Autonomía tributaria: impuestos tengas y los cobres

 

Comienzan a sonar tambores de guerra a cuenta de las «próximas» leyes de financiación, autonómica y local. Los diferentes representantes políticos de regiones y municipios empiezan a copar los medios para recordarnos lo injusto para con ellos del actual sistema, elevan poco a poco el tono de sus exigencias, y comienzan a predicar sus líneas rojas de cara a la negociación. En este sentido, si cada vez que concluye uno de estos procesos de reforma hiciéramos una comparativa con el anterior, descubriremos la repetición de un patrón muy similar tanto por los actores como por la trama. Por lo demás, y no será la primera vez, seguramente seremos espectadores de cómo la enésima reforma de la financiación autonómica desplazará al cajón de proyectos perdidos la modificación de la financiación local, maltrecha tras los últimos pronunciamientos jurisprudenciales y demanda sempiterna de la política local.

De cara a estos procesos es bueno acudir al origen para avivar algunas reflexiones desde el ámbito local. De entrada, nadie cuestiona las bondades de la autonomía fiscal que reconoció la Constitución de 1978 a las entonces recién creadas Comunidades Autónomas y a las ya existentes entidades locales, especialmente a los Municipios. O si. Las cesiones del Estado en materia de tributación no sólo otorgan capacidad de decisión sobre la articulación de determinados tributos sino que también implican corresponsabilidad en cuestiones como su gestión y su recaudación. Aquí comenzaron los problemas, las unas -las Autonomías- porque en un exceso de celo territorial priorizaron la creación y el contenido de su propia hacienda frente a la coordinación y la planificación con el resto y, sobretodo, con la hacienda estatal; los otros -los municipios- porque en su gran mayoría nunca tienen capacidad efectiva para afrontar esta autonomía y, tal como es recibida, la tienen que delegar en otras administraciones. Por debajo de todo siempre el colchón del Estado, como garantía ante la insuficiencia financiera y, sobretodo, para cubrir los «errores» y excesos en el gasto.

El asunto de la financiación, autonómica y local, demanda cíclicamente su reforma porque, en el fondo y como principal motivo, continua sin cerrarse definitivamente el techo competencial para estas administraciones. Es cierto que, a cuenta de la crisis, la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de 2013 intentó poner orden en el ámbito local, pero su aplicación ofrece un balance mediocre en el cumplimiento de los objetivos, y un mecanismo tan interesante como la garantía de financiación ha sido declarado inconstitucional por mero defecto de forma. Por la parte de las Comunidades autónomas, nadie se atreve a poner el cascabel ni tan siquiera a cuenta de la crisis; ahora hablan de reformar la Constitución ¿revisarán o cerrarán el listado de competencias? Lo dudamos. Con todo, si no se aclaran las atribuciones, difícilmente se podrá calcular el importe del gasto que estas conllevan. A día de hoy, esta penumbra constituye el principal argumento para eludir la corresponsabilidad propia y, a la vez, exigir un incremento de los recursos al amparo de la autonomía fiscal. Modestamente consideramos que, en su conjunto, estas demandas adolecen de planificación, de serenidad en el debate, y de negro sobre blanco en las cifras; por el contrario, aventajan en demagogia e improvisación, y falta cualquier tipo de autocrítica sobre cómo avanzar en materia de corresponsabilidad. En definitiva, el disco de la financiación se repite en la cara A una y otra vez, pero la cara B sigue sin escucharse.

Cabe añadir que algunos entienden por autonomía hacer la guerra por cuenta propia, pero lamentablemente esta guerra es sufrida por la ciudadanía. Pongamos el ejemplo del Impuesto de Sucesiones. Más allá de algún artículo de opinión en revistas especializadas, las verdaderas discrepancias y el debate encendido en la esfera pública apareció tras la decisión de la Comunidad de Madrid de rebajar el tipo impositivo a irrisorio, previo intentar suprimirlo y no poder (cuestión aparte las Comunidades Forales). Levantada la veda vinieron otras, cada una con su propio criterio, y así nos encontramos con un impuesto vivo pero descalabrado y que nos afecta o no según el lugar donde residimos de manera totalmente arbitraria. Más allá de la justa discusión sobre la idoneidad de este impuesto, lo que está claro es que su heterogénea reglamentación es una afrenta al principio de igualdad tributaria.

Al debate anterior se suman varios pronunciamientos del Constitucional que han mermado una de las principales fuentes de ingresos de los municipios; nos referimos al impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana, conocido como plusvalía municipal. Remitiéndonos a los acertados artículos publicados aquí al respecto, centramos ahora nuestra atención sobre las consecuencias negativas en la gestión tributaria post sentencia, observando un caos de recursos, suspensiones y resoluciones contradictorias que intentan aplicar la cercenada norma de las haciendas locales; desconcierto importante si tenemos en cuenta que en España hay más de 8000 municipios. Una vez más, es el administrado quien sufre desigual trato en materia tributaria según el lugar donde le toque tributar.

Estos son sólo dos ejemplos recientes de cuestiones concretas que debieran ser abordadas en las reformas financieras que se plantean, y que disputan el alcance de la autonomía fiscal. Estos casos evidencian los problemas de fondo a los que ya nos hemos referido, dificultades para la gestión y para exigir corresponsabilidad pero, sobre todo, una autonomía financiera de los entes territoriales, de cara a la ciudadanía, convertida en desigualdad tributaria e inseguridad jurídica.