Educación cívica y nacionalismo

Han fallado las políticas de Estado. Y ése es el estado de la Política. Por políticas de Estado presupongo aquellas que no estén tan pringosas de partidismo, como para que puedan perdurar más allá del vaivén de siglas que se dé al frente de las instituciones. Entre esas políticas estatales que más se echan en falta estaría, claro, la Educación. Campo suficientemente tentador como para que se haya jugueteado con él más de la cuenta; y campo sobradamente decisivo como para que sea suicida el reseñado jugueteo.

El objetivo final de la educación, nos recordaba Savater en Figuraciones mías, es “desarrollar la disposición a reconocer y respetar la semejanza esencial de los humanos más allá de nuestras diferencias de sexos, etnias o determinaciones naturales”. Es decir, por mucho entusiasmo con que contemplemos nuestras respectivas diferencias, convendría no perder de vista lo crucial: el gran reto educativo será comprender y hacer saber “que compartimos algo más profundo e importante que lo que nos hace diversos”.

Un nacionalista jamás entenderá esa afirmación. Y eso sin necesidad de estar aludiendo al nacionalista abiertamente xenófobo, que cataloga a sus conciudadanos no nacionalistas de inferiores y/o enemigos. Incluso en el mejor de los supuestos, un nacionalista, por definición, no comprende que sus particularidades culturales no debieran otorgar ningún plus político.

Las particularidades culturales son muy respetables, siempre que no se conviertan en una imposición; y siempre que no atenten contra las particularidades culturales de otras personas (que sin ser nacionalistas, también pueden enarbolar las suyas); y siempre que tales particularidades no dinamiten la igualdad en derechos y libertades que ha de alcanzar al conjunto de la comunidad.

Dicho de otra forma. Los rasgos identitarios no son salvoconducto para arrebatar a los vecinos su ciudadanía común y compartida; ni brindan licencia para pisotear a los conciudadanos su condición de libres e iguales. La educación es determinante a la hora de afianzar esas básicas enseñanzas, que resultarán primordiales para la convivencia cívica y democrática.

Evidentemente, la educación va más allá de las escuelas, va más allá de la enseñanza reglada. Y en consecuencia, la labor de los medios de comunicación será también clave a la hora de contribuir a unos aprendizajes (“distintos, pero iguales”; “distintos, pero compartiendo algo más sustancial que lo que nos diferencia”) u otros aprendizajes de muy diferente cariz (“distintos y supremacistas”, “distintos y segregacionistas”).

A estas alturas de bajeza, albergo pocas esperanzas de que la educación pueda transformar al que ya es fanático prémium. Sin embargo, aún guardo expectativas en que algo puede hacerse sobre ámbitos que se han tragado, por desidia y abandono, la palabrería fanatizada.

Sin duda, la clarificación de conceptos ayuda sobremanera a la higiene democrática. Cuanta menos ciudadanía caiga presa de la superchería y la mitificación, mejor nos irá. En ese sentido, una sociedad que sepa definir como corresponde “el derecho de autodeterminación”, sin dejarse engatusar por manipuladoras engañifas al respecto, habrá ganado en salud y madurez. De igual forma, una ciudadanía que evite falaces reduccionismos como “democracia es votar”, y eluda tergiversaciones ante “diálogo”, “mediación”, “presos políticos” o “represión”, por ejemplo, será una ciudadanía más libre de oportunistas sin escrúpulos, y demagogos con fronteras.

A la vista de las simplificaciones y falsedades que protagonizan buena parte del actual discurso político, se deduce lo muy carentes que estamos de cierta cultura democrática. Ausencia manifiesta en buena parte de la clase política, y ausencia no menos perceptible en buena parte de la sociedad civil.

Ante ese escenario, resulta curioso rememorar las diatribas que se lanzaron contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía. No me adentro ahora en todos los pormenores del generalizado despotrique. Me limito a subrayar la conveniencia y necesidad (a la vista está) de que se trabaje en esa dirección: educación cívica, educación constitucional, valores democráticos… Llámese como se desee, pero tengamos claro que esa formación no es innata (no es algo que llegue por ciencia infusa); y apartémonos de ridículas discrepancias, como cuando se decía que esta materia serviría para adoctrinar.

Por supuesto que puede existir un profesorado hooligan y sectario dispuesto a instrumentalizar la materia para fines adoctrinadores. Pero toda materia podría prestarse a ese desbarre adoctrinador; y lógico será establecer los cauces para evitar los desbarres (cuando ocurran) y no impedir de partida el conocimiento. Oponerse a la educación cívica barajando esos argumentos equivale a rechazar el Dibujo técnico, ante la posibilidad de que el compás y el cartabón sean empleados como armas arrojadizas.