señalar lo siguiente:

  • No será de utilidad si no se asegura creación de un órgano realmente efectivo, independiente y dotado de medios suficientes, en la línea de una autoridad administrativa independiente (arts. 109 y 110 Ley 40/2015 RJSP) como propuesto por la CNMC.
  • En cuanto a su ámbito de actuación, sería conveniente extenderlo a contratos distintos de los contratos de concesión, en los que también se debe realizar un examen ex ante en cuanto a su coste/beneficio social, sostenibilidad.

¿Qué papel juega la transferencia del riesgo en el contrato de concesión?

La contraprestación en el contrato de concesión consiste en el derecho del concesionario a explotar económicamente de manera viable la obra o el servicio, “a su riesgo y ventura”. La transferencia de una parte sustancial del riesgo al concesionario no sólo es un requisito de la Directiva 2014/23/UE, que regula las concesiones, sino un instrumento económico esencial, de plena racionalidad, para hacer frente al problema de información asimétrica que aqueja a los contratos de concesión.

Como ponen de manifiesto, por ejemplo Tirole y Saussier, en su reciente informe del Consejo de Análisis Económico francés, la concesionaria tiene un mejor conocimiento que el órgano contratante de la tecnología disponible, de los costes de aprovisionamiento y de la demanda de los servicios y obras públicas objeto de la concesión. Adicionalmente, los costes y la demanda reales no son independientes de sus propias decisiones en materia de gestión de recursos humanos, de elección de capacidad de producción, de I+D+i, de niveles de calidad del servicio o de gestión de riesgos.

Por tanto, aunque en determinados supuestos puede complementarse la explotación de la concesión con la percepción de un precio abonado por la Administración concedente, debe existir una transferencia real del riesgo operacional al concesionario, que no puede tener asegurada la recuperación total de las inversiones ni los costes realizados, porque ello generaría incentivos equivocados. En este sentido se manifiestan, por ejemplo, Ganuza y Llobet, cuando hablan de los elefantes blancos –para referirse a aquellas infraestructuras cuyo valor social negativo hubiera podido identificarse fácilmente de antemano- y de la negativa incidencia que en estos tiene una generosidad excesiva en la configuración de las instituciones jurídicas dirigidas a limitar el riesgo asumido por concesionario, como el reequilibrio económico de la concesión.

Precisamente, la transferencia del riesgo operacional mejora notablemente como consecuencia de la nueva regulación de los pagos al concesionario en caso de resolución. El PLCSP avanza en la línea de ajuste de estos pagos al valor real de la concesión iniciada por la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, aunque va más allá:

  • Cuando la resolución no le es imputable al concesionario (art. 278.1 PLCSP), aunque se respeta el principio de indemnizar los costes soportados por éste, se incluye una amortización lineal, que minora el importe a satisfacer por la Administración.
  • Cuando la resolución de la concesión es imputable al concesionario, se establece una licitación obligatoria de la concesión (art. 279 PLCSP), con el precio como el único criterio, cuyo resultado determinará el importe con el que se indemnizará al concesionario. Es decir, se considerará valor real el importe que terceros estén dispuestos a pagar por explotar la concesión.

Este cambio supondría una drástica reducción de las cuantías satisfechas por el Estado en caso de reversión anticipada por concurso o insolvencia. En consecuencia, resultaría en un análisis más cuidadoso por parte de los concesionarios de la viabilidad económica de las concesiones licitadas. Mejoraría la eficiencia en el gasto público, al frenar determinados excesos cometidos en los últimos años en la licitación de concesiones de obras, en las que una configuración legal excesivamente generosa con el dinero público ha podido determinar el interés de empresas privadas en proyectos cuya rentabilidad podía considerarse, desde el inicio, discutible.

Adicionalmente, a fin de garantizar que la transferencia del riesgo se produce efectivamente, se podría recomendar:

  • Mejorar la regulación de los pagos por disponibilidad (art. 265.4 PLCSP) –aquellos pagos directos de la Administración al concesionario por la puesta a disposición de la infraestructura objeto de la concesión- de forma que se haga depender la retribución al concesionario, al menos en parte, del grado de utilización real de la infraestructura.
  • Evitar una aplicación extensiva de la regulación del restablecimiento del equilibrio económico de la concesión establecida en el proyecto de ley, que no difiere sustancialmente de la actual. La idea es cubrir suficiente pero no excesivamente aquellos riesgos que no dependen del concesionario, de forma que se maximice el número de licitadores mientras éstos conservan los incentivos necesarios para participar solamente en aquellos proyectos que consideren rentables ex ante.

Ayudas públicas en el marco de las concesiones

Finalmente, cabe hacer referencia al tratamiento de los posibles problemas derivados de la relación con las ayudas a la construcción y explotación de las obras o servicios objeto de la concesión, en los distintos formatos previstos (subvenciones, anticipos reintegrables, aportaciones no dinerarias, avales…).

Como se subrayó en el informe de la CNMC, estos apoyos públicos podrían tener implicaciones como ayudas de Estado si cumplieran, en cada caso concreto, las cuatro condiciones acumulativas que la jurisprudencia considera que determinan la existencia de una ayuda de Estado de conformidad con el artículo 107.1 del TFUE: suponer un beneficio para una empresa (“ventaja económica”); ser concedida por el Estado o mediante fondos estatales (“imputabilidad”); favorecer sólo a determinadas empresas o producciones (“selectividad”); y falsear la competencia, afectando a los intercambios comerciales entre Estados miembros.

El PLCSP, siguiendo las recomendaciones formuladas en el informe citado, mejora notablemente este aspecto de transparencia, mediante la obligación, por ejemplo, de incluir las medidas de apoyo en los pliegos y de analizar su compatibilidad con el Derecho de la UE en el estudio de viabilidad. Sin embargo, dos serían las recomendaciones adicionales:

  • Una aplicación excepcional y residual de dichos incentivos. De lo contrario el riesgo operacional estaría en entredicho).
  • Un ajuste riguroso al test de necesidad y proporcionalidad vigente en nuestro ordenamiento jurídico. Puede haber soluciones más eficientes económicamente en función de los objetivos pereguidos.

HD Joven: El caso del joven abogado contra la burocracia estatal

Quizá no sea muy conveniente que el título de este artículo adelante cuál va a ser la conclusión del mismo, pero creo que es digna de ser resaltada lo máximo posible. Parece que corrían tiempos mejores para la Abogacía cuando un recién licenciado en Derecho, tras sus cinco años de duro estudio y esfuerzo, podía acudir directamente, y de forma tan merecida, a colegiarse en su respectivo Colegio de Abogados. Posteriormente, la licenciatura se transformó en Grado en Derecho, acortando su duración a 4 años, pero convirtiendo el quinto año de licenciatura en un año de máster obligatorio para ejercer la profesión de abogado, cuyo coste se disparaba, en el mejor de los casos, hasta el triple del coste de un año de licenciatura.

Por si lo anterior no fuera suficiente, también se nos impone la obligación de superar un examen de Acceso a la Abogacía. Hasta el año 2015, dicho examen sólo se celebraba una vez al año, por lo que muchos compañeros que terminaban la carrera y el máster de Abogacía todavía debían esperar meses sin poder ejercer hasta que superaran dicho trámite. En el año 2016, gracias a la presión ejercida por los Colegios de Abogados de España, el Ministerio de Justicia, en un enorme ejercicio de generosidad, amplió las convocatorias para el examen de Abogacía a 2 anuales.

Pero lo más grave e indignante llega ahora. Resulta que, una vez superado el examen de Abogacía, como último trámite, el Ministerio de Justicia debe expedir el título habilitante para la profesión de abogado, sin el cual el correspondiente Colegio de Abogados no puede iniciar los trámites para la colegiación, y por lo tanto, sin el que no podemos comenzar a ejercer nuestra profesión. En mi caso y el de las personas que realizaron conmigo el último examen de acceso convocado, que tuvo lugar el 29 de octubre de 2016, conocimos la nota el pasado 23 de noviembre, pero a día de hoy, después de que hayan transcurrido más de TRES MESES desde que superamos el examen de Abogacía, nada sabemos del Ministerio de Justicia. Desde entonces, únicamente se nos ha transmitido desde el Ministerio que “ya quedaba poco”, que “a finales de esta semana se enviarán”, o que “debe estar al caer”. Respuestas vacías de contenido que se nos han ido trasladando cada semana, tras nuestras insistentes peticiones, mediante escuetos e-mails procedentes del Ministerio y con la firma “Enviado desde mi iPhone”. Todo ello, muestra de la prioridad que le dan a nuestro problema.

Parece mentira que en la era del “papel 0” impuesta tan desastrosamente por el Ministerio, los abogados jóvenes llevemos, de momento, tres meses sin recibir el papelito que certifica que hemos superado un examen. ¿Acaso sería mucho pedir que, tras superar un Grado, un Máster y un Examen de Acceso a la Abogacía, las Administraciones Públicas se coordinaran y nos pudiéramos colegiar en cuanto conociéramos el aprobado del examen?

Consultada insistentemente dicha cuestión, se nos informa que aportar la información sobre la superación del examen no es suficiente para iniciar los trámites de la colegiación, puesto que aportar el título profesional de abogado expedido por el Ministerio de Justicia es requisito indispensable para ello, en base al artículo 1.4º de la Ley 34/2006, de acceso a las profesiones de abogado y procurador de los tribunales, que expone que “la obtención de los títulos profesionales de abogado o procurador será requisito imprescindible para la colegiación en los correspondientes colegios profesionales”.

En este sentido, si acudimos al artículo 2.1º de la referida Ley, podemos observar que “tendrán derecho a obtener el título profesional de abogado (…) las personas que se encuentren en posesión (…) del título de grado (…) y que acrediten su capacitación profesional mediante la superación de la correspondiente formación especializada y la evaluación regulada por esta ley”. Es decir, que una vez obtenido el Grado, el Máster de Abogacía y superado el Examen de Acceso, se obtiene el título profesional de abogado (de la misma manera que aprobando la última asignatura de la Licenciatura o del Grado, se obtiene la carrera de Derecho). Sabemos lo que suele tardar la Administración en expedir títulos oficiales, y para ello se han creado las certificaciones que sirven para acreditar la obtención de un título (y el pago de su correspondiente tasa). Con el sistema anterior, los licenciados en Derecho podían colegiarse, lógicamente, aportando el certificado del título, y sería impensable que no se les hubiera dejado colegiarse hasta que hubieran recibido el título oficial expedido por el Ministerio.

No obstante lo anterior, el Ministerio de Justicia interpreta que, hasta que ellos mismos no expidan y nos remitan el correspondiente título profesional de abogado que pruebe que hemos superado el Examen de Abogacía, no nos podremos colegiar y deberemos seguir esperando. Y repito, ya van tres meses desde que hicimos el Examen.

Parece mentira que sea el mismo Estado el que no nos permita cumplir con los requisitos que ellos mismos nos han impuesto. No estamos reclamando nada que no sea nuestro o que no nos hayamos ganado, únicamente reclamamos poder ejercer nuestra profesión ajustándonos a las reglas establecidas. Cabe recordar que la colegiación tiene un precio y no es barato, por lo que colegiarnos nos supone a los abogados jóvenes un esfuerzo que debemos afrontar obligatoriamente y que en este caso, ni queriendo por tener todo el derecho del mundo, podemos asumir.

A todos los abogados jóvenes que estén en la misma situación o vayan a estarlo , les recomiendo que no renuncien a sus derechos y que luchen por ellos, que no adopten una actitud pasiva ante el Ministerio de Justicia esperando a que éste actúe cuando se acuerde de nosotros. Nadie nos ha regalado nada y sólo reclamamos lo que legítimamente nos pertenece. A todos les recomiendo enérgicamente acudir a sus respectivos Colegios de Abogados, allí les ayudarán. Además, conviene recordar que existen varias asociaciones de abogados jóvenes que ejercen una labor imprescindible en asuntos como este, y que no dudarán en prestar apoyo y seguimiento a la causa. Por último, y no menos importante, existe un movimiento en Twitter llamado @BrigadaTuitera, que denuncia la precariedad de la Justicia y los abusos del Ministerio (en lo relativo a la presente causa, se ha creado el hashtag #CertificaAptitud, dirigido al Ministerio de Justicia).

El Ministerio de Justicia no tiene ni va a tener ninguna prisa en que nos colegiemos y comencemos a ejercer nuestra profesión. Se nos quiere hacer pasar por un sistema en que imperan excesivamente los plazos, los requisitos y los trámites interminables pasando de administración en administración, cayendo en la paradoja de que, ahora, tenemos que soportar la burocracia para poder llegar a ser profesionales esclavizados por la burocracia. Es bastante preocupante que un Estado que ha puesto tantos obstáculos para que los nuevos abogados nos colegiemos, una vez que los superamos, abandone a sus ciudadanos, dejándonos a la suerte de su enorme máquina burocrática, sin darnos una respuesta concreta acerca de cuándo podremos ejercer la profesión para la que tanto nos hemos estado preparando. Parece que esta batalla burocrática es el primer caso que tendremos que ganar los futuros colegiados en nuestra recién iniciada carrera.

Señor legislador: hay padres que son progenitores, padres que no son progenitores y progenitores que no son padres

La reforma introducida por las leyes de 2015 continuó con la espiral de corte neo o postmodernista de las reformas introducidas en el Derecho de familia en la primera década del siglo XXI. Resulta, en efecto, muy llamativo que el legislador quiera resolver las denominadas «cuestiones de género» a base de agresiones al buen castellano. La moda irredenta instaurada por la Dirección General de los Registros y del Notariado y que se materializó con la Orden JUS/568/2006, de 8 de febrero, sobre modificación de modelos de asientos y certificaciones del Registro Civil y del Libro de Familia encontraba su lógica, una vez admitidos los matrimonios entre personas del mismo sexo, cuando el art. 3 vino a establecer que la certificación correspondiente a las inscripciones de los matrimonios contraídos por personas del mismo sexo debían ser modificadas, sustituyéndose para tales casos las expresiones de «marido» y «mujer» por las de «cónyuge A» y «cónyuge B».

El problema vino cuando el art. 4 dispuso también que la expresión «padre» se debía sustituir por la de «progenitor A», y la expresión «madre» por la de «progenitor B». La DGRN no cayó en la cuenta de que el término «progenitores» solamente casa correctamente con «padres biológicos». Eso significa la palabra «progenie», una combinación de la raíz indoeuropea «gen» (parir), después presente en los verbos latinos «gignere» (engendrar), «generare» (generar) y «gnasci» (nacer) y en el verbo griego «γίνομαι» («gígnomai», nacer), todo lo que después dio lugar a sustantivos como «generador», «genital», «indígena», «patógeno», «ingeniero», a adjetivos como «generoso», «homogéneo», «heterogéneo» o a verbos como «generar» y «degenerar».

Esta completa y absoluta «degeneración» idiomática se ha reproducido en las últimas reformas del Código civil. Me encuentro en este momento actualizando los capítulos que tengo a mi cargo en el Tratado de Derecho de la Familia, obra codirigida por mí y por la coeditora de este blog, la profesora Cuena Casas (y en la que se dan cita, a lo largo de cerca de diez mil páginas escritas por más de setenta autores, el Derecho civil, el procesal, el internacional privado, el penal, el eclesiástico, el administrativo, el laboral, el mercantil y el tributario). Y si estás leyendo esto, amable lector, es porque ella y sus compañeros de Hay Derecho me han permitido la publicación de este desahogo, que no tiene mayor trascendencia. Será porque entre los coeditores hay, además de buenos amigos, alguno de los mejores alumnos que he tenido durante los treinta y cuatro años que llevo dedicado a la Universidad.

Esa tarea de revisión y actualización me da la oportunidad de hacer esta reflexión. Lo cierto es que, en una matrimonio o pareja de personas del mismo sexo, es sólo el Derecho quien les puede llamar «padres», pero como mucho uno será propiamente «progenitor» (a saber, el titular del esperma utilizado para la generación). No lo será ninguno cuando el hijo se ha gestado con semen de donante, ni tampoco en el caso de filiación adoptiva, donde los adoptantes serán padres ambos, pero ninguno progenitor. A partir de ahí, serán los padres, progenitores o no (y digan lo que digan los preceptos que a continuación se citan y otros muchos que no se citan) quienes ejerzan la patria potestad (arts. 111, 154, 156, 157, 158 del Código civil), quienes confieran la vecindad civil al extranjero adoptado (art. 15.1.b), quienes se separen o se divorcien en caso de crisis matrimonial (arts. 81, 82.2, 90.1.a, 93, 94), quienes por su matrimonio otorgarán el carácter matrimonial al hijo habido con anterioridad (art. 119), quienes administren los bienes de los hijos (arts. 164.2 y 167), y así sucesivamente, por no seguir dando la brasa. Y es que reproducir la lista de «progenitores» presentes en el régimen del acogimiento, la tutela administrativa y la adopción haría interminable la relación. Aunque, bien es verdad, hay preceptos que prefieren no propinar puntapiés al castellano, pues parece lógico que la adopción la tengan que consentir los adoptantes llamados a ser padres adoptivos y que en cambio sean llamados a asentirla los progenitores del adoptando que no estuviera emancipado (art. 177).

Curiosamente, en una operación como ésta, hecha por la Dirección General a base de la herramienta «buscar y reemplazar» de los tratamientos de texto, se han librado, para bien, artículos que continúan diciendo que los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados (art. 162; en efecto, así debe ser, y sean o no sean ellos los progenitores), o que incluso ordenan el nombramiento de defensor judicial cuando en algún asunto el padre y la madre tengan un interés opuesto al de sus hijos no emancipados (art. 163). Si en este último precepto se hablara de progenitores, el lapsus desembocaría en el absurdo: ¿qué habríamos hecho con la pareja de gays o lesbianas que discutiesen acerca del precio que hay que poner a la venta de la finca que el hijo ha heredado de la abuela? Como, en cambio, en el segundo párrafo se advierte que si el conflicto existe sólo con uno de los progenitores, corresponde al otro representar al menor sin necesidad de nombrar defensor judicial, tendríamos el problema formado cuando la finca la quisiera comprar la compañera more uxorio de la mujer que puso el óvulo y que quisiera comprar la finca (a la sazón, no progenitora).

Aunque el legislador se esfuerce en decir lo que le parezca oportuno por imposición de los slogans de la progresía, y hecha la oportuna queja, debo advertir que yo mismo, en mis clases y en mis escritos, me dejo aplastar más de una vez por la moda irredenta. Pero conviene decir también que en este precioso blog, además de velar por la calidad material de las normas, hay que velar por la elegancia de las mismas. Se llama elegantia iuris, y había mucha en el siglo XIX. Y también en buena parte del siglo XX, cuando existían las comisiones de estilo en las Cámaras legislativas.

Saludos, queridos lectores, ya seáis progenitores, padres, las dos cosas o ninguna de las dos.