Digitalización y futuro: sobre el salario universal y los impuestos a los robots

Uno de los aspectos fascinantes de la revolución industrial se produce cuando la nueva burguesía propietaria de las fábricas entiende que el gran éxito para sus negocios vendría no de que todas las mayores fortunas del mundo comprasen los nuevos tejidos, o los nuevos coches, que eran capaces de producir las renovadas fábricas, sino en que fuesen los obreros de esas mismas fábricas los que pudiesen comprar los nuevos productos.

Como describe Niall Ferguson, en su libro Civilización, hoy nos puede parecer que la sociedad de consumo ha existido siempre, pero lo cierto es que es una innovación reciente, y uno de los elementos que resultaron claves para que la civilización occidental se adelantase al resto de civilizaciones del mundo.

La sociedad de consumo revela el equilibrio, siempre inestable, que existe en los sistemas económicos basados en el capitalismo, donde la búsqueda de eficiencias en los procesos productivos presionan para reducir los costes salariales, al tiempo que son las personas que cobran esos salarios, las que deben convertirse también en los clientes que adquieren esos productos, para lo que requieren unos salarios adecuados.

Expresado en otros términos, el crecimiento de la riqueza que se ha producido en el mundo,  de forma intensa y continuada tras la revolución industrial, y en particular tras el proceso de globalización, si no se traduce en una mejora del bienestar de todos los ciudadanos e incentiva las desigualdades, provoca inestabilidad y contestación social.

Si algo hemos aprendido en estos últimos años, es que las personas que sienten que están siendo marginadas por el modelo económico, no tienen mucha intención de quedarse calladas. El voto a Trump en Estados Unidos, el voto al Brexit en Reino Unido, o el ascenso de los partidos populistas en toda Europa no es sino una expresión del desánimo sobre el futuro. No podemos olvidar que estos acontecimientos se producen en un entorno de gran generación de riqueza agregada. EEUU tiene hoy una renta per cápita media 10 veces mayor que la que tenía en 1960. El PIB per cápita español se ha multiplicado por más de 100 desde la década de los 60. Nunca el mundo ha sido más rico.

Europa durante muchos años pareció encontrar el modelo perfecto, con un sistema capitalista, equilibrado por un estado del bienestar diseñado para no dejar a nadie atrás, y ofrecer a toda la sociedad los beneficios de la riqueza generada por  la economía liberal. Pero hoy ese modelo también afronta una crisis severa.

El gran “chivo expiatorio” de todos los males del mundo en los últimos años, la globalización, está dando paso a un proceso que tiene la capacidad de ser aún más disruptivo: la digitalización. Si la globalización destruyó puestos de trabajo en las sociedades más industrializadas de Estados Unidos y Europa para crearlos en los países emergentes, la digitalización embarcaría a estas sociedades en un proceso de automatización que podría acelerar la destrucción de empleo.

En los últimos meses el debate sobre el impacto de la digitalización ha empezado a asomarse a la agenda política. No la española, siempre ocupada en otros temas tan apasionantes como la secesión catalana, pero si la Europea, y la mundial. Es sintomático que si el Foro de Davos en el año 2016 analizaba en tono optimista el nuevo contexto económico global, en el año 2017, la cuarta revolución industrial y sus implicaciones centraban el debate, con un análisis de los grandes desafíos económicos y sociales que plantea.

El debate en estos momentos de incertidumbre se debe parecer mucho al que se vivió en los inicios de la revolución industrial. Algunos economistas e intelectuales se apuntan a una visión neo-ludita, donde el proceso de automatización impulsado por la digitalización desencadenaría un desempleo masivo, y un empobrecimiento de la mayoría de los ciudadanos, otros vislumbran un futuro en que máquinas y hombres coexistan en un futuro mejor que el actual.

Y lo cierto es que cualquiera de esas dos hipótesis puede ser cierta. Realmente, podríamos afirmar que la digitalización es un proceso que tiene la capacidad de incrementar la generación de riqueza, mejorar la productividad y dar un gran impulso a la calidad de vida. Pero es un proceso que pone en cuestión todo el orden económico y social construido tras la revolución industrial, y muy en particular tras la segunda guerra mundial. Lo que queramos que sea el nuevo orden derivado de la digitalización es algo que se está definiendo ahora.

Manuel Muñiz define con acierto la nueva situación, en un artículo sobre el colapso del orden liberal. El gran desafío que produce la digitalización es que se pueden generar incrementos de productividad, que no se van a traducir en incrementos de rentas salariales. La utilización de la tecnología permite aumentar la productividad sin generar empleo o remunerar mejor el que ya existía.  El trabajo, por encima de cualquier otro mecanismo social ha sido el elemento que en todos los países desarrollados ha garantizado la redistribución de la riqueza. Si este mecanismo deja de funcionar, si se genera riqueza, pero esta no se traduce en más trabajo y mejores salarios, todo el orden liberal entrará en crisis, y podemos esperar que derive desánimo y se abra paso la revolución populista.

Esta situación exige entender que estamos ante algo más que la necesidad de aplicar algunos mínimos ajustes al modelo económico y social actual.  El nuevo orden va a requerir repensarlo todo.

Quizás sea más sencillo entenderlo, al ver cuestionada la arquitectura fiscal que sostiene el estado del bienestar en los países desarrollados: el impuestos sobre beneficios  en la era digital se convierte en un impuesto que acaban pagando las empresas más por responsabilidad social, que por exigencia fiscal. El beneficio es un concepto que si ya era “difícil” en la economía tradicional, en la economía digital se convierte en un concepto etéreo fácil de trasladar a aquel país con una menor presión fiscal. Los esfuerzos de los países desarrollados a través de iniciativas como la acción BEPS de la OCDE, muestran la extraordinaria dificultad de hacer efectivo este impuesto en un mundo globalizado y digital.  Las dudas sobre el futuro del mercado del trabajo cuestionan también el futuro del impuesto sobre las rentas del trabajo, lo que socava los pilares de la fiscalidad en la mayoría de los países.

En este escenario, no es de extrañar que se hayan abierto muchos debates sobre diferentes aspectos que se verán impactados por el proceso de digitalización. Muy en particular sobre el futuro del trabajo. Ideas como la necesidad de que los robots paguen impuestos impulsado por el parlamento europeo, y apoyado por personas como Bill Gates, y cuestionado por muchos otros economistas,  es un magnífico ejemplo de los interrogantes que se están planteando.

El otro concepto que ha centrado las discusiones en los últimos meses ha sido el del salario universal. Este era un debate que tradicionalmente se había afrontado en un eje derecha-izquierda donde la izquierda lo ha defendido como un modo de garantizar una mínima calidad de vida a todas las personas, y la derecha lo veía como un modelo ineficiente, que debía superarse asegurando a todas las personas el acceso a un trabajo. El experimento de Finlandia sobre la renta básica universal abría los ojos a una perspectiva diferente. El debate sobre la renta básica ya no se desarrollaba en el tradicional eje derecha-izquierda, sino en la reflexión sobre como sumarse al imparable proceso de digitalización, aprovechando todas sus ventajas, pero sin dejar a nadie atrás.

Este es un debate que definirá el futuro de nuestra sociedad. No es un solo un debate económico sino en gran medida social. Preferiría la gente recibir una renta y no trabajar, o, como afirman otras doctrinas, entre ellas las de la Iglesia Católica, el trabajo dignifica, y por tanto la solución siempre debería ir encaminada a garantizar un trabajo y no una renta. Si alguien piensa que España es ajena a este debate, quizás viendo algunas convocatorias de empleo público, podría pensarse que nuestros gobiernos hace tiempo decidieron que el trabajo dignifica, y que la administración es un buen mecanismo para paliar la escasez de trabajo con un sueldo digno. Este debate merecerá otro post con un análisis más detallado.

Lo que esta situación pone de manifiesto es que muchos economistas parecen querer aplicar reglas del siglo XX a problemas del siglo XXI, y quizás lo que estos nuevos retos necesitan es una nueva generación de economistas y sociólogos, que afronten estos nuevos retos sin los prejuicios del debate económico en el eje derecha-izquierda que ha marcado el siglo XX.

La sociología, la economía política, la ciencia política, gran parte del Derecho político y constitucional y por supuesto las democracias liberales fueron en gran medida fruto de la revolución industrial. Todos ellos se mostraron como conceptos y ciencias necesarias para entender, estudiar y explicar lo que estaba pasando. Quizás la actual élite económica mundial debería dejar pasar a una nueva generación capaz de entender mejor una situación que poco se parece a las vividas en el pasado. De la capacidad de superar los prejuicios heredados del siglo XX dependerá la capacidad de diseñar un futuro acorde a las posibilidades que ofrece el proceso de digitalización.