Despilfarro público

En la encuesta Executive Opinion Survey que el World Economic Forum hace a una muestra de ejecutivos empresariales de gran número de países, los españoles califican  con una pésima nota el despilfarro del gasto público: está a la cola de su valoración de 85 diferentes aspectos del entorno empresarial, junto a la confianza en los políticos y las pesadas cargas que les impone la Administración. La persistencia de esta opinión a lo largo de varios años,  me hizo pensar que podía tener una base ideológica, hasta que la entusiasta periodista Ana Alonso, en sus intervenciones en el programa la Ventana de la SER, llamó mi atención sobre la cantidad de casos de flagrante despilfarro que se producían en inversiones realizadas por los tres niveles de las administraciones públicas y me acercó, además, a la Web despilfarropublico.com. Bien es verdad que algunos empresarios son beneficiarios de esa política irresponsable y que, como apuntaremos luego, en algunos casos son corresponsables de su ocurrencia, pero viendo esos datos sorprende menos la pésima nota otorgada a ese aspecto del marco institucional.

Los detalles de los 142 casos que he obtenido de la citada Web, completada con los reportajes de Ana Alonso, proporciona una imagen desoladora de como se ha malgastado el dinero del contribuyente. De esas 142 inversiones, 110 no se terminaron o no se utilizan. El resto son excesos injustificados que, además, en muchos casos, generan gastos corrientes (piénsese en la Caja Mágica de Madrid o en muchos de los aeropuertos que surgieron por doquier). El monto total de esas inversiones superan los 35.000 millones de euros, que se reducirían a 19.000 millones si excluyéramos las líneas 9 y 10 del metro de Barcelona, que alcanza los 16.000 millones, realizada por la Generalitat de Cataluña. Pero no vemos motivos para realizar esta exclusión.

En junio 2002 Artur Mas inauguró las obras de la línea 9 y 10 que iban a costar 2.000 millones de euros y estarían en marcha en el 2007. Hoy, con una inversión total de más de 16.000 millones, las líneas están muy incompletas y no tienen viso de terminarse. Quedan todavía 4 kilómetros por perforar y 16 estaciones por poner en servicio, entre los cuales se encuentran el tramo central de la L9, que debería transcurrir entre Zona Universitaria y La Sagrera. Precisamente, esta es la zona que más demanda podría acoger, ya que cruza los barrios del norte de Barcelona, donde viven aproximadamente 700.000 personas, pero sus obras parecen definitivamente abandonadas.

Es muy notable el despilfarro que se ha producido en torno al proyecto de extender el AVE. Sin entrar en la lógica económica de una red muy extensa de alta velocidad, las obras emprendidas han generado gastos que son auténticos despilfarros, por un monto de casi 4.500 millones. Y no me refiero a obras que entrarían en la calificación de “excesos”, como estaciones que apenas nadie usa, sino  a inversiones contrarias a cualquier análisis técnico riguroso, como los túneles bajo Pajares que han sido abandonados por las graves filtraciones tras haber enterrado 3.500 millones de euros. O tramos del AVE nunca terminados en las provincias de Almería y de Málaga.

Es bien conocido el gusto de los responsable políticos territoriales por los aeropuertos (Huesca, Albacete, Ciudad Real, Castellón, Burgos, Logroño, Lleida, Corvera en Murcia), que apenas han sido usados y que, en ocasiones, su escaso uso ha sido incentivado con subvenciones a compañías aéreas – de forma que el contribuyente paga dos veces el exceso. Los déficits corrientes que generan, como pone de manifiesto que no es infrecuente que el número de empleados supere el número de pasajeros, sería una tercera vía por el que los excesos podrían recaer sobre los contribuyentes.

Autopistas, autovías y otras infraestructuras para el tráfico rodado han dado lugar a enormes despilfarros, consecuencia de la ausencia de una planificación racional. Ausencia que muchas veces se explica por ser una respuesta precipitada e irresponsable a las presiones de empresas constructoras. Van desde las autopistas radiales de Madrid (y otras de peaje en Catilla La Mancha) que van a acabar incidiendo en los presupuestos del Estado en unos 4.000 millones, a túneles no terminados (como el de la A-68 en Zaragoza), o a tramos de autovía nunca usados (como la AG-51 en Vigo). Sin olvidar los 83 millones de euros invertidos en Talavera de la Reina en un puente –el segundo mayor de Europa, dicen- que ningún vehículo ha transitado… porque era parte de una circunvalación que nunca se hizo.

Los transportes urbanos tienen, lógicamente, mucho atractivo para los municipios, pero en muchos casos los proyectos emprendidos han sido un auténtico despilfarro. Además del citado en Barcelona, hay seis de ellos, tres de tranvías y tres de metro, que han supuesto una inversión conjunta de 557 millones que nunca han entrado en funcionamiento, porque no se han terminado o porque, terminados, no han entrado en uso. Eso sí, los 120 millones gastados en el tranvía de Jaén han permitido ampliar el aparcamiento público, sobre las vías.

Otras grandes infraestructuras, como el nuevo puerto de Coruña que lleva invertidos más de 1.000 millones de euros tienen dudosa racionalidad. Otras de mayor justificación, como dos plantas desaladoras en Baleares y una en Torrevieja (Alicante), que han costado en su conjunto 460 millones de euros no se usan por deficiente diseño del proyecto o por no querer asumir el coste de la electricidad necesaria para el funcionamiento de la planta.

Más de 50 proyectos culturales, recreativos, y deportivos, cuya inversión en su conjunto supera los 2.400 millones de euros están, en el mejor de los casos, manifiestamente infrautilizados, cuando no en estado de abandono. De hecho hay 22 de ellos que no han sido terminados, entre los que sobresalen la Ciudad de la Cultura de Galicia que supuso una inversión de 300 millones y la Ciudad del Medio Ambiente de Soria que ocasionó un gasto de 93 millones para no terminar el proyecto y, asómbrense, hacer un importante destrozo medioambiental. Y diez de ellos fueron terminados pero no se usan, entre los que sobresale el Palacio de las Artes de Valencia con una inversión de casi 500 millones. Entre los muchos que han tenido algún uso pero representan un proyecto a todas luces excesivo, sobresalen la Caja Mágica de Madrid y el Estadio Olímpico de la Cartuja en Sevilla. Pero hay muchos más. En Extremadura hay 5 Palacios de Congresos (uno de ellos aún no terminado): 3 en la provincia de Badajoz y 2 en la de Cáceres.

La imagen que proporciona esta amplia muestra de casos es la de una gestión pública irresponsable, aunque existan proyectos de inversión pública bien gestionados. En muchos casos la mala gestión no es inocente. Corresponde a unos intereses concretos que han operado para generar ese despilfarro. Fijándonos, por ejemplo, en el puente de Talavera de La Reina, una empresa ganó un concurso, realizó esa obra que no tiene ninguna utilidad y ganó su margen. La ley de Transparencia, bastante cicatera en su planteamiento, no funciona ni en sus términos restrictivos y no podemos acceder a la información sobre ese proceso administrativo, ni sobre tantos otros. Pero merecería la pena poder hacerlo. Igualmente, ¿es simplemente un descuido de mal gestor no tener los informes técnicos que hubieran desechado la opción de esos túneles bajo Pajares que gastaron 3.500 millones de los contribuyentes sin ninguna utilidad? De nuevo, una empresa fue adjudicataria de esas obras y ganó su margen. Uno tiene la impresión de que no pocas obras obedecen al interés de unas empresas en hacerlas, empresas que luego resultan ser las adjudicatarias.

Evitar estos casos no requiere establecer complejos requisitos ex ante. Esta vía ya se ha seguido con el único resultado de aumentar la burocracia. Sería necesario avanzar en, al menos, tres frentes: la programación de las inversiones públicas, con un control cualificado e independiente en la definición de los proyectos  (quienes den el visto bueno  deben ser profesionales cualificados que no dependan del responsable del proyecto); una elevada transparencia en el proceso de adjudicación de las obras, que podría ser supervisado ex post por una autoridad independiente; y un mejor funcionamiento de la ley de Transparencia, para que la sociedad civil pueda ejercer su control.