La obsolescencia programada. Estado de la cuestión.
La obsolescencia programada[1]vuelve a ser un tema de actualidad y de comentarios habituales de sobremesa. Una conocida marca de teléfonos móviles ha hecho una gran contribución al tema, pero no son los únicos. Cada vez con mayor frecuencia, nos encontramos que los objetos de las más diversas índoles tienen un software más o menos complejo que regula su funcionamiento y esto va a más.
Los bienes que adquirimos ya no son sólo dependientes de un software interno en el objeto, sino que la tendencia es que dichos objetos adquieran información y actualizaciones para su funcionamiento, directamente de la red. Este fenómeno de interacción permanente y necesaria del objeto con datos externos a él es lo que se ha venido a llamar el “internet de las cosas”[2].
En este escenario la obsolescencia programada adquiere un especial protagonismo.
La obsolescencia programada no es un fenómeno nuevo, ni tan siquiera reciente. Como antecedente más lejano se suele poner el llamado “Cartel Phoebus” de 1924, por el que las principales empresas productoras de bombillas del mundo acordaron no fabricar bombillas de más de 1000 horas de duración cuando el estado de la técnica había permitido fabricar a gran escala bombillas de hasta 2500 horas por el mismo coste de fabricación.
Los ejemplos serían muchos y variados en función de los diferentes tipos de obsolescencia a las que nos refiramos. Podemos contemplar desde prever una duración de vida reducida del producto mediante la inclusión de un dispositivo interno para que el aparato llegue al final de su vida útil después de un cierto número de utilizaciones, como es el caso de ciertas impresoras que su software contempla un contador con un número límite de impresiones; hasta la imposibilidad de reparar un producto por falta de repuestos o piezas de recambio adecuadas o por resultar imposible la reparación (por ejemplo, el caso de las baterías soldadas al aparato electrónico).
La obsolescencia de los productos no es un fenómeno que se puede calificar moralmente de bueno o malo. El desarrollo del estado de la técnica permite la producción de bienes más eficientes o con nuevas prestaciones por el mismo coste que los que venían cumpliendo la misma función hasta aquel momento. La investigación y desarrollo de productos en la empresa privada va unida a la obtención de mayores beneficios empresariales en forma de menores costes de producción o de generación de mayor valor añadido que sustenta una mejora del margen de beneficio.
La controversia se plantea sobre el ciclo de vida de los productos en relación a la sostenibilidad medioambiental de su producción. ¿Es sostenible el ritmo de consumo de materias primas en relación a la producción manufacturada?, ¿es sostenible la generación exponencial de residuos que necesitan larguísimos periodos de tiempo para su completa desaparición?.
La manera de cómo deben convivir el desarrollo de la técnica y la sostenibilidad medioambiental será la clave del presente siglo.
En esta controversia Francia ha sido la primera en mover pieza a nivel legislativo y lo ha hecho desde la perspectiva del derecho de consumidores.
Al albur de la Conferencia del Clima de París (COP21)[3]en diciembre de 2015 se promulgó la Ley n° 2015-992, de 17 de agosto de 2015[4], relativa a la transición energética para el crecimiento verde. Dicha norma, en su artículo 99 introduce una modificación del Code de la consommation, por el que se introduce como infracción la obsolescencia programada[5]. Con ello, se establece la primera definición legal del concepto: “la obsolescencia programada se define por todas las técnicas mediante las cuales un comercializador busca reducir deliberadamente la vida útil de un producto para aumentar su tasa de reemplazo”. Para la legislación francesa, incurrir por parte del empresario en dicha conducta se considera una infracción que se castiga con dos años de prisión y multa de 300.000 € que puede aumentar hasta el 5% de las ventas anuales promedio, calculado sobre los últimos tres periodos anuales conocidos en el momento de los hechos.
No existe en nuestro cuerpo legislativo español una norma que sancione la conducta de reducir deliberadamente la vida útil de un producto. Por ello, siguiendo a Kelsen, si no está prohibido, está permitido.
Partiendo de la premisa que el fabricante en España puede reducir de forma intencionada la vida útil del producto, debemos analizar si existe algún límite a tal conducta y qué instrumentos nos ofrece nuestra legislación para combatir la obsolescencia programada.
Desde mi punto de vista si la conducta no está prohibida, lo que procede es en todo caso actuar con la máxima claridad y transparencia en la comercialización de dichos productos.
El consumidor ha de ser consciente, a la hora de adquirir el producto, que la vida útil del mismo se encuentra limitada de forma predeterminada por debajo del que el estado de la técnica permitiría producir con iguales costes de producción.
Se trata de enervar la creencia del consumidor (que ha adquirido con su propio bagaje personal en el consumo de bienes análogos) de que está adquiriendo un producto con una determinada expectativa de vida útil, cuando en realidad la vida útil está predeterminada a un plazo inferior.
Creo que es un derecho del consumidor conocer la vida útil del producto si está predeterminada.
Está claro que el bien puede estropearse antes de llegar al final planificado. En este supuesto, operarán las disposiciones sobre la garantía y la falta de conformidad previstas en el RDL 1/2007 de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias[6](en adelante TRLGDCU)sin perjuicio, claro está, de la incidencia que tendrá en relación al artículo 119 el hecho de que el bien tenga el fin de su vida útil planificado[7].
Asentadas las bases sobre esta necesidad informativa, podemos establecer una prohibición normativa específica y sancionable en el artículo 49.1 l) del TRLGDCU. Dicho precepto establece como infracción el uso de prácticas comerciales desleales.
La obsolescencia programada no informada al consumidor incurriría sin duda en una práctica comercial desleal. En este sentido el artículo 19 de la Ley de Competencia Desleal define como práctica comercial desleal los actos de engaño y las omisiones engañosas a consumidores recogidos en los artículos 5 y 7 de la misma norma. Y el artículo 7 señala que se considera desleal la omisión u ocultación de la información necesaria para que el destinatario adopte o pueda adoptar una decisión relativa a su comportamiento económico con el debido conocimiento de causa.
Así pues, en nuestra legislación existe una clara infracción administrativa para los supuestos de obsolescencia programada no informada.
En cuanto al resarcimiento por la vulneración de la obligación de informar sobre la vida útil del producto la podemos abordar desde dos perspectivas.
La podemos abordar desde el derecho a ser indemnizados por los daños y perjuicios causados por la falta de información sobre la vida útil del producto adquirido. O bien, la podemos abordar desde la nulidad de la adquisición del bien por falta de transparencia en la determinación del precio por el que lo hemos adquirido.
Desde la perspectiva del resarcimiento del daño, la conducta, como he señalado, encaja en un comportamiento desleal por omisión engañosa que daría lugar a las acciones de cesación, remoción, rectificación y resarcimiento que se establecen en el artículo 32 de la Ley de Competencia Desleal.
Desde la perspectiva de la eventual nulidad de la adquisición del bien, debemos traer a colación toda la jurisprudencia emanada en materia bancaria sobre la transparencia en las cláusulas que definen el precio de los contratos[8]. De tal manera que si la cláusula que define el precio del contrato de compraventa no es transparente en cuanto a la carga económica y jurídica que representa (más allá de su comprensión puramente gramatical) puede ser declarada nula.
En este sentido, en la compraventa de un bien celebrado con un consumidor, la definición de un precio en el contrato debe ir acompañado de la información de los elementos esenciales que determinan la carga económica del negocio celebrado.
En este sentido la STJUE de 21 de diciembre de 2016 (caso Gutiérrez Naranjo) señala en su apartado 51 que:
“Por lo tanto, el examen del carácter abusivo, en el sentido del artículo 3, apartado 1, de la Directiva 93/13 , de una cláusula contractual relativa a la definición del objeto principal del contrato, en caso de que el consumidor no haya dispuesto, antes de la celebración del contrato, de la información necesaria sobre las condiciones contractuales y las consecuencias de dicha celebración, está comprendido dentro del ámbito de aplicación de la Directiva en general y del artículo 6, apartado 1, de ésta en particular”.
Desde esta perspectiva, resulta fundamental que si el profesional ha determinado de antemano la vida útil del producto, ésta sea informada para que el consumidor pueda pagar un precio transparente con las condiciones del contrato.
No se trata en ningún caso de hacer un control de contenido del precio, se trata de que el consumidor pueda comparar precios en función de la vida útil del producto. Las cosas son caras o baratas en relación a otras de su misma especie y condición y el consumidor debe poder escoger teniendo ante sí una cláusula definitoria del precio en relación a las restantes condiciones principales del contrato, y la vida útil del producto lo es.
Con todo ello, podemos concluir que en los próximos años el legislador y las autoridades de consumo deberán prestar mayor atención a este fenómeno que se vislumbra como nueva fuente de controversias.
[1] Ponencia expuesta en el 1er. Congreso de Consumo de la Abogacía organizado por el ICAB y el CICAC
[2] Kevin Ashton, RFID Journal, “That ‘Internet of Things’ Thing”, 22 junio de 2009.
[3] El 5 de octubre, la UE ratificó formalmente el Acuerdo de París, lo que permitió su entrada en vigor el 4 de noviembre de 2016.
[4] https://www.legifrance.gouv.fr/affichTexte.do?cidTexte=JORFTEXT000031044385&categorieLien=id
[5] Actualmente se ubica en los artículos 441-2 y 454-6 tras la reordenación de contenidos del Code de la consommation por la Ordonnance n° 2016-301 del 14 de marzo de 2016.
[7] El consumidor que tenga derecho a optar entre la reparación o la sustitución de un bien cuya vida útil tiene un final planificado, no estará constreñido a las limitaciones que impone el artículo 119, en relación a optar por la sustitución cuando se trate de un coste desproporcionado frente a la reparación del mismo, dado que deberá tenerse en cuenta el propio desvalor del producto cuyo plazo de vida útil ya se ha consumido en gran medida.
[8] Conforme a la jurisprudencia establecida tras la sentencia 241/2013, de 9 de mayo , y muchas otras posteriores (entre otras, sentencias 464/2014, de 8 de septiembre ; 138/2015, de 24 de marzo ; 139/2015, de 25 de marzo ; 222/2015, de 29 de abril , y 705/2015, de 23 de diciembre ), el control de transparencia tiene su justificación en el art. 4.2 de la Directiva 93/13 , según el cual el control de contenido no puede referirse «a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución, por una parte, ni a los servicios o bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida, por otra, siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». Esto es, cabe el control de abusividad de una cláusula relativa al precio y a la contraprestación si no es transparente. De tal forma que, el control de transparencia como parámetro abstracto de validez de la cláusula predispuesta, esto es, fuera del ámbito de interpretación general del Código Civil del ‘error propio’ o ‘error vicio’, cuando se proyecta sobre los elementos esenciales del contrato tiene por objeto que el adherente conozca o pueda conocer con sencillez tanto la ‘carga económica’ que realmente supone para él el contrato celebrado, esto es, la onerosidad o sacrificio patrimonial realizada a cambio de la prestación económica que se quiere obtener, como la ‘carga jurídica’ del mismo, es decir, la definición clara de su posición jurídica tanto en los presupuestos o elementos típicos que configuran el contrato celebrado, como en la asignación o distribución de los riesgos de la ejecución o desarrollo del mismo.