La hora de la convicción

Por unas cosas y por otras, durante el infausto día 27-O estuve muy atareado y no tuve apenas tiempo para seguir las informaciones que transmitían los medios sobre los acontecimientos que iban sucediendo tanto en Madrid como en Barcelona. De lo poco que pude ver y oír, dos frases captaron especialmente mi atención.

La primera la pronunció el Presidente Rajoy en una declaración improvisada rodeado de periodistas en un pasillo del Senado. La cámara le enfocaba muy de cerca y desde abajo, distorsionando su cara como en un cuadro expresionista. Después de decir que el Gobierno, en la aplicación de las medidas del artículo 155, iba a actuar de forma proporcionada, razonable e inteligente, como hasta ahora, añadió que Cataluña no se iba a independizar, porque la independencia de Cataluña es imposible.

¿Imposible? -pensé yo-. ¿Se refiere a una imposibilidad metafísica?, ¿lógica?, ¿jurídica?, ¿fáctica?

En un plano fáctico o práctico, un proceso de independencia o secesión puede ser difícil, traumático, ruinoso…, pero, ¿imposible? Casi nada es imposible en el curso incierto de los asuntos humanos. No hace tanto hemos asistido en el continente europeo a unos cuantos procesos de independencia culminados con éxito con ocasión de la descomposición de la URSS y de Yugoslavia, y no uno ni dos.

No parece que el señor Presidente se estuviera refiriendo a este tipo de imposibilidad, sino más bien a una imposibilidad jurídica. Por supuesto que en el ámbito jurídico-constitucional vigente actualmente en España la independencia de Cataluña es un imposible. Simplemente, porque su posibilidad supone una derogación de la Constitución en una porción del territorio nacional y el reconocimiento como sujeto soberano de una parte de la población y no de la totalidad del pueblo español. Como imposible jurídicamente es también el diálogo y la negociación entre un ordenamiento y lo que supone su negación.

Pero que la independencia de Cataluña choque con la lógica jurídica vigente hasta hoy en España no quiere decir que sea algo práctica o fácticamente imposible, ni que choque con toda lógica jurídica.

Todo proceso de independencia, aunque sea incruento, supone una revolución, una ruptura del orden jurídico vigente en un Estado. Pero esto, por sí solo, no quiere decir que los rebeldes o secesionistas renuncien al derecho (o a la idea de Estado de derecho), sino que pretenden instaurar una legalidad diferente, lo que presupone que postulan una fuente de legitimidad diferente, en concreto, la afirmación de la soberanía de un sujeto distinto del que presupone el ordenamiento vigente en el Estado contra el que se alzan. Por eso, los mismos actos que, desde la lógica del derecho de nuestro Estado, pueden ser calificados de sedición, rebelión o golpe de Estado y que moralmente se pueden ver como una traición, desde la lógica del ordenamiento jurídico que se pretende instaurar por los secesionistas, se trata de actos de la más absoluta legitimidad e incluso de un gran valor moral.

Y al final, lo que termina decidiendo este irreductible conflicto de legalidades y legitimidades es el éxito en el plano fáctico. Si los rebeldes consiguen de facto controlar los resortes del poder en el ámbito territorial objeto de su acción, si consiguen hacer de facto vigente su ley, entonces, el reconocimiento internacional del nuevo statu quo no se hará esperar mucho. Porque lo relevante en el plano del derecho internacional es la efectividad en el ejercicio del poder sobre un territorio y una población. Y así, una nueva lógica jurídica habrá terminado sustituyendo a la anterior en el territorio afectado y nadie verá en el futuro contradicción alguna.

Si esto es así, me resultaba preocupante (salvo que en ese momento, en un alarde de presciencia, supiera todo lo que ha sucedido desde entonces) que el Presidente del Gobierno de España, además de afirmarla, creyese realmente en la imposibilidad de la independencia de Cataluña (como alarmante me pareció en su día que calificase como sorprendente e inimaginable la aprobación por el Parlament de las leyes del referendum y de transitoriedad jurídica, cuando todo lo acontecido había venido siendo anunciado durante meses y años). Se trataba de una posibilidad en absoluto descartable en ese momento, cuando todo estaba todavía por decidir, cuando ya había sucedido lo peor que podía suceder: que no estábamos ya simplemente ante un conflicto de “relatos” (acerca de acontecimientos históricos remotos como la Guerra de Sucesión, o más próximos, como la anulación por el TC de determinados preceptos del nuevo Estatuto Catalán; acerca de balanzas fiscales y de lo que da y recibe económicamente Cataluña del resto de España; o acerca de la interpretación de lo sucedido el 1-O), sino ya ante un conflicto de legalidades, ante la proclamación de un Estado independiente por un Parlament en rebeldía declarada contra el orden constitucional y estatutario hasta ahora vigente en territorio catalán.

En el marco de ese conflicto ya declarado, me resultó llamativo un momento de duda que se apoderó de una locutora de TVE -la segunda frase a la que quería hacer referencia- cuando esta emisora estaba retransmitiendo las imágenes del acto que tuvo lugar en una escalinata del Palau del Parlament donde los líderes del procés hacían piña con una multitud de alcaldes soberanistas, enarbolando éstos sus bastones de mando. Entonces comenzó a hablar el señor Oriol Junqueras y la locutora nos dijo que había tomado la palabra el Vicepresidente de la…, y ahí, tras el artículo, se quedó atascada unos instantes. ¿Qué pasó?, ¿que no sabía si decir “la Generalitat” o “la República Catalana”? Del atolladero salió dando marcha atrás y diciendo “… el Vicepresidente catalán”.

Semejante episodio de duda -en el mismísimo canal 1 de la televisión pública estatal española- me pareció muy revelador tanto de la confusión institucional generada, como de la importancia que tenían las palabras en la lucha de legalidades y de legitimidades a la que nos veíamos abocados. Una lucha a la que -pensaba – nadie iba a poder ser ajeno en territorio catalán (donde nadie, salvo los indigentes, podrían dejar de decidir a qué Administración pagar sus impuestos o ingresar sus cotizaciones a la Seguridad Social).

En relación con este conflicto y su resolución me parece oportuno recordar una enseñanza de Hans Kelsen. Para el célebre jurista austriaco, la cúspide de todo ordenamiento jurídico positivo la ocupa la constitución. El resto del ordenamiento se encuentra en una relación de dependencia lógica con la constitución en el sentido de que sólo son válidas las normas emanadas o los actos realizados por aquellos órganos investidos del correspondiente poder normativo o de decisión sobre una determinada materia por la propia constitución.

Ahora bien, por encima de esta validez determinada por un criterio puramente lógico, la vigencia de cualquier constitución y del ordenamiento jurídico derivado de ella presupone la existencia de una “norma fundamental” no escrita, que tiene un significado fáctico, y que no es otra cosa que la convicción por parte de los ciudadanos del país en cuestión acerca del carácter vinculante de su constitución.

De esta manera, la vigencia y la propia validez de un ordenamiento no es una cuestión puramente lógica, sino en último término fáctica. Depende de que esa constitución sea realmente vivida como vigente por la población del Estado correspondiente. O dicho de otra forma, la vigencia de un ordenamiento jurídico no se basa en una simple apreciación lógica, ni tampoco en la pura coacción, en la fuerza, sino más bien en la convicción; en el hecho de que la población se sienta obligada por ese ordenamiento, reconozca realmente su vigencia y actúe en consecuencia.

En esa hora difícil que atravesamos el pasado viernes, el quid de toda la cuestión se encontraba exactamente en este punto: en si la Constitución española y el ordenamiento que emana de ella iban a seguir siendo reconocidos como derecho vigente en el territorio y por la población catalana. Lo que en último término –como demostraron los tristes hechos acaecidos el 1-O- no es una cuestión de fuerza o coacción, sino de convicción, de convencimiento. En definitiva, porque es imposible imponer por la fuerza un ordenamiento a todo un pueblo.

Los acontecimientos han evolucionado tan rápidamente que las reflexiones que me tuvieron en vela durante la noche de ese viernes han quedado en gran parte superadas. No obstante, aunque el panorama se ha aclarado enormemente, creo que todavía conservan interés de cara a todo lo que todavía tenemos pendiente.

Lo que me planteaba entonces, en el mismo calor de la noticia de la declaración unilateral de independencia, y en relación con el mantenimiento o incluso la recuperación de esa aludida convicción (que parecía para muchos ya perdida), era lo siguiente.

Primero, que debíamos tomar conciencia de que este tema de la vigencia de nuestras leyes no es un asunto sólo de los jueces o de los policías. Por supuesto que los funcionarios públicos en general tienen un papel decisivo (como oportunamente señaló Elisa de la Nuez), pero es toda la población la que debía sentirse y estar implicada, tanto allí –donde se jugaba lo más difícil de la partida-, como en el resto de España. En todo este asunto, los primeros que debemos estar convencidos somos los españoles no catalanes. Y aquí es donde muchos, por absurdas y anacrónicas razones, flaqueaban y todavía siguen flaqueando.

En segundo lugar, la propia forma de proceder de los secesionistas -pese a sus bravatas, a sus solemnes escenografías y liturgias, y a su “la calle siempre será nuestra”- mostraba una muy escasa convicción acerca de la viabilidad fáctica de su proyecto. Así, esa declaración de independencia con la boca pequeña para inmediatamente proponer su suspensión, ese no saber si convoco elecciones o someto a votación la DUI, esas frenéticas idas y venidas por los pasillos, los retrasos en los plenos y en las comparecencias, hasta esa elocuente muestra de debilidad consistente en votar de forma secreta en un parlamento por temor a unas represalias que presuponen el propio fracaso de lo que estoy votando. También, seguir hablando de resistencia cívica a la aplicación de una norma del orden constitucional autonómico de nuestro Estado después de haber declarado formalmente –parece, porque no termina de estar claro (véase la estupenda explicación de Ignacio Gomá Garcés)- la independencia de su República. Como las inmediatas dudas explícitas sobre si concurrirían o no a unas elecciones autonómicas convocadas por el Presidente del Gobierno español. En definitiva, el problema de la nonata República Catalana no es la falta de reconocimiento internacional, sino que sus propios promotores y solemnes declarantes no se la terminan de creer, se han seguido moviendo en un terreno puramente simbólico y retórico.

Unos días más tarde, está claro ya que toda convicción por su parte ha desaparecido. Al día siguiente, las banderas españolas continuaban en sus astas en los edificios oficiales más emblemáticos, el jefe de los Mossos acataba su cese y el President estaba de paseo por Girona como si tal cosa, mientras se transmitía una declaración institucional pregrabada en la que había mucha queja por la aplicación del artículo 155, pero de la República Catalana poco o nada se oía hablar. Para el miércoles 31 ya estaban todos planificando su estrategia de participación en las elecciones autonómicas de diciembre. El estrambote final de la huida de medio Govern a Bruselas es algo que pertenece más al género de lo bufo que al de la tragedia histórica. No parece que aunque Puigdemont haya marchado a Flandes esté tratando de emular a un Horn o a un Egmont.

Y en tercer lugar y sobre todo, la idea de que en esta lucha de legalidades y de legitimidades (de momento pospuesta, por la asumida debilidad de uno de los contendientes), no sólo la inercia de una legalidad formal preexistente, sino también la razón y la justicia están claramente de una parte.

Así, ese desprecio por las formas y los procedimientos jurídicos y parlamentarios más elementales, ese prescindir de quorums y mayorías reforzadas para decisiones de la máxima gravedad, ese ninguneo de la oposición y de los dictámenes de letrados y secretarios, ese imponer a toda costa lo que se trae ya predecidido, ese cambiar sobre la marcha cualquier regla que ahora me resulta incómoda, ese protagonismo de organizaciones y sujetos ajenos a los cauces normales de la representación política, todo eso que habíamos presenciado en la fase final de aceleración del procés, incluso la abyecta instrumentalización de una manifestación ciudadana de dolor y repulsa por unos crímenes que nada tienen que ver con el asunto, no son algo casual o episódico, unas fricciones inevitables en toda crisis de sustitución de una legalidad por otra, sino más bien síntomas –por mucho que se la invoque- de una concepción enferma de la democracia y que delatan el verdadero rostro de la ideología que impulsa el proceso, es decir, el nacionalismo.

Una ideología “esencialista” y contraria a la idea de sociedad abierta, fundamentada en la radical distinción de naturaleza entre los de aquí y los de fuera (los verdaderos catalanes y los que no lo son). Una ideología egoísta e insolidaria; que practica un sempiterno victimismo, la identificación de un enemigo exterior al que culpar de todos los males propios, el señalamiento, el acoso y el aislamiento social no sólo del disidente sino del no entusiasta. Una ideología para la cual el fin justifica cualquier medio, en especial la mentira y la tergiversación sistemática de la realidad, el adoctrinamiento de los niños, la movilización total de la población, ancianos incluidos. Una ideología que justifica el empecinamiento en un proyecto ilusorio, el hágase la República aunque perezca el mundo, el sacrificio de la prosperidad y la tranquilidad de toda una generación en el altar de una anhelada patria redimida.

Todo esto es propio de esa enfermedad nacionalista a la que Stefan Zweig atribuyó las grandes catástrofes del siglo XX, y que hoy vemos con alarma rebrotar en forma de Brexit, de euroescepticismo, de partidos populistas y xenófobos que por toda Europa obtienen preocupantes éxitos electorales, de un personaje como Trump en la Casa Blanca,…

Saber que nuestra legalidad, la hasta ahora de todos, representa, con todas sus imperfecciones, exactamente lo contrario de todo esto debería ser la base última y más firme de nuestra convicción.

Y la gran y ardua tarea que tenemos pendiente, que va a requerir bastante más tiempo que el que resta hasta la inminente celebración de las elecciones autonómicas convocadas, es extender y asentar esta convicción en una amplia mayoría de la población catalana. Lo que supone exorcizar con la palabra y con la razón todos esos demonios, desintoxicar de esa ideología perversa no sólo a aquella casi mitad de la sociedad catalana que se identifica con la causa nacionalista, sino también a aquella otra afectada durante años por un grave síndrome de Estocolmo. Y esto, al tiempo, con una inteligente gestión de los sentimientos y las emociones removidas, porque hay ahora mucha frustración y rabia que tratar. Sin ceder en nuestra reafirmada convición, que no nos sigan viendo en esta hora como aquesta gent tan ufana i tan superba.