La posible introducción del delito de enriquecimiento ilícito en nuestro Código Penal

Una de las medidas del Proyecto de Ley Integral contra la Corrupción (actualmente en trámite en el Congreso de los Diputados a instancia de Cs) es la introducción en nuestro Derecho del delito de enriquecimiento ilícito, en virtud del cual se penalizaría a la autoridad o funcionario público que durante el ejercicio de su cargo o responsabilidad experimentase un incremento de su patrimonio cuya procedencia no pueda ser acreditada en función de sus ingresos.

Resulta interesante recordar que el padre de la patria de Singapur, el Presidente Lee Kuan Yew,  afirmaba en sus memorias que la reforma legal más decisiva de su mandato para acabar con la corrupción (y transformar a su ciudad-estado de un lugar subdesarrollado en lo que es hoy en día) fue considerar como prueba de cargo para condenar penalmente al funcionario sospechoso el que no pudiese justificar los ingresos que sostenían su nivel de vida.

Esta simple cita resume  a la perfección toda la problemática que plantea la figura. Por un lado, su tremenda eficacia. Por otro, si no es más propia de países en vías de desarrollo con una débil arquitectura institucional, que de países avanzados que pueden combatir esta lacra por otros medios, y además, si no amenaza de alguna manera algunos principios fundamentales de nuestras sociedades abiertas, especialmente la presunción de inocencia.

En relación a la primera objeción se alega que el delito suele existir en países con graves problemas de criminalidad organizada, como Perú o Colombia, que no son exactamente iguales a los nuestros. Puede ser, pero que la criminalidad organizada que nos preocupa a los españoles en el ámbito político no sea violenta ni esté ligada al tráfico de estupefacientes no implica que sea más fácil de combatir. Al contrario, muchas veces resulta mucho más difícil, porque se ejecuta desde los más altos resortes de la política y de la Administración, con grandes recursos para bloquear o entorpecer la activación de nuestras defensas institucionales y, en consecuencia, con gravísimo daño para la confianza en el sistema democrático. Como afirma con gran agudeza el profesor José María Asencio, las normas procesales penales están pensadas normalmente para la persecución de una determinada delincuencia contra la propiedad, pero no para la promovida y ejecutada por quienes son el mismo Estado, representan a los ciudadanos y disponen de todos los resortes legales para la comisión de los hechos (aquí).

La segunda cuestión, más interesante, es si de alguna manera la introducción de este delito pondría en peligro, o al menos rozaría, algunos valores fundamentales consagrados en nuestra Constitución. No lo parece desde el punto de vista técnico (véase el artículo anteriormente enlazado). Es evidente que cabe apreciar en los ordenamientos penales modernos durante los últimos años una clara tendencia en un sentido objetivo, cada vez más lejos de la culpabilidad y de la mens rea, no solo en las sanciones pecuniarias sino en las privativas de libertad. En Estados Unidos la deriva es espectacular (véase este artículo de The Economist). En algunos Estados de la Unión se crea una media de 45 nuevos delitos al año, la mayoría de los cuales son objetivos o carecen de cualquier requisito de intención subjetiva. A nivel federal existen más de 4500 tipos delictivos y hay miles más en los códigos regulatorios federales, una gran mayoría objetivos (especialmente entre los creados por la Dodd-Frank para combatir las disfunciones en el ámbito financiero).

Es cierto que EEUU no es precisamente un modelo en el ámbito penal, pero es que en Europa la tendencia, siendo menor, es claramente perceptible. Por supuesto en el Reino Unido, pero también en el continente, destacando en este sentido Francia (infractions matérielles, responsabilité de fait dáutrui…). Un ejemplo interesante son los delitos de mera tenencia o de contrabando. Por el mero hecho de estar en posesión de unos bienes o de introducirlos a través de una aduana se desencadenaría la sanción penal. El tipo sería rigurosamente objetivo y desvinculado de la culpabilidad (o con presunción iuris et de iure, lo que viene a ser los mismo) en el caso de que no se admitiese ninguna prueba de descargo (fuerza mayor o desconocimiento invencible). Lo cierto es que, pese a que el tenor literal de la norma suele ser objetivo, los tribunales franceses desde antiguo han mitigado su rigor admitiendo este tipo de pruebas.

Cuando eso ocurre, dicho diseño penal cuenta con la aprobación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, como demuestra la sentencia Salabiaku contra Francia, de 7 de octubre de 1988, que versaba precisamente sobre la introducción de objetos prohibidos a través de la aduana francesa. La posibilidad de que el encausado tuviese abierta la vía de probar su desconocimiento del contenido del paquete introducido fue decisiva. Es decir, probado un hecho por el acusador, se desplaza la carga de la prueba a la otra parte, pero esta posibilidad existe. Entre nosotros puede invocarse en un sentido parecido el ATC 421/1990. En consecuencia, en este esquema penal la prueba del hecho definido en el tipo conlleva la acreditación provisional de la culpabilidad, que aun así puede ser desvirtuada por la otra parte.

En el delito de enriquecimiento ilícito se admite esa prueba de descargo (el encausado puede probar el origen lícito del incremento patrimonial) pero hay que reconocer que su diseño es un tanto peculiar, porque en este caso lo que la prueba contradictoria buscaría no es tanto negar la culpabilidad, como el propio hecho imponible (el enriquecimiento injustificado). No obstante, probado el hecho y no desvirtuado, siempre cabría probar que ese enriquecimiento se ha producido sin el conocimiento del encausado (aunque evidentemente no será lo más normal).

En cualquier caso, a la vista de la citada sentencia del TEDH el tipo penal parece perfectamente admisible. Otra cosa es, por supuesto, la conveniencia política, y si estamos dispuestos a continuar esta deriva de resolver todos nuestros problemas a través del Derecho Penal, y encima en un sentido cada vez más objetivo. Pero así como soy muy crítico cuando se trata de castigar por esta vía a los ciudadanos (al menos con pena privativa de libertad), soy mucho más proclive a admitirlo cuando ese ciudadano es un representante del Estado, por la razón anteriormente comentada (y que, por tanto, sirve perfectamente para obviar los dos inconvenientes que se alegan frente a este tipo penal): cuando se trata de vigilar al vigilante.