El suicidio anómico de Cataluña

Con razón de unos estudios que ocupan mis horas libres, ha llegado a mis manos una obra magnífica de la sociología clásica. Tiene por nombre “El suicidio” y es una de las más influyentes del sociólogo francés Émile Durkheim.

Durkheim se pasó la vida tratando de convencer al mundo de que la Sociología es una ciencia sui generis, y no un mero complemento de la Filosofía. Lo consiguió, en parte gracias a la obra citada, cuyas premisas fundamentales, a este respecto, son:

1.- Que “el individuo está dominado por una realidad moral que lo supera, la realidad colectiva”.

2.- Que del estudio de hechos sociales concretos, a partir de grupos sociales específicos y bien delimitados, pueden extraerse conclusiones, no sólo concretas, sino también “universales”, que pueden, a su vez, explicar el comportamiento de una determinada sociedad.

De modo que Durkheim se dispuso a estudiar un hecho –que, al contrario que muchos, él sí consideraba– social tan particular como el suicidio para extraer conclusiones tan universales como el descontento social de una generación (al que está ligada la tasa de suicidio). Así, distingue entre cuatro tipos de suicidios, de entre los que me interesa especialmente el llamado suicido anómico.

Durkheim concibe la sociedad como una entidad reguladora y moderadora que resulta indispensable al objeto de desempeñar para las necesidades morales “el mismo papel que el organismo para las necesidades físicas”. En definitiva, la sociedad tiene por fin definir las pautas sociales y morales que han de regirnos y, por tanto, definir los límites de nuestras pasiones individuales. El problema surge cuando la sociedad, perturbada por súbitas transformaciones (sin importar su naturaleza trágica o feliz), es “transitoriamente incapaz de ejercer esta acción”.

Por su parte, la anomía, una palabra inventada ex profeso por Durkheim, es esa insatisfacción general de los individuos ante una realidad social en la que se encuentran inmersos, tal vez de un modo inevitable, y suele producirse en las sociedades en las que los valores tradicionales han dejado de tener autoridad, mientras que los nuevos ideales, objetivos y normas todavía carecen de fuerza. Y así, en palabras de Bertolt Brecht, “la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”.

Al sentirse desorientados y desarraigados de todo proyecto social común, sucede entonces que las pasiones de dichos individuos se encuentran fuera de control, de manera que éstos se encaminan hacia una salvaje persecución del placer. Hasta que la sociedad se recupera del oleaje y recobra su forma y función (este proceso, a los efectos de la medición de la desigualdad, fue definido por Harrison y Bluestone como “The Great U Turn” porque la igualdad disminuye drásticamente primero y aumenta después, todo en forma de U), los individuos se sienten perfectamente libres y legitimados para llevar sus deseos hasta sus últimas consecuencias; cosa ésta que se va reforzando de manera continua precisamente a causa de ese estado de crisis o irregularidad: dado que sus pasiones se encuentran cada vez menos disciplinadas, al no encontrar límite moral en el horizonte, toda limitación se percibirá de un modo cada vez más odioso. No por capricho Durkheim concluye que la pobreza es en sí misma un freno al suicidio: es la mejor de las escuelas para enseñar al hombre a contenerse. Y, por ese mismo motivo, tantas religiones han aplaudido los beneficios morales de la pobreza y es uno de los tres votos que el catolicismo exige para la vida religiosa.

Al contrario, la búsqueda constante del placer inmediato revierte fácilmente en frustración, y ésta en rabia. Y es que, citando textualmente al sociólogo, “cuanto más se tenga, más se querrá tener, puesto que las satisfacciones recibidas no hacen más que estimular las necesidades, en lugar de calmarlas”, llegando así a la conclusión de que “perseguir un fin inaccesible por hipótesis es condenarse a un estado perpetuo de descontento”.

Una vez llegado a este punto, el hedonista ya no atenderá a razones ni argumentos de ningún tipo (en el caso catalán, políticos, históricos, jurídicos, económicos, sociales) y estará dispuesto a cometer el acto del suicidio (en el caso catalán, el suicidio democrático).

He rescatado este ensayo decimonónico por las razones que ya adivinarán. El independentismo siempre ha estado fuertemente dominado por pasiones, como la excesiva exaltación de lo propio, el desprecio al diferente o la frustración, que no se sienten constreñidas por barrera alguna y eso, como es natural, ni es maduro socialmente hablando ni conduce a nada positivo o útil. Para resolver esta crisis, de nuevo en palabras de Durkheim, es preciso que las pasiones (y expectativas) personales sean limitadas, porque sólo así podrán ser puestas en armonía con las facultades y, por tanto, satisfechas.

No obstante, que el debate se haya abandonando a esas bajas pasiones responde en buena medida a un descontento social generalizado que excede del individuo. Además, la “condición emocional” no puede ni debe atribuirse a cada individuo en particular. Como bien advertía el propio Durkheim, la probabilidad de que un individuo esté expuesto a situaciones que conducen al suicidio está determinada por el contexto social concreto (en nuestro caso, por ejemplo, la crisis económica y política), pero que una persona determinada sucumba o no al suicidio obedece a circunstancias personales que corresponde a la Psicología o la Medicina estudiar. Por tanto, resulta preciso distinguir entre el individuo y el hecho social.

Sobre el primero me atrevo a adivinar que tanto unos como otros hemos creado imágenes distorsionadas del “adversario” que no se corresponden con la realidad. Mucho han contribuido a ello fenómenos como Twitter, foros en los que a menudo comparecen y se exponen los más ruidosos y extravagantes, pero no el sentir mayoritario, que sin duda se sorprendería gratamente al hablar con el “otro bando”. Por eso, aprovecharé esta ocasión para mencionar un encuentro que tuve con un gerundense independentista el día después de las recientes elecciones de Cataluña.

Como durante mi infancia viví en Gerona casi una década, siempre que estoy por la zona trato de acercarme a fin de visitar a mis viejas amistades. El plan inicial era dormir en casa de un amigo (no independentista) que vive un tanto alejado de la ciudad, pero finalmente decidimos salir de fiesta y dormir en una casa situada en el centro de la ciudad, que un amigo suyo tenía en propiedad. Era, insisto, el día después del 21-D.

El susodicho sí es independentista. Un independentista de corazón, seguramente con varios apellidos catalanes. Él sabe que yo soy naranja (no me refiero a mi pelo; me considero castaño-claro) y yo que él había votado a un partido independentista el día inmediatamente anterior (intuyo que al propio Puigdemont). Ambos somos abogados y, con unas copas encima, decidimos debatir sobre aspectos tan sensibles como la concurrencia o no del derecho a decidir, la perpetración o no de un golpe de Estado, la violencia o no en el 1-O y el grado de cumplimiento del tipo del delito de rebelión y/o sedición por parte de los Jordis y los miembros del Govern. Pese a la creciente ingesta de alcohol, la conversación fue en todo momento agradable y cordial, y ambos reconocimos haber aprendido y disfrutado del otro.

Puesto que el independentismo había logrado una mayoría absoluta, él estaba satisfecho con el resultado de las elecciones. Yo, desde luego, también: mientras que el venenoso separatismo (conviene no confundirlo con el “nacionalismo”, aprovechando la reciente tesis de Fernando Savater en “Contra el separatismo”) parecía haber tocado techo, un constitucionalismo desacomplejado en la defensa seria y sin matices del Estado de Derecho, de la legalidad y de la democracia seguía creciendo.

Tal vez por ello nuestra conversación fue amistosa: porque ambos nos veíamos vencedores. Sin embargo, y volviendo al perseverante Durkheim, comprobé con claridad la necesidad de distinguir entre el individuo (con el que conversé) y el hecho social (el actual descontento colectivo dominado por las más bajas pasiones).

Respecto a este último, como el hecho social supera sin duda al individuo, es difícil, sino imposible, atribuir al individuo concreto (independentista o constitucionalista) responsabilidad por el mismo. A esta triste situación nos ha arrojado una multitud de factores que poco o nada tienen que ver con nuestros actos personales: una crisis económica, una crisis de valores, unos políticos irresponsables, otros torpes, un cambio generacional, etcétera, pero que sí nos han ocasionado un tremendo descontento social.

La anomía de Cataluña, en cualquier caso, no es exclusiva de esta comunidad autónoma, sino que parece ocurrirnos a todos los españoles en mayor o menor grado. Yo mismo, que nací en el noventa, he sentido un profundo desinterés por la política hasta hace bien poco. Y, aunque desecho el separatismo por múltiples razones, me reconozco en algunas de las causas que lo han hecho aparecer. La diferencia entre ambos estriba en el modo en que hemos encauzado nuestra frustración social: él optó por buscar una tierra prometida y yo me refugié en los cantos de sirena de un partido nuevo que apuesta por la regeneración, igual que otros muchos jóvenes sucumbieron al encanto de la izquierda revolucionaria de Podemos. Que finalmente uno se decante por una u otra opción política es algo, como advertía Durkheim, que corresponde a otras ciencias analizar.

Pero de esta concreta crisis político-territorial pueden extraerse conclusiones más “universales” que evidencian el fin de una etapa en España. Por ello, pienso que la solución pasa, en primer lugar, por no mezclar individuo y sociedad, pues, siendo ambos fenómenos complejos, requieren de un tratamiento diferenciado; en segundo lugar y respecto del individuo, por rebajar las pasiones y las expectativas personales de cada uno; y, en último lugar y respecto de la sociedad, por vencer nuestra insatisfacción social mediante un nuevo proyecto común que reduzca las probabilidades de que cometamos un suicidio español. La insatisfacción personal del individuo, después, caerá por su propio peso.

Matemos, pues, de lo viejo lo que haya de morir y permitamos, después, que nazca de lo nuevo lo que haya de nacer. Y qué mejor momento para decir esto que el (pen)último día de un fatídico año.