Gabriel y la prisión permanente revisable

El caso del niño Gabriel Cruz y su desgraciado desenlace han concitado una enorme atención mediática y han generado una empatía de la población que he podido observar en personas cercanas. Largas colas ante el ataúd blanco, gente que salía del velatorio con lágrimas sinceras, es evidente que en este triste asunto había algo especial. Incluso el Congreso de los Diputados, antes del comienzo del Pleno celebrado este mismo martes, quedó un minuto en silencio en nombre de Gabriel.

Es curioso constatar que hay casos que llegan a todo el mundo y otros que no. Sin duda, los medios de comunicación tienen mucho que ver en esto. Quizá determinados factores especialmente emocionales que se reúnen en este trágico crimen lo hacen susceptible de atraer más atención que otros, más anodinos. La sonrisa del niño, con los dientes de leche; una madre extraordinariamente expresiva; la relación del padre con una persona de otra raza, que por lo visto tiene un pasado que ahora se airea con insinuaciones de todo tipo… todos son factores que han atraído el interés o incluso el morbo de los medios y de la gente.

Ayer mismo Pedro G. Cuartango citaba a Guy Debord en el ABC y destacaba que las sociedades modernas se caracterizan por el espectáculo, criticando la actuación de los medios en este asunto porque tratan de mantenernos permanentemente en vilo para lograr audiencia. Vivimos en la civilización del espectáculo, decía también Vargas Llosa en un pequeño libro así titulado, que fue objeto de un memorable diálogo entre el autor y el filósofo Lipovetski, teórico de la posmodernidad. Frente a la visión más catastrofista y elitista del peruano, que veía en el espectáculo una degradación de la alta cultura y un vacío de referentes espirituales, Lipovetski consideraba que la vida no es solo cultura y que, además, la cultura de masas ha dado mayor autonomía a los individuos, haciendo caer los megadiscursos, las grandes ideologías políticas, que los ponían dentro de un régimen estanco. Pueden ver aquí un resumen de la interesante polémica.

En realidad, estoy más bien con Lipovetski que con Vargas Llosa. Las cosas son como son y difícilmente la queja y el rasgado de vestiduras por la alta cultura van a cambiar la realidad. Ahora bien, lo que sí considero esencial es distinguir. Para mí, en el distinguir está el secreto de la civilización. Los hombres primitivos vivían en cuevas en las que todas las funciones humanas se mezclaban: desde la estabulación de los animales al sueño, pasando por la comida. La civilización comienza cuando empezamos a distinguir, a fijar un ámbito para cada cosa, cada uno con las condiciones necesarias para su buen desempeño: un cuarto para dormir, otro para los animales, otro para comer… hasta que llegamos a ciertas excentricidades fruto del excedente y el tiempo libre.

Pero la idea es aplicable a otras cosas: el otro día un buen amigo me proporcionaba una idea que me parece memorable, basada en la teoría de Walzer sobre las esferas de la justicia: la mayor corrupción está en aplicar las reglas de una determinada esfera a otra totalmente distinto. No podemos aplicar las normas de la amistad a las del trabajo, tampoco las del amor a las de los negocios. Y menos aún las normas del espectáculo -nos guste o no la cultura del espectáculo- a la justicia o a la legisferencia.

Esto viene a cuento de la vinculación más o menos explícita que se está produciendo entre estos desgraciados acontecimientos y la discusión política sobre la prisión permanente revisable, que está ahora sobre la mesa a cuentas de la proposición de ley del PNV que pretende la derogación de esta medida, introducida por el PP hace pocos años. No apliquemos las reglas de la empatía y de la emoción a la creación de las normas. La cuestión de la prisión permanente revisable abarca suficientes matices ideológicos, prácticos y jurídicos como para no ser resuelto de un plumazo. Sobrevuela en ella la sempiterna pregunta de cuál es la función de la pena. Sin duda, la función no es hoy solo la retributiva: hacer daño al malvado, darle lo suyo, que sufra como sufrió la víctima. En ese desarrollo civilizador, el Derecho ha sabido ir matizando. Quizá es el Derecho civil el que permite intentar –si se pudiera- reparar el daño causado. El penal tiene otras: la prevención general, es decir, el que la sociedad se dé cuenta de lo que pasa si se infringen las normas; y la prevención especial, es decir, que ese sujeto en particular se dé cuenta de lo que ha hecho y se rehabilite (prevención especial positiva) y, además, proteger a la sociedad de un criminal que puede reiterar su actuación delictiva (prevención especial negativa), alejándole de aquella mediante la privación de libertad o incluso con la cadena perpetua o la pena de muerte en algunos países. El artículo 25.2 de la Constitución toma partido y dispone que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”.

Es verdad que hay ciertos delitos o ciertas circunstancias en los que resulta más difícil pensar en la rehabilitación que en la reincidencia, quizá por estar basados en ciertas tendencias al parecer muy poco rectificables. ¿Cabría entonces una pena que no tenga un periodo fijo sino que se desarrollara en más o menos tiempo en función de que se obtuviera la reinserción efectiva? ¿Sería esto constitucional o más bien encubre una cadena perpetua encubierta? En la doctrina hay opiniones para todos los gustos. Presno Linera, por ejemplo, muestra  aquí sus dudas sobre la constitucionalidad de esta medida, teniendo en cuenta la doctrina del propio Tribunal Constitucional sobre la indeterminación de la pena cuando no hay límite máximo y la exigencia constitucional de que las penas se orienten a la reinserción. En cambio, Rodríguez Ramos, catedrático de Derecho penal, no ve lógico aquí suprimir penas más leves, a pesar de su nombre, y mantener penas tan largas como las de 40 años, no revisables, y totalmente contrarias a la finalidad de reinserción. Señala además que es un error no hacer caso a la opinión pública, porque siempre hay casos problemáticos, y todos somos emocionales. Rodrigo Tena cuestionaba  aquí algunos elementos de la norma como el mantenimiento de la calificación de la peligrosidad durante un prolongado periodo de tiempo.

Se trata, pues, de una cuestión ciertamente compleja sobre la que caben diversas posturas que conllevan además un fuerte componente ideológico: la contraposición entre el principio de autoridad y orden y el principio compasivo y de solidaridad, tan presente en todos los debates públicos. Esto, como en otros temas importantes, debería mover al consenso y la transacción.

Lo malo es que en este asunto está presente un elemento evidente de oportunismo político: como sabemos, el Tribunal Constitucional tiene pendiente la resolución de esta cuestión, no obstante lo cual algunos partidos políticos desean su derogación inmediata (quizá ahora dudando de si su decisión es oportuna), otros incluir más delitos a los que se aplique la ley (quizá para aprovechar la ola mediática) y otros centrarse más en el cumplimiento íntegro de las penas en los delitos especialmente graves que en la prisión permanente revisable y en todo caso esperar a la resolución del Tribunal Constitucional (quizá con criterios no demasiado claros).

Es muy importante que no apliquemos las reglas de un ámbito otros y que nos demos cuenta de que las normas, y sobre todo aquellas que afectan a la libertad de las personas, no pueden ni deben hacerse a golpe de emoción, y menos de oportunidad política. Bienvenida sea la emoción y la cultura de masas, pero, como decía aquí el otro día, mantengamos las formas y los procedimientos: en esta esfera las formas son la  garantía de la justicia, con independencia de lo que nos parezca la cuestión de fondo. Mientras no entendamos esto, estaremos permitiendo la máxima corrupción de las normas. Como se decía en una memorable escena de “The Hateful Eight”, de Tarantino: “Y esa carencia de emoción es la esencia misma de la justicia, porque la justicia impartida con emociones siempre está en peligro de no ser justicia