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Oferta de empleo público, presupuesto y política de recursos humanos

“El futuro tiene maneras de burlarse de los intransigentes que se aferran demasiado tiempo a las viejas creencias”

(Gary Hamel/Bill Breen, El futuro del Management, Paidós, 2008, p.145)

 

Como es sabido, cualquier convocatoria de plazas por parte de las Administraciones Públicas y sus organismos públicos requiere previamente de su inserción en la Oferta de Empleo Público. Y aquí entran en juego las limitaciones que al respecto establecen –en un marco de contención del gasto público- las leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado, ámbito en el que tanto la jurisprudencia constitucional como la del Tribunal Supremo es contundente al incluir esas facultades limitativas de las ofertas de empleo público dentro de las competencias estatales en relación con las bases y coordinación de la planificación general de la economía (artículo 149.1.13 CE) y de coordinación de las haciendas públicas (artículo 156 CE). El titulo competencial de función pública queda preterido. Y eso no es neutro.

 

En efecto, solo cabe traer a colación algunos pronunciamientos recientes del Tribunal Constitucional (por ejemplo, SSTC 82/2017, 193/2016, 179/2016 y 99/2016). Allí se recoge una reiterada doctrina que tiene como hilo conductor el que las leyes presupuestarias incluyen, en materia de gastos de personal, normas básicas que limitan, entre otras cosas, las Ofertas de Empleo Público, y que esa decisión tiene relación directa con los objetivos de política económica en cuanto está dirigida a contener la expansión relativa de uno de los componentes esenciales del gasto público como es el caso de los gastos de personal.

 

Por su parte, el Tribunal Supremo inicialmente sentó una doctrina fuerte (STS 25 septiembre 2010) por medio de la cual exigía –sin entrar en mayores matizaciones- la inclusión de las plazas vacantes cubiertas por interinos en la Oferta anual de Empleo Público en aplicación del EBEP (y, en ese caso, también de la Ley aragonesa de función pública). Pero esa doctrina se vio alterada por el contexto de crisis fiscal: en una reiterada jurisprudencia posterior (por todas, la reciente STS de 25 de septiembre de 2017) estableció que esa doctrina formulada en 2010 “no es aplicable (actualmente) pues se refería a un supuesto en el que no existía una prohibición o limitación del legislador sobre el número de plazas que se podían incluir en la oferta”.

 

Por tanto, en la Oferta de Empleo Público, según la doctrina del Tribunal Constitucional y del propio Tribunal Supremo, hay que diferenciar lo que es la aplicación normal de las reglas previstas por el legislador de empleo público (artículo 10.4 y 70 TREBEP), de lo que es el régimen excepcional como consecuencia de las medidas de contención del gasto público derivadas de la ley anual presupuestaria, al efecto de cumplir los objetivos de déficit y de deuda pública. Pero lo grave es que lo excepcional se ha normalizado y la regla se ha visto borrada.

 

Aparentemente el argumento de la jurisdicción constitucional y del Tribunal Supremo es sólido. Pero a poco que se indague se advierte cómo la construcción peca de formalista y sus consecuencias son letales para el empleo público como institución. En efecto, ha de tenerse en cuenta, en primer lugar, que esas plazas que se pretendían ofertar (como así se planteó en diferentes recursos) estaban por lo común cubiertas por personal interino. Por tanto, ¿qué ahorros efectivos cuantificables o qué contención del gasto público se iba a producir en esos casos con su cobertura definitiva? Ahorro pírrico (aparte de aplazado), mientras que, por el contrario, se generaban incidentalmente secuelas enormes sobre la institución al congelar (o reducir a su máxima expresión) las ofertas de empleo público.

 

Transcurrido el tiempo, la situación objetivamente ha empeorado a partir de las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (casos Porras/Martínez Andrés y Castrejana López), que emplazan a las Administraciones Públicas a indemnizar (con matices que tampoco ahora proceden) a aquel personal interino que no obtenga plaza en las correspondientes pruebas selectivas o cuya plaza sea amortizada. Pero esto es un hito (relativamente) reciente del que aún se “está haciendo la digestión” y veremos cómo queda finalmente, pues el vaivén de la jurisprudencia social y también de lo contencioso administrativo sobre estos temas es considerable, al margen de las constantes puntualizaciones que al respecto está haciendo día a día el Tribunal de Justicia (véase, al respecto, las Conclusiones del Abogado General en el caso “Vernaza Ayovi” que califica a los trabajadores indefinidos no fijos como “temporales”, contradiciendo así la doctrina de la Sala Social del TS recogida en su sentencia de 29 de marzo de 2017; un tema bien analizado por Ignasi Beltrán en su siempre recomendable Blog: http://ignasibeltran.com/).

 

Pero además se olvida que los impactos presupuestarios de esas medidas de congelación (relativa) de la oferta de empleo público a través de la tasa de reposición de efectivos no tienen ningún efecto en el ejercicio presupuestario en el cual se prevén. Su proyección presupuestaria siempre es normalmente escalonada por la gestión de las convocatorias y se despliega sobre varios ejercicios presupuestarios. Los impactos (si los hay) de gasto público se aplazan para otros ejercicios presupuestarios en los que la coyuntura financiera ha podido cambiar notablemente. Y ello da lugar a varias paradojas, de consecuencias nada menores.

 

La primera paradoja consiste en que ya la LPGE-2017 tuvo que aceptar la constatación de un fracaso y, siquiera sea de modo “excepcional”, recogió una denominada “tasa de estabilización del empleo temporal” aplicable a determinados sectores que se consideran “prioritarios” con un porcentaje del 90 por ciento de las vacantes estructurales de los tres ejercicios presupuestarios anteriores (artículo 19), lo cual es caer en la cuenta “a toro pasado” de que la tasa de reposición había producido –como efecto diferido- un estrangulamiento brutal del empleo público, y nos muestra que los costes ahorrados por ese proceso pésimamente diseñado no solo eran escasos, sino que las consecuencias o efectos producidos sobre las plantillas del empleo público y sobre la propia prestación de servicios públicos habían sido desastrosos. Lo mismo se hizo con la descongelación de la vía de consolidación del empleo público prevista en la disposición transitoria cuarta del TREBEP, tras años de bloqueo.

 

Si se pone en uno y otro lado de la balanza las ganancias y pérdidas que la congelación de la oferta (o las limitaciones en su formulación) a través de la tasa de reposición de efectivos ha producido en los últimos siete años, se concluirá fácilmente que las pérdidas, en términos de calidad de la institución de empleo público y de su eficacia, son inmensamente mayores que las pretendidas ganancias. Es lo que tiene encadenar la política de función pública a determinadas medidas presupuestarias de carácter contingente y de mirada corta, castrando su potencialidad y mutilando que las administraciones públicas puedan llevar a efecto realmente una gestión de personas en sus propias organizaciones. Alguien deberá reflexionar sobre los impactos (también de costes) y sobre los perversos efectos de la tasa de reposición de efectivos (figura anclada en la legislación presupuestaria) sobre la baja calidad del empleo público de este país. Los mismos resultados, respetando las potestades de autoorganización en políticas de personal, pueden alcanzarse con otros instrumentos presupuestarios (limitación de masa salarial, por ejemplo), sin tener que aplicar medidas presupuestarias tan burdas (desde la perspectiva de gestión de personas) como ahogar el relevo del talento, envejecer hasta el infinito las plantillas o multiplicar por miles la temporalidad.

 

En los próximos meses y años se comenzarán a pagar los platos rotos de esa política de austeridad pésimamente entendida. En efecto, la “prueba del nueve” consistirá en la puesta en marcha de procesos masivos de estabilización del empleo temporal (para los cuales las administraciones públicas no están preparadas), con un más que previsible desfallecimiento de los principios de igualdad, mérito y capacidad, con formatos selectivos absolutamente desfasados en el planteamiento (con viejos temarios y pruebas convencionales que prácticamente nada acreditan), así como con una doble presión prácticamente inevitable: por un lado, los sindicatos del sector público empujarán para que se computen como méritos los años prestados en el ejercicio de tales funciones y “aplantillar” así a decenas o centenares de miles de interinos, con la hipotética afectación, en su caso, a los derechos constitucionales de centenares de miles o millones de ciudadanos que “competirán libremente” en tales procesos.

 

Pero la otra paradoja que conlleva hacer tarde y mal las cosas no es menor. Fruto de esa doctrina jurisprudencial citada del Tribunal de Justicia y fruto también de su aplicación (errática y todavía incierta en algunos casos: funcionarios interinos) por parte de los tribunales de justicia, la Administración Pública se encuentra ante el trágico dilema del “pierde-pierde”. Si hace bien las cosas y opta por procedimientos selectivos serios en los que primen los principios de mérito y capacidad, puede encontrarse con una legión de interinos “cesantes” (funcionarios, estatutarios y laborales) que, con toda probabilidad, deberá indemnizar al no haber superado las pruebas selectivas. Con lo cual la factura para los presupuestos públicos (léase para la ciudadanía) será elevadísima. Si, por el contrario, se inclina por hacer pruebas selectivas “de corto vuelo”, en las que se primen los servicios prestados (antigüedad) en el puesto de trabajo y se diseñen ejercicios bajando su nivel de exigencia, la reacción de la ciudadanía que participe (o que sufra colegiadamente) tales procesos selectivos puede ser intensa, al margen de la más que previsible judicialización de esas “soluciones de conveniencia”. Hoy en día los test de escrutinio de lo público, afortunadamente, no son los que existían hace veinte o treinta años, al menos en la opinión pública (otra cosa es en “el foro” o en otros ámbitos políticos o sindicales, siempre más estáticos y resistentes al cambio).

 

Ni que decir tiene que lo razonable sería que las Administraciones Públicas se inclinaran por la primera opción, pero cabe subrayar que, como consecuencia de decisiones de política presupuestaria completamente inadecuadas y sancionadas por una interpretación jurisprudencial formalista, los costes económicos de esa solución, caso de adoptarse, serán elevados. Pero, si así se hiciera, al menos se salvaría la esencia, profesionalidad e imagen de la función pública como institución. Sin embargo, no hay que ser ingenuos, con toda probabilidad se impondrá la segunda alternativa (la solución blanda o “de arreglo pactado”, más aún si hay elecciones a la vista). Siempre se ha hecho así y así nos va.

 

En todo caso, en estos momentos convulsos que vivimos hay dudas más que razonables de que puedan aprobarse los Presupuestos Generales del Estado para 2018, pero si tal proyecto normativo se tramitara cabe subrayar que las bases del acuerdo inicial entre Gobierno y sindicatos iban en la dirección de abrir en canal los procesos de “estabilización” para todo el personal interino o eventual que ocupe actualmente plazas estructurales, sin vincular tales procesos ya a sectores prioritarios, sino con la finalidad de pasar (por enésima vez) la eterna página de la temporalidad del empleo público y estabilizar “a granel” a interinos y temporales, una lacra que, como han reconocido Miguel Sánchez Morón y Javier Cuenca Cervera, nos ha acompañado prácticamente desde la transición política hasta nuestros días. Y de la que, como todo apunta, no sabemos desprendernos.

 

En cualquier caso, esta línea de tendencia de abrir procesos de “estabilización en cadena” implica reconocer lo obvio: por un lado, la evidencia de que una (mala) política presupuestaria puede devorar literalmente la (buena) política de recursos humanos en el sector público (hasta hacerla imposible); y, por otro, el fracaso estrepitoso de la aplicación de la figura de la tasa de reposición y la multiplicación de un problema congénito de la Administración española: la inexistencia de una previsión racional de efectivos o de necesidades, por ausencia o, mejor dicho, por práctico desuso de los instrumentos de planificación de recursos humanos, así como por la imposibilidad también existencial al parecer de aplicar políticas de selección de empleados públicos que premien el mérito y el talento. El dilema es muy obvio y tal vez muy crudo: construir un empleo público de calidad profesional al servicio de la ciudadanía o ahogar la institución función pública en la mediocridad durante las próximas décadas. Y ello, pese a lecturas sesgadas que se quieran hacer, no tiene por qué perjudicar a ningún interino, siempre que acredite que cumple tales exigencias de mérito y capacidad, que son troncales en una institución cuya primera nota existencial es la de garantizar la profesionalidad de los empleados públicos para prestar un mejor servicio de la ciudadanía.