Termitas en el Estado: los corruptos

Andrés Betancor ha impulsado la publicación de un libro imprescindible cuyo título -muy expresivo- es “Corrupción, corrosión del Estado de Derecho” (Civitas / Thomson Reuters, 2017).

Por si hay algún lector de Hay Derecho que no lo sepa aclararé que Betancor es catedrático de Derecho Administrativo muy apreciado en el gremio por su obra y también ¿por qué no decirlo? por sus condiciones personales. Pero tiene además otra cualidad que para mí resulta esencial en un profesor universitario: tiene pluma periodística lo que le permite estar presente en los medios de comunicación explicando asuntos complejos con palabras sencillas, al alcance de un lector medio. Séame permitido, a este respecto, citar mis propias palabras pronunciadas con ocasión de mi despedida en la hora de mi jubilación: “El profesor no debe estar agazapado y callado en su rincón, enchufado a su ordenador. Tiempo tendrá en la eternidad de vivir en un nicho. El campus no debe ser un campus santo”. Desde luego si todos los colegas fueran como Betancor el campus en los distritos universitarios españoles no sería el silencioso campus santo en el que se han convertido.

Actitud esta agazapada y lamentable en cualquier momento histórico pero especialmente censurable cuando estamos viviendo convulsiones que ya están siendo calificadas como revolucionarias. En tales circunstancias, los juristas han de desarrollar una actitud crítica y fundada aventurándose a tratar los grandes asuntos con ojos curiosos y esa actitud innovadora que es propia de quien dispone de las tijeras para cortar las cintas que inauguran anchas avenidas. “Poca es la vida si no piafa en ella un afán formidable de ampliar sus fronteras” dejó escrito Ortega en su libro sobre la deshumanización del arte.

Es precisamente en una época de cambios sustanciales cuando ha de verse al jurista haciendo guardia en su garita: para ordenarlos y explicarlos, para alojarlos en casilleros comprensibles y razonables y para evitar el peligro de que revolucionarios “a la violeta” nos vendan como novedades jirones descoloridos del pasado.

Porque a los cambios, como a las revoluciones, hay que cogerles el pulso desbocado y restaurarlo en su sano ritmo administrándoles el fármaco del razonamiento jurídico que serena, enfría y templa.

Esa es la función de quienes tenemos como hogar una Facultad de Derecho. Por eso es tan admirable el libro que Betancor, al mando de un grupo selecto de juristas, acaba de publicar abordando no cualquier tema sino nada menos que el de la corrupción, esa enfermedad que lleva -como indica el título- a la “corrosión”, es decir, según el Diccionario, a la “destrucción paulatina” de un cuerpo, en este caso, el cuerpo social representado por el Estado.

Se ha dicho una y mil veces que la corrupción acompaña a cualquier sistema político porque es consustancial a la naturaleza humana. El gran escritor y autor teatral suizo, Friedrich Dürrenmatt, que se ocupó muchas veces en sus obras sobre asuntos relacionados con el Derecho y la Justicia, aseguraba que se pueden cambiar todas las leyes imaginables pero nada sustancial cambiará porque la naturaleza humana no cambia. Esta es justamente la actitud que el jurista no puede aceptar si no quiere convertir su oficio en el ejemplo supremo de la inutilidad.

No. Los juristas debemos, cierto que sin poner una fe ciega en ello ni esperar grandes milagros, intentar cambiar algunas cosas con el arma de las leyes aplicadas por las Administraciones y vigiladas por los jueces. Betancor pone el ejemplo, invocando al historiador Fukuyama, de lo ocurrido en los Estados Unidos, un país ensencialmente corrupto hasta los años ochenta del siglo XIX, momento en el que empiezan a ponerse en pie mecanismos institucionales destinados a evitar las trapacerías de diputados, senadores, jueces, funcionarios … A partir de las grandes transformaciones auspiciadas por las comunicaciones, la urbanización, la mejor formación universitaria y la mayor sensibilidad de las clases medias urbanas, se vio con claridad que el Estado no podía ser un magma destinado a satisfacer clientelas de feudos políticos construidos en torno a poderosos personajes agazapados tras los sacos terreros de sus intereses. Y se aprobaron leyes y reglamentos, se instituyeron órganos administrativos, se dotó de poderes y medios a los jueces, todo lo cual contribuyó a poner diques al desenfreno y al descaro. Lo que no fue poco.

Aceptando resignadamente -como es obligado- la imposibilidad de extirpar el mal desde su raíz. Porque, como Betancor insiste, la corrupción ofrece mil caras, mil recovecos por los que colarse y desarrollar su trabajo de termita arrasadora del entero sistema. “La corrupción -escribe- es un fantasma que asusta y mucho pero que al Derecho se le exige que atrape cuando solo cuenta con una red, además, muy gruesa. Es lógico y razonable que se le escape. El sentimiento de frustración incrementa la sensación de complicidad. Y la complicidad, la deslegitimación del Estado … [y con ello el auge de los populismos] … con la pretensión de que el Derecho solucione algo que es un fenómeno que trasciende, que va más allá de lo que puede hacer. Es imprescindble el Derecho pero no es suficiente”.

A cada cual le corresponderá pues luchar con sus armas en esta guerra eterna en la que se ganan y se pierden batallas con la misma diabólica cadencia temporal. Y así, el ciudadano tiene una responsabilidad directa en tales batallas de manera que a aquel que ofrece resistencia a acudir a las oficinas de Agencia Tributaria no se le puede permitir la desfachatez de poner su dedo acusador sobre ningún responsable público.

A los juristas, por su parte, nos compete afinar los instrumentos propios de nuestro oficio. Mellados se nos dirá pero indispensables.

Y es en este sentido donde el libro resulta una pieza excelente. Porque no creo que haya un solo rincón de las actividades públicas, aprovechadas en España habitualmente por los corruptos, que haya quedado fuera de la mirada de Argos de quienes colaboran con Betancor.

Mercedes Fuertes aborda la financiación de los partidos políticos proponiendo la reducción de sus gastos y el alejamiento del Tribunal de Cuentas de los tejemanejes de los partidos para que pueda ejercer con garantías sus funciones de control. Fuertes ha estudiado en un libro independiente Combatir la corrupción y legislar en la Unión europea (Marcial Pons, 2015) el funcionamiento de la Oficina de lucha contra el fraude en Bruselas. Asimismo se impone -dice la autora- reforzar la independencia del poder judicial, un asunto tratado también por Jorge Rodríguez-Zapata Pérez. Nunca se pondrá suficiente énfasis en subrayar que los partidos políticos son el elemento patógeno más significado cuando de corrupción hablamos pues su acción tiene un efecto multiplicador extraordinario al manchar, si se entregan a prácticas irregulares, todo cuanto tocan: instituciones públicas y empresas privadas.

Irurzun Montoro se ocupa de la función pública abogando por la profesionalización de sus cuadros más la reforma de las normas sobre incompatibilidades y de las libres designaciones, lugar este por el que se cuelan caprichos y amabilidades -bien gravosas para el erario público- hacia parientes y entusiastas compañeros de partido.

Juan Francisco Mestre aborda la transparencia metiendo su ojo de sagaz intérprete de leyes en el artículo 70 de la ley 39/2015 que excluye del mismo -en uno de sus apartados- las notas, borradores, opiniones resúmenes, informes internos, es decir, lo que podríamos llamar la “intrahistoria” de ese expediente, en ocasiones, lo más sustancial del mismo.

Jesús Moreno, al analizar el régimen de las empresas públicas, propone modificar la provisión de los puestos de alta dirección y el sistema de control de sus compras e inversiones.

Para Rosa María Pérez las subvenciones tienen que basarse en el principio de la claridad en todas las fases del procedimiento diseñado para su otorgamiento así como en el carácter exclusivamente técnico del órgano colegiado que informa sus solicitudes.

Antonio Jiménez-Blanco y José María Ortega tienen la valentía de habérselas con el paraíso del corrupto: el urbanismo. El primero para hacer buidas observaciones sobre la concurrencia de los órdenes contencioso-administrativo y penal en el espacio urbanístico así como ironizar con los “tiempos” en que se desarrolla la labor del juez. El segundo aborda muchas cuestiones expresivas del profundo conocimiento que el autor tiene sobre la materia y, desde la perspectiva concreta del control sobre actuaciones corruptas, destaca la necesidad de atribuir las decisiones urbanísticas locales a órganos colegiados de los Ayuntamientos pues los unipersonales se han revelado como “facilitadores” de las prácticas corruptas. Aboga asimismo por reforzar los órganos de control y asesoramiento y los de gestión urbanística, lo que impone acabar con la provisión de plazas acomodada a procesos selectivos que no sean serios y objetivos. Recuerda el preceptivo sometimiento a fiscalización de todos los acuerdos municipales que impliquen gastos como es el caso de la mayoría de los instrumentos de planeamiento y convenios urbanísticos. Me parece muy importante su insistencia en que se prohíba la creación de sociedades municipales u otros entes con competencias urbanísticas o de vivienda pues estas funciones han de reservarse siempre a la Administración (más vigilada obviamente en su actuar).

Ruiz de Apodaca, al aclarar cómo opera la corrupción en materia de autorizaciones y licencias, afirma que son los funcionarios, no los políticos, quienes más frecuentemente se encuentran como protagonistas de las perversiones del sistema.

En fin, José Manuel Martínez Fernández hace un extenso y yo diría que implacable análisis de la legislación de contratos -que conoce de primera mano- y, a partir de él, se atreve a concretar todas y cada una de las técnicas que harían muy difícil las prácticas corruptas en este ámbito especialmente goloso para quienes de ellas gustan. Y diferencia con especial minuciosidad y claridad sus fases de preparación, adjudicación, ejecución y resolución.

Como bien dice Betancor al final de las páginas por él firmadas “el árbol de la corrupción crece a nuestro alrededor. O sigue creciendo o se corta. Es el gran dilema de la España actual. Si sigue ascendiendo ya sabemos qué es lo que va a pasar. Un tupido bosque tapará el progreso de España. El árbol de la corrupción matará al de la vida. Esa es nuestra presente disyuntiva”.

Para terminar desearía insistir en rescatar un instrumento histórico de cuyas bondades escribimos Mercedes Fuertes y yo en nuestro libro Bancarrota del Estado y Europa como contexto (Marcial Pons, 2011) y ello porque la historia es la mejor amiga del hombre atolondrado que, al cabo, somos todos, perdidos como estamos desde que nacemos en el torbellino de un mundo viejo pero que cada cual está condenado a estrenar a su manera (esta es la verdadera condena desde la expulsión del Paraíso). Por eso necesitamos señales que nos orienten y ese es el papel que podría jugar la resurección del viejo juicio de residencia o “purga de taula”, yerto entre las páginas de nuestro Derecho histórico, a la espera de la mano amiga que le diga, como al arpa del poema, “levántate y anda”.

Recordemos que, para exigir responsabilidades a los gobernadores provinciales y a otros funcionarios, ya en el derecho romano se les sometía al deber de permanecer durante un determinado número de días en el lugar que habían regido para que los ciudadanos formularan contra ellos las quejas o reclamaciones que tuvieren por conveniente. De Italia pasó a Castilla y, en concreto, a Las Partidas de Alfonso X el Sabio y luego al Ordenamiento de Alcalá,  a una Pragmática de los Reyes católicos y al derecho indiano … Algo parecido ocurría en la Corona de Aragón donde se llamaba “purgar taula” a la obligación que los vegueres y otros oficiales tenían de quedar sujetos a investigación (inquisitio) y exculparse de los posibles yerros que hubiesen cometido así como de repararlos (purga).

Concluido el procedimiento, si el juicio ciudadano era positivo, la autoridad podía seguir ascendiendo en su carrera político-funcionarial; de lo contrario, era sancionado con una multa o con la prohibición de por vida de un nuevo cargo.

¿Qué tal si el citado gobernante no pudiera tener acceso a los beneficios propios de su condición de “ex” si no lograra que su gestión fuera merecedora de un juicio positivo?

¿No podemos darle vueltas a la cabeza y alojar, de la mano de jurisperitos prudentes y disertos, en el espacio por ejemplo de las Oficinas de Conflictos de Intereses, un remozado juicio de residencia o “purga de taula” en nuestros Códigos?

¿No cercenaríamos el crecimiento desparramado de ese árbol de la corrupción que nos describe Betancor en este libro?

Conviene no olvidar la sagaz advertencia que nos dejó Tocqueville en sus Recuerdos de la revolución de 1848: “los políticos llegan a hacer bastante honestamente cosas bastante poco honestas”.