La cuestionada independencia de los consejeros independientes en las sociedades cotizadas españolas

A lo largo de las últimas décadas y, sobre todo, tras el estallido de varios escándalos financieros como el de Enron, Worldcom y Parmalat, que evidenciaron la falta de protección de los inversores externos respecto al posible oportunismo de los insiders de la compañía (principalmente, administradores y socios de control), la mayoría de países de nuestro entorno ha incrementado (en algunos casos) o comenzado a exigir o recomendar (en otros), la presencia de consejeros independientes en los consejos de administración de las sociedades cotizadas.

El fundamento de esta categoría de consejeros no es más que el de proteger a los accionistas minoritarios y otros outsiders de la compañía a través de garantizar que estos consejeros externos actúen como verdaderos “gatekeepers” cuya labor principal sea la de impedir la posible realización de conductas oportunistas o incluso fraudulentas por parte de los insiders en perjuicio de quienes no tienen los medios, la información o la posibilidad de conocer las particularidades internas de la sociedad.

Al igual que acontece con otros “gatekeepers” del mercado como pudiera ser el caso paradigmático de los auditores, la deseabilidad de esta figura de protección de terceros se basa en un pilar fundamental: la independencia del “gatekeeper”. En el caso de los auditores, existe un inevitable conflicto de interés que resulta inherente a la propia relación de clientela que media entre el auditor y la entidad auditada. No obstante, el legislador español (por lo general, a instancias del legislador comunitario), ha realizado numerosos esfuerzos (más o menos efectivos) para mitigar la posible falta de independencia de los auditores de cuentas. Sin embargo, resulta paradójico que, a pesar de reconocer la importancia de los consejeros independientes y  otorgarle numerosas funciones, los esfuerzos del legislador español para mitigar los conflictos de interés de este tipo de “gatekeeper” hayan sido prácticamente nulos.

Como es lógico, el legislador ha establecido un catálogo de presunciones en los que, en todo caso, los consejeros no se considerarán independientes, por encontrarse en una situación de conflicto de interés. Esta situación tendrá lugar en los –evidentes– casos en que, por ejemplo, el consejero sea cónyuge o pariente hasta el segundo grado de los consejeros ejecutivos, o cuando hubiera sido empleado o consejero ejecutivo de alguna de las empresas del grupo, o cuando, en fin, sea accionista significativo (véase art. 529 duodecies 4 LSC). Sin embargo, el legislador ha parecido olvidar que, al igual que ocurre con los auditores, el propio hecho de que los consejeros independientes sean nombrados, destituidos y retribuidos por los accionistas hace que, por definición, estos consejeros se encuentren en una situación de conflicto de interés.

A primera vista, podría pensarse que la falta de independencia de los consejeros independientes no sería un problema, ya que, en el fondo, los consejeros (incluidos los independientes) tienen incentivos para velar por el interés de aquellas personas que tienen el poder de nombrarlos, retribuirlos y destituirlos (esto es, formalmente, los accionistas en su conjunto). Sin embargo, un análisis más exhaustivo de la realidad económica de las empresas españolas y, en general, europeas y latinas, pone de manifiesto que, en nuestras grandes sociedades cotizadas, quienes toman las decisiones en la práctica no son los accionistas en su conjunto sino los accionistas de control. En otras palabras, sin perjuicio del derecho al voto que, en principio, tienen todos los titulares de acciones ordinarias, los acuerdos de la junta general de accionistas de una sociedad cotizada española sólo serán aprobados, con carácter general, si cuentan con el voto favorable del accionista de control. Además, si a la existencia de un accionista de control se une el hecho de la pasividad racional, las asimetrías de la información y los problemas de acción colectiva que, en ocasiones, afrontan los accionistas minoritarios, el poder del accionista de control será todavía mayor. Por tanto, quien, en última instancia, tiene la posibilidad de nombrar, destituir y retribuir a los consejeros independientes será el accionista de control.

Esta circunstancia provoca que, de manera natural, exista un conflicto de interés entre los accionistas de control y los consejeros independientes. Por este motivo, a pesar de los esfuerzos del legislador español en ensalzar la importancia y funciones de los consejeros independientes, hasta que no se tomen medidas efectivas para mitigar este conflicto de interés, los consejeros independientes de las sociedades españolas seguirán siendo o, cuando menos, pareciendo dependientes.

En nuestra opinión, existen dos posibles teorías que pueden explicar el hecho de que el legislador español no haya tomado ninguna medida para paliar este problema. La primera se explicaría por la falta de innovación de la academia jurídica española que hemos denunciado en este mismo foro (y cuyos motivos, que plenamente compartimos, han sido puestos de manifiesto en un magnífico trabajo elaborado por el profesor Gabriel Doménech). En este sentido, el tipo de “ciencia jurídica” eminentemente descriptiva y poco innovadora que, por lo general, se realiza en España (entre otros motivos, por no conocer la literatura internacional y las contribuciones de otras disciplinas con potencial impacto en el Derecho) habría motivado que nadie “haya caído” en este conflicto de interés (ampliamente reconocido en la literatura internacional) o, más probablemente (ya que nos consta que algunos autores lo han apuntado), nadie haya propuesto o divulgado convenientemente ninguna medida que tienda a mitigar este conflicto (como sí ha sido propuesto por autores y países de nuestro entorno). En ambos casos, el mero conocimiento del debate internacional podría haber ayudado a solventar este problema.

La segunda tesis consistiría en que los investigadores de Derecho españoles hubieran identificado y denunciado reiteradamente el problema, y hubieran propuesto medidas para solventarlo, pero, sin embargo, no hubiera habido voluntad política para arreglarlo. En este caso, es probable que el problema de fondo pudiera ser, tal y como, por ejemplo, se ha dicho que ocurrió con el diseño del Derecho de OPAS en Estados Unidos, Reino Unido y Europa continental (donde autores como Armour, Skeel y Ventoruzzo alegan que el lobby de los administradores, los inversores institucionales y las familias/accionistas de control, respectivamente, influenciaron la regulación de OPAs), el lobby de las familias controlantes de las sociedades cotizadas españolas (como principales afectados por un posible cambio en la regulación de los consejeros independientes), que quizás hubiera impedido el éxito de esta reforma.

A nuestro modo de ver, y sin perjuicio de la posible influencia que, determinados lobbies (e.g., empresarios, sindicatos, bancos, familias de control, etc.), pueden ejercer en algunas reformas y/o propuestas legislativas, creemos que el principal motivo del fracaso del legislador español para solventar el problema de la falta de independencia de los consejeros independientes de las sociedades cotizadas tiene, nuevamente, un origen académico. De lo contrario, no se explica que los debates académicos sobre la materia sean prácticamente inexistentes en España, incluso en las revistas y congresos “científicos” más relevantes en materia de sociedades.

La falta de conocimiento y debate de la literatura internacional generalmente existente en la academia jurídica española no resulta una cuestión baladí. Por un lado, reduce el universo del conocimiento para los investigadores españoles. Por otro lado, agrava lo que hemos denominado “el problema de los expertos” (esto es, el problema de que un investigador se considere “experto” en su disciplina sin conocer la literatura nacional e internacional relevante que se produce en la misma –literatura jurídica, económica, empírica y de cualquier otra índole con potencial impacto en su disciplina– y, por tanto, no sólo escriba, enseñe y, si fuera un académico reconocido, influencie el diseño y/o interpretación de las leyes en materias sobre las que no conoce el debate actual, sino que, lo que es peor, ni siquiera sienta el deseo ni la necesidad de seguir aprendiendo).  Finalmente, esta falta de conocimiento de la literatura internacional y las contribuciones de otras disciplinas dificultan la originalidad y las “innovaciones jurídicas”, aunque sean locales (esto es, aportaciones que no supongan una novedad al debate científico en general, aunque sí al debate local). Por tanto, todo ello redundará en una menor capacidad del investigador español para proponer medidas que, en última instancia, puedan mejorar el bienestar de los ciudadanos.

A modo de ejemplo, y por aplicar esta crítica al problema concreto que nos concierne, la falta de tutela adecuada de los accionistas minoritarios en una sociedad cotizada (por ejemplo, no proponiendo medidas para mitigar el problema de los consejeros independientes), podría provocar, desde una perspectiva ex post, situaciones de oportunismo o incluso fraude por parte de los insiders, como ocurrió en casos como Enron o Parmalat. Asimismo, la falta de respuesta a este problema por parte del legislador español también podría provocar, desde una perspectiva ex ante, que se perjudicara la financiación de empresas, el desarrollo de los mercados de capitales y la promoción del crecimiento económico en España, como consecuencia de las mayores reticencias que (razonablemente) tendrán los posibles accionistas minoritarios para invertir en una compañía española si saben que el riesgo de expropiación por parte de los insiders resulta más elevado que en otros países de nuestro entorno. Por tanto, un problema académico como la falta de innovación de la ciencia jurídica española (motivado, entre otros aspectos, por el carácter eminentemente descriptivo y local del tipo de producción “científica” de carácter jurídico que, salvo contadas excepciones, se realiza en España) se convierte en un problema para la economía española y para la tutela de los derechos de los ciudadanos.

A nuestro modo de ver, resulta lamentable que, a pesar existir trabajos y soluciones para solventar este problema (por lo que ni siquiera se requeriría que los investigadores de Derecho españoles dieran con “la clave” para solucionarlo, sino que, simplemente, observaran lo que han hecho/propuesto otros autores y/o países), no sólo no se haya puesto remedio a la falta de independencia de los consejeros independientes sino que, además, y salvo contadas excepciones, las discusiones académicas que se tienen en España sobre esta materia brillen por su ausencia.

Entre las medidas propuestas y/o implementadas a nivel internacional, creemos que las soluciones más razonables que podrían tener una mayor cabida en España vienen dadas por Reino Unido e Israel. En el caso del Reino Unido, existe un doble voto para la elección de consejeros independientes: (i) por un lado, la elección de los consejeros independientes exige la aprobación de la mayoría de la junta general de accionistas (que, en el caso español, sería, en definitiva, la aprobación del socio de control); y (ii) por otro, también se exige que esta elección de consejeros independientes se apruebe por una mayoría de los accionistas minoritarios (esto es, “la mayoría de la minoría”). Por su parte, en el caso de Israel, aunque los accionistas de control sean quienes tengan el poder de proponer a los consejeros independientes, los accionistas minoritarios tienen un derecho de veto sobre el candidato propuesto por el socio de control.

Si, tal y como parece, el legislador y la academia jurídica española parecen coincidir en la deseabilidad de tener consejeros independientes, resulta inadmisible que no se tomen y ni siquiera propongan medidas para mitigar el conflicto de interés que, por naturaleza, existe entre los consejeros independientes y las personas que tienen el poder de nombrar, destituir y retribuir a estos consejeros (esto es, a efectos prácticos, el accionista de control). En nuestra opinión, y sin perjuicio del grado de culpa que pudieran tener otros colectivos (e.g., legislador, lobbies, etc.), y de otra serie de medidas que resultarían necesarias para garantizar la afectiva función de “gatekeepers” de los consejeros independientes, creemos que la falta de propuestas y debate sobre las reformas necesarias para mejorar la independencia de los consejeros independientes de las sociedades cotizadas en España es el fruto, una vez más, de la falta de innovación de la academia jurídica española. Por tanto, resultaría prioritario que el legislador español realizara una profunda reforma del sistema universitario, al objeto de exigir contribuciones innovadoras al debate científico, al menos, entre aquellos profesores/investigadores que reciban financiación pública (que son todos los profesores/investigadores de Universidad pública, así como todos aquellos que, en general, reciban ayudas públicas para un determinado proyecto o actividad “científica”). De lo contrario, los profesores/investigadores (en este caso, de Derecho) no sólo estarán incumpliendo (para colmo, de manera financiada por todos los contribuyentes), el compromiso profesional y, a nuestro modo de ver, social asumido como investigadores sino que, además, también perjudicarán el progreso económico y los avances sociales, al no realizar propuestas de reforma legislativa que generen el debate y las presiones necesarias para que, en beneficio de todos los ciudadanos, se pueda promover la mejora y modernización del derecho y las instituciones.