¿Cuándo deben dimitir los políticos imputados?

Si aliquis aliquem incusaverit et homicidium calumniose super eum iecerit nec confirmatione potuerit, incusator eius occidetur (1950: 12-13).

Código de Hammurabi, traducción latina de Pohl y Follet.

De todos es conocido el escándalo del Presidente de la comunidad autónoma de Murcia, Pedro Sánchez, que, investigado por el magistrado de la Audiencia Nacional, Eloy Velasco, se niega a dimitir. Semejante actitud supone para muchos un empecinamiento traidor al compromiso de su partido de limpiar la vida pública de reos de corrupción. Donde dije digo digo Diego. Cuál teólogos bizantinos quediscutían el sexo de los ángeles mientras los turcos asediaban Constantinopla, nuestros políticos se extravían en disquisiciones pseudojurídicas sobre el significado del término “imputado”. Y ello pese a que nuestro legislador ha intentado, en vano, desterrar del vocabulario popular tan infausta palabra, soez para los oídos más delicados, para substituirla por el supuestamente más neutro tecnicismo de “investigado”.

Nos hallamos ante un pseudoproblema engendrado por la pérdida de calidad de nuestras otrora excelentes normas procesales. Expliquémoslo:

La primera de las leyes del famosísimo Código de Hammurabi prescribía, más de tres mil años atrás, la pena de muerte para el denunciador que no lograse probar una imputación de homicidio. He aquí el antecedente de lo que más tarde se conocería como ley del talión o “inscriptio” en Derecho Romano. Hoy día, en cambio, las cosas son muy diferentes. Cualquier ciudadano tiene el derecho (y hasta la obligación) de poner en conocimiento de la autoridad la supuesta comisión de hechos delictivos (notitiacriminis) sin que tal decisión le acarree especiales riesgos.En nuestro país es difícil condenar a alguien por denuncia falsa, por ser muy complicados los requisitos de dicho tipo penal. Se pretende, de esta manera, impedir la impunidad de los criminales, incluso favoreciendo la delación.

Entonces, ¿basta con interponer denuncia para acabar con la carrera de cualquier rival político? Esa es el argumento de Sánchez y de tantos otros, de uno y otro color, que se han visto en tan apurado trance. En principio, no. Y es que no es, o al menos no debería ser, lo mismo “denuncia” que “imputación”. La denuncia es la mera transmisión de la noticia criminal. La imputación, en cambio, consiste en un acto de atribución acordado por la autoridad judicial. De ahí los malabarismos verbales sobre imputación “formal” e “informal”; “provisional” o “definitiva”; en definitiva, suma y sigue en una impenetrable jerigonza de leguleyos.

El problema radica en una degeneración teratógena de nuestro derecho procesal. Una jurisprudencia, bienintencionada pero ingenua, ha interpretado que el juez debe citar a declarar sin demora alguna al sospechoso, tan pronto cuanto se reciba la denuncia (artículo 118 de la LeCrim). Por tanto, la “denuncia” se trasforma, mecánica e irreflexivamente, en “imputación”. La teoría aspira a evitar que se abra una investigación secreta.  La práctica, por el contario, ha traído que, a cualquier ciudadano, culpable o inocente, se le coloque el sambenito de los reos sin más carga procesal que una sencilla declaración de conocimiento. El paraíso de Meleto y de todos los infames delatores.

Nuestro derecho histórico delineaba otro diseño. Al denunciado no se lo llamaba, sin más, sino que previamente se formaba un procedimiento secreto llamado “sumario” donde se investigaba con abreviación de trámites (de ahí el nombre). Solamente una vez que se hubiesen recogido indicios racionales de criminalidad se citaba a declarar al denunciado que entonces adquiría el nombre de “procesado”. El “auto de procesamiento” era la resolución que dotaba de forma jurídica a dicha decisión.

De esta manera la pretensión incriminatoria iba conformándose gradualmente: primero la “denuncia”; luego la “investigación”; más tarde, terminada ésta, el “procesamiento” que, en su momento, iría seguido de la “acusación” con la apertura del juicio oral para finalmente, en su caso, recaer “condena” a la que seguiría su respectiva “ejecución”. Hoy, día, en cambio, están confundidas las figuras de “denunciado” e “imputado” (o “investigado” que, a la postre, viene a ser lo mismo). En esa escala ascendente, un buen peldaño para considerar la dimisión sería el dictado del auto de procesamiento, pues la indagación criminal ya está ultimada y es el momento cuando, sin tejemanejes verbales, se formaliza la imputación, que no es sino la atribución indiciaria de la comisión del delito. De hecho, todavía nuestra ley procesal penal, en su artículo 384, ubica precisamente en esa fase procesal la suspensión de los cargos públicos de los procesados, si bien únicamente para los casos de terrorismo y bandas organizadas.

¿Por qué cambio el sistema?Por los abusos. Como la investigación esa secreta, se prolongaba indefinida y proyectivamente en busca de pruebas de cargo, de tal suerte que no se le daba fin sino hasta tener bien amarrada la condena. Una causa general. Todo ello sin que lo supiese el investigado, el cual, tras meses o años de actuaciones judiciales en la sombra, se enfrentaba a la postre auna completa inculpación montada a sus espaldas. Por eso el legislador reaccionó imponiendo la inmediata comunicación de la denuncia al sospechoso. Cortando por lo sano. Lo malo es que tales atajos no suelen funcionar. Es absurdo investigar mano a mano con el criminal. Mal avenido es el matrimonio entre investigación y contradicción. El remedio fue peor que la enfermedad. Veamos por qué:

La investigación se desplazó a comisaría, sin intervención del juez. Aunque, sobre el papel, la policía no deberíaactuar más de veinticuatro horas antes de dar cuenta a su señoría (remitiéndole un informe llamado “atestado”) lo normal es que no lo pongan en su conocimiento hasta que la pesquisa haya concluido. El atestado, en teoría sin valor probatorio, se ha convertido en la piedra angular del proceso, dondede facto, que no de iure,suele decidir la suerte del reo. Pese a la retórica sobre el valor irreemplazable del juicio oral, mil y una triquiñuelas legales y jurisprudenciales buscan asegurar que ningún “culpable” descubierto por los agentes salga de rositas en juicio. Nefanda es la hipocresía del sistema.

Deformado bajo el peso de una inercia monstruosa, se ha llegado a excesos demenciales. Era frecuente, durante los años de plomo terrorista en el País Vasco, que los etarras denunciasen a los guardias civiles sin más finalidad que accionar el mecánico resorte del artículo 118 para citar a declarar a los agentes y, de este modo, conocer su identidad. El mundo al revés. ¿Qué hacer, entonces?

Recuperar el auto de procesamiento y, con él, el procedimiento ordinario, convertido hoy en una reliquia histórica que subiste residualmente en nuestro ordenamiento jurídico como un ornamento inútil. Eso sí, sin los vicios que lo contaminaron. Recordemos que el sumario, salvo casos excepcionales, no debía durar más de un mes. Y que estaba sujeto al control del fiscal, así como de la Audiencia Provincial, a la que el instructortenía que enviar informes mensuales. Tristemente, papel mojado. Es menester, por tanto, arbitrar cautelas para que no se pervierta el espíritu del legislador. Aunque, bien pensado, bastaría con cumplir la Ley. Así se sencillo.

En realidad, y pese a las apariencias, las proyectadas reformas que aspiran a endosar la investigación a la Fiscalía, en muy buena medida, comparten este propósito: adelgazar la investigación y remitir inmediatamente a juicio a los acusados. Pero, torticeramente, pues pasan por alto un detalle: los autos judiciales. Nuestra tradición preveía la formación del “sumario”, esto es,los legajos donde se registraban todas las pesquisas, sin lagunas ni interpolaciones, controlado por el fedatario judicial, no por el magistrado -en un “arca” bajo llave, según la Novísima Recopilación. Ahora, empero, se desea soterradamente desembrar el expediente, desjudicializar la investigación y reemplazar las actuaciones procesales por un “cuaderno” del fiscal que escaparía a la contradicción. Como en Estados Unidos y, en general, los ordenamientos del Common Law. Muy diferentemente,nuestro proceso proporcionaba al reo la garantía del acceso a todo el material potencialmente incriminatorio,preservado bajo la fe pública sin recortes, que se le publicaba al dictar el auto de procesamiento. Faltando tales imprescindibles cautelas, retrocedemos a lo de siempre: atar al reo para que ascienda indefenso al palenque.

Evidentemente, no son estas las únicas soluciones. El modelo requiere una puesta al día total. Por ejemplo, quizás un instituto francés como el “témoin assisté”, posición intermedia entre el testigo y el investigado, sería interesante. Es cuestión de estudiarlo, sobre todo para proteger el buen nombre de los políticos honrados frente a denuncias bastardas. Mientras tanto, los corruptos seguirán irritándonos con sus logomaquias, interpretando los vagos conceptos de un legislador vacilante como más les convenga para mantenerse en el cargo. Es hora, pues, de ponerse manos a la obra y proponer reformas que, sin mermar las garantías, aumenten la eficacia del sistema.