El rescate de las autopistas, o cómo unas instituciones ineficientes nos cuestan miles de millones de euros

Esta semana el Ministerio de Fomento comienza el rescate de las nueve autopistas quebradas, cuya factura puede girar en torno a los dos mil millones de euros, aunque eso es solo una fracción del coste total para el país que puede suponer esta desgraciada aventura. Para producirlo ha bastado el coctel de siempre: decisiones políticas poco fundamentadas (electoralistas y/o clientelares) + instituciones ineficientes.

Los inicios: el PP

A finales de los años 90 el Gobierno del PP diseña un plan de infraestructuras que supone doblar el número de autopistas estatales bajo concesión privada, entre ellos cinco nuevos accesos radiales a Madrid. Evidentemente Madrid ya tenía accesos gratuitos por sus cuatro puntos cardinales, pero con tendencia a colapsarse en periodos de hora punta (como suele ocurrir en casi todas partes, todo sea dicho). La primera cuestión que podemos plantearnos entonces es en base a qué estudios o datos científicos el PP decidió iniciar esa costosísima política de inversiones (pregunta, por cierto, que podríamos ampliar a otras semejantes, desde hospitales a aeropuertos). ¿Quizás la experiencia personal al volver a casa un domingo por la tarde tras un agotador mitin en la sierra? ¿Conversaciones a la hora del café con los amigos/amigas? No descartemos tampoco que en algún caso algo hayan pesado las necesidades de financiación del partido y las ventajas políticas de todo tipo derivadas de contratar obra pública. La verdadera razón no se conoce a ciencia cierta, pero lo que sí ha quedado claro de todo este asunto es que las estimaciones de tráfico realizadas por la Administración (también por las concesionarias, pero su responsabilidad en este punto es menor) tenían escaso fundamento, y a las pruebas me remito. Desde el primer año de explotación (antes de la crisis) las desviaciones de tráfico entre el estimado y el real oscilaban entre el 23 y el 82%, siendo especialmente elevadas en el caso de las radiales de Madrid. A la vista del resultado, esas estimaciones parecían más bien justificaciones a posteriori de una decisión política ya tomada.

El PSOE toma el relevo

 Este ya sería un tema grave, pero todo es susceptible de ser empeorado, especialmente tratándose de los políticos españoles. Cuando vuelve el PSOE al poder se decide que las autopistas de peaje son para ricos. Así que en el marco de una nueva política de Estado en el ámbito de las infraestructuras (ya se sabe que en España el poder siempre se acepta a beneficio de inventario y lo que el Estado ha hecho antes que tú no te afecta para nada) se decide ahora impulsar, ampliar y remodelar las autovías “gratuitas” -también por vía concesional, evidentemente, aunque en la modalidad de “peaje en sombra”– a la vez que cancelar otras que debían de complementar (y no competir) con las de peaje. El resultado es que ese bajón de tráfico respecto del previsto se agudiza todavía muchísimo más. Solo faltaba que se desatase la fortísima crisis de 2007 para que el desastre fuese ya completo. Quizás el lector muestre simpatía por esa política y considere que el caso debería circunscribirse, como mucho, a un incumplimiento de contrato entre el Estado y las concesionarias afectadas, pero en cualquier caso con ventaja para el usuario.  Se equivocaría por partida doble.

En primer lugar porque el Tribunal Supremo no consideró que hubiese ningún tipo de incumplimiento ni necesidad de reequilibrar nada (lo que de estimarse seguramente hubiese mitigado en algo los efectos del desastre, como enseguida veremos). En la sentencia de 4 de febrero de 2014 (sala de lo contencioso, sección séptima, ponente Dª Celsa Pico Lorenzo) se indica que una característica propia del contrato de concesión es que es a riesgo y ventura del contratista, salvo que se trate de riesgos imprevisibles, y que este no puede serlo. Alega, por un lado, que las crisis capitalistas son recurrentes (y por eso mismo “predecibles”) y, por otro, que el concesionario tiene también que prever que la Administración puede comportarse de manera errática, siguiendo una estrategia política y luego la contraria. Si lo primero no deja de ser discutible (las crisis son recurrentes, cierto, pero de comienzo impredecible y cuando te pilla una las bases del contrato se tambalean), lo segundo resulta aun más chocante, cuando de lo que se trata es de seguir no solo una estrategia directamente lesiva para la otra parte, ¡sino incluso para ella misma!

La Responsabilidad Patrimonial del Estado

Efectivamente –y esta es la segunda equivocación-, el principal problema de esa estrategia de arruinar las concesiones de peaje en beneficio del usuario “pobre”, es que el coste final no lo va a sufragar solo el concesionario, sino principalmente el contribuyente (tenga o no coche), y ya sea rico, pobre o muy pobre (aunque en este último caso solo sea porque esos recursos públicos dilapidados no se puedan destinar a la sanidad o a otras finalidades sociales). La razón principal deriva de otra curiosidad institucional del sistema entonces imperante: la Responsabilidad Patrimonial del Estado (RPE). Conforme a esta figura, la Administración, en caso de resolución anticipada de la concesión (porque la concesión se declare en quiebra) debe abonar al concesionario el importe de las inversiones realizadas para la expropiación de terrenos y la ejecución de las obras de construcción de la infraestructura (descontando amortizaciones). En un país normal esta figura no sería esencialmente perversa (de hecho existe en otros sin que haya dado lugar a grandes desastres), pero sin duda sí en el nuestro.

La explicación de por qué puede funcionar en los países serios y no aquí es muy simple. La RPA cumple una clara función de garantía para permitir financiaciones gigantescas que sin ella serían imposibles, pues ni las empresas tendrían músculo suficiente para afrontarlas, ni los bancos voluntad para concederlas. Por muy bien que se hagan los estudios y por muy estable que sea el clima político-económico de un país, toda obra de este tipo implica un factor de riesgo e incertidumbre inevitable. Un Estado que quiera impulsar obras de estas características (a veces por razones de estrategia política a muy largo plazo) puede interesarle facilitar decisiones que, medidas desde el puro punto de vista del riesgo económico, podrían no compensar para las empresas privadas involucradas. En sí misma la cuestión ya es bastante discutible a juicio de muchos economistas, pero claro, si a esas dudas le sumamos una política errática y electoralista, unos estudios sin fundamento y unas instituciones débiles, entonces el peligro de que esta figura de lugar a inversiones ruinosas es enorme. La garantía hace que las empresas privadas (concesionarias y bancos) entren en una operación con riesgo máximo controlado, lo que reduce sus incentivos para controlar los riesgos económicos y políticos que, se supone, es lo que mejor sabe hacer una empresa privada. Pero encima, si por un deficiente marco político-institucional, esos riesgos pueden multiplicarse por varios factores, entonces, cuando las cosas salen mal, salen muy, pero que muy mal.

En nuestro caso las cosas salieron muy mal, aparte de por la nefasta previsión y por la errática política pública, por el coste de las expropiaciones. De un coste previsto de 387 millones se pasó a un total de 2.217 millones. La previsión es que se pagase el terreno expropiado a un valor de suelo rústico, pero lo cierto es que, tras las correspondientes impugnaciones, los tribunales reconocieron un valor muy superior como consecuencia  de las expectativas de crecimiento urbano generado…eh, sí, por la propia autopista. Si no se hubiera construido la autopista el valor era escaso (X). Pero como se construye la autopista algunos terrenos expropiados se llegaron a valorar incluso en 600 X. El criterio era que, puesto que es posible que la infraestructura beneficiase a algunos (inversores y propietarios colindantes) generando cierta discriminación futura, lo mejor era evitarla ya mismo reconociendo inmediatamente el gordo de la lotería a los expropiados. Hay que reconocer que aunque nuestros jueces no son unos genios del análisis económico del Derecho, la Ley 6/1998 sobre régimen del suelo y valoraciones tampoco ayudó mucho.

El final: otra vez el PP

Cuando la quiebra se acercaba, el Gobierno, otra vez del PP, siguió negándose a reequilibrar de alguna manera el contrato, cerrando hipócritamente los ojos a la evidencia de que, por el juego de la RPE, en caso contrario iba a ser el Estado el gran pagano de la situación. Efectivamente, seguramente por motivos electoralistas, no quiso entrar en ningún acuerdo con concesionarias y bancos acreedores que pudiera ser interpretado como un nuevo rescate de los ricos por los pobres, ocultando el hecho de que a esas alturas el rescate ya era inevitable y que al final iba a ser mucho más grande y escandaloso. En otros países (Grecia, Irlanda, Portugal) se llegó a acuerdos entre el Estado, bancos y concesionarias con simples préstamos blandos reintegrables por los concesionarios que evitaron la quiebra a la espera de una recuperación del tráfico que paulatinamente ya se está produciendo en todas partes.

Aquí no ha ocurrido  y la falta de acuerdo ha llevado al concurso a las concesiones y a su liquidación. Quizás el Estado pensó que podría doblar el brazo a los bancos más allá de lo razonable, con la esperanza de que estos tuvieran que tragar y condonar la deuda. Es lo que tiene el capitalismo clientelar financiero, donde está mal visto que me demandes mientras compartimos canapés –y más cosas- en el palco del Bernabeu (ya se sabe, “perro no come perro”). Pero lo que el Gobierno no valoró adecuadamente (o quizás sí) es que los bancos tenían el recurso de ceder sus créditos a los fondos buitres (aunque fuese con un gigantesco descuento que se rumorea que puede ser de casi el 90%). Estos no tienen ninguna prisa en cobrar, pero cuando lo decidan no les va a parar palco alguno y van a obtener el 100% de sus créditos, se lo aseguro. Lo que pasa es que para entonces ya habrá cambiado el Gobierno para alivio de muchos políticos, pero no de los contribuyentes, queridos lectores, que seguiremos siendo los mismos.

Vencedores y vencidos

Concluyamos. La lotería tocó a algunos expropiados, sí, pero sobre todo a los fondos buitre, que van a ser los grandes beneficiados de este desastre. A las empresas constituyentes de las concesionarias no mucho, porque perdieron toda su inversión, aunque desde luego algo sacaron –por vía directa o indirecta- de la construcción de la infraestructura. No lo suficiente para compensar el desastre ni el daño reputacional, pero salvando moderadamente los muebles. Los bancos españoles tenían una enorme deuda con garantía del Estado, cada vez mayor dada la renuencia de este a cumplir sus compromisos y su tendencia a dar una continua patada para delante. Para saber cómo han quedado deberíamos conocer la tasa de descuento, pero si es verdad lo que se rumorea, están entre los perdedores. Pero nada comparado con nosotros, queridos amigos. Porque lo que está claro es que el gran sufridor de esta fiesta, cuyo ingente coste total todavía desconocemos, no son los políticos irresponsables, los legisladores descuidados ni los jueces salomónicos, sino el de siempre: el contribuyente español y nuestro Estado del Bienestar.

 

Si quieren saber algo más de los fundamentos económicos de este desgraciado asunto, les recomiendo el magnífico artículo de los profesores de la Universidad de Barcelona Daniel Albalate, Germá Bel y Paula Bel-Piñana: Tropezando dos veces con la misma piedra: quiebra de autopistas de peaje y costes para contribuyentes y usuarios.