El caso de “La Manada” y el problema del consentimiento

Que el problema del consentimiento es hoy el tema estrella en todas las ramas del Derecho, admite pocas dudas. Responde a la larga evolución que ha conducido a la Modernidad, en la que confluyen creencias religiosas e ideologías secularizadas de la más variada índole, pero que han terminado convirtiendo a la voluntad humana en la reina absoluta de la fiesta, arrumbando completamente otros factores (no siempre para bien) como la moralidad, la causa material, el orden público, la forma ritual, etc. En cualquier caso sus manifestaciones en el ámbito del Derecho son evidentes, aunque cueste todavía asumirlas de una manera coherente.

Así, en el Derecho privado, conseguir un consentimiento informado al contenido del negocio a través de un buen sistema de transparencia material es hoy el caballo de batalla en la contratación en masa, especialmente la bancaria. En el Derecho constitucional, basta pensar en  nuestra reciente obsesión por combatir el populismo derivado de las fake news y de los círculos de complacencia en las redes sociales a través de instrumentos que permitan a los electores generar una voluntad informada y expresarla de manera adecuada, sin llevarse al sistema democrático por delante. Pero, como acabamos de ver en el caso de “La Manada”, lo mismo ocurre en el Derecho penal. La clave para descifrar la tipicidad o no de muchas conductas controvertidas descansa en el consentimiento de la víctima, especialmente en el ámbito de los delitos sexuales.

Lo prueba sin asomo de duda el hecho de que en la ya famosa sentencia del jueves pasado luchan encarnizadamente tres interpretaciones en torno al consentimiento de la víctima: (i) no se prueba que no hubiese consentimiento de la (supuesta) víctima, luego por el juego de la presunción de inocencia no hay tipicidad y procede la absolución (voto particular); (ii) se prueba que no hubo consentimiento de la víctima, pero no queda demostrado que el grado de intimidación para forzar esa voluntad excediese de una  “atmósfera coactiva” hasta alcanzar el de amenaza de un daño inmediato, luego no hay tipicidad de agresión sexual  y solo de abusos sexuales (sentencia de la Audiencia);  (iii) no hubo consentimiento  en absoluto de la víctima, por concurrir la intimidación del tipo más grave, por lo que procedía haberse condenado por agresión sexual (posición de los que se han manifestado públicamente en contra de la sentencia).

No puede extrañar la polémica, porque en el momento en el que el consentimiento es el único pistolero en la ciudad, su apreciación necesariamente subjetiva, en base a hechos pretéritos a veces de prueba complicada, produce efectos jurídicos extraordinariamente transcendentes y radicalmente diversos en función de su resultado. El sentido común y la experiencia personal del juzgador, cuando no sus sesgos particulares, amenazan con asumir una preponderancia excesiva. Pero incluso concurriendo la máxima ecuanimidad, resulta muy complicado combinar adecuadamente la complejidad de los tipos codificados, con los nuevos descubrimientos científicos de carácter cognitivo o la nueva sensibilidad social, y todo ello con doctrinas jurídicas o con líneas jurisprudenciales asentadas. Y uno tiene la impresión de que conseguir cierta seguridad objetiva en este ámbito es simplemente un desiderátum, lo que garantiza mantener constante, o nuestro alto nivel de indignación crónica, o nuestra desbocada carrera punitiva.

Precisamente la enorme complejidad y maleabilidad de los grados de la voluntad llevó a Aristóteles a considerar que solo la violencia (causa exterior) o el error (concreto) podían viciarla, y en ningún caso la intimidación (causa interior), porque, al fin y al cabo, no hay voluntad que no se encuentre mediatizada de algún modo. Consideraba que entrar en esas complicadísimas disquisiciones tenía el riesgo de conducirnos a la asunción práctica de la tesis socrática de que nadie es verdaderamente culpable de sus actos malévolos, y decidió cortar por la vía de en medio. Pero si su teoría pudo acogerse (con matizaciones) por el Derecho Intermedio y la Escolástica sin atentar al sentido de la Justicia, fue porque entonces existían otros mecanismos, morales, sociales y jurídicos, para resolver los problemas. Hoy, que no tenemos ya ninguno otro aparte de la voluntad, necesitamos tener en cuenta la intimidación en todos los ámbitos jurídicos, y paradójicamente -quizás porque hasta hace relativamente poco no lo hemos necesitado con esta urgencia- carecemos de criterios seguros para apreciarla. ¿Qué hacer entonces?

Quizás nos puede proporcionar una pista la famosa sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos DH, KA Y AD contra Bélgica, de 17 de febrero de 2005, que tuve la oportunidad de comentar con relación a otro asunto en un artículo de El Notario del Siglo XXI (aquí). En este caso los demandantes ante el TEDH habían sido condenados penalmente por los tribunales belgas como consecuencia de los golpes y heridas infligidas a otras personas en el transcurso de prácticas sadomasoquistas extremadamente violentas en locales habilitados al efecto. Pues bien, en su decisión, el Tribunal reconoció la posibilidad de que las personas renuncien a la protección de su integridad física, en aras a su derecho a la autonomía personal. Es necesario abandonar cualquier consideración paternalista en este punto, amparando todas las actividades sexuales, por mucho que puedan provocar rechazo, herir la sensibilidad o resultar inquietantes. Eso sí, siempre que se desarrollen entre adultos que han dado su consentimiento. Y en ese caso concreto -siendo éste el elemento determinante a la hora de emitir el fallo- las sesiones se habían desarrollado en condiciones que no permitían garantizar el consentimiento de las víctimas, lo que llevó a rechazar el recurso y ratificar así la condena penal.

De esta sentencia cabría deducir, entonces, dos principios básicos. En primer lugar que, como decíamos antes, la voluntad es la reina absoluta de la fiesta. Hemos acabado con cualquier otro control, moral o de otro tipo. Pero, en segundo lugar, precisamente porque esto es así, resulta imprescindible ser mucho más rigurosos de lo que lo hemos sido hasta ahora y cerciorarnos de una manera firme y segura de que esa voluntad concurre, lo que conlleva a su vez dos consecuencias que paso a aclarar: (i) no cabe imponer toda la carga de la prueba en contra de la víctima que consiente, y (ii) el vicio de la voluntad deben anular siempre el consentimiento con efectos idénticos para el resto de casos.

(i) No cabe imponer toda la carga de la prueba en contra de la víctima que consiente, por lo que, en consecuencia, cuando nos encontremos en una situación de riesgo de posible ausencia del consentimiento, resulta razonable limitar el alcance de la prueba a realizar por la acusación a la hora de determinar los efectos jurídicos pertinentes: probada una determinada situación de riesgo evidente, es al masoquista que quiere evitar ir a la cárcel por infligir daño a otro el que tiene que demostrar de manera convincente que el consentimiento concurría, o al menos que podía negarse en condiciones razonables, no a la inversa. Lo que, por otra parte, no tiene por qué poner en entredicho ningún principio fundamental del Derecho Penal, especialmente el de presunción de inocencia.

Aplicado a nuestro caso, se trataría de convertir los agravantes del art. 180 CP, concretamente el número dos (“Cuando los hechos se cometan por la actuación conjunta de dos o más personas”), el tres (“Cuando la víctima sea especialmente vulnerable, por razón de su edad, enfermedad, discapacidad o situación) y el cuatro (relación de superioridad o parentesco), en elementos del tipo que, debidamente adaptados a su nueva función y una vez probados, obliguen a su vez al actor a demostrar de manera convincente que el consentimiento concurría o que podía negarse en condiciones de razonable libertad, si la otra parte lo niega. A los indicados casos de “riesgo” podrían añadirse otros semejantes por las circunstancias concurrentes.  Como ocurre en otros muchos supuestos (y ya lo hemos comentado en este blog) se trata de esquemas punitivos que, bien configurados, podrían ser admisibles, en los que la víctima tiene la carga de probar el hecho (sexo en grupo en determinadas condiciones improvisadas, daños supuestamente masoquistas, relaciones en estado de enfermedad, escasa edad, parentesco, etc.) y a partir de ese momento la prueba de la concurrencia del consentimiento o de la posibilidad razonable de negarlo se desplaza a la otra parte, si la supuesta víctima lo negase.

(ii) Pero esto no es suficiente, evidentemente. Para todos los casos, incluidos aquellos en que no concurran las circunstancias de riesgo, es imprescindible suprimir la diferencia de tipos penales por intensidad de la intimidación tendente a anular el consentimiento. En este momento la intimidación se trata peor que la violencia porque en alguna de sus modalidades (cuando no es la de sufrir un daño inmediato) la pena es inferior. Pero esto solo puede obedecer a dos prejuicios, hoy insostenibles. Uno, que lo más relevante no es que la víctima no consienta, sino si uno ha sido un bruto al anularla, porque si se consigue de manera un poco más sutil y malévola la pena es inferior. Dos, que en el fondo, si no hay intimidación grave, cabe sospechar –siguiendo la tradición aristotélica- que la víctima ha querido al menos “un poquito”.

Si la voluntad de la víctima es la única reina de la fiesta cualquiera de estas dos interpretaciones es lamentable. Por eso, si en contra el principio aristotélico estamos hoy obligados a admitir que la intimidación vicia siempre la voluntad de idéntica manera, entonces debemos ser consecuentes. Si no hay consentimiento, da igual que la causa sea la violencia, o la intimidación de sufrir un daño inmediato, o una “atmósfera coactiva”. No tiene sentido entonces diferenciar, como ocurre ahora, entre los tipos de agresión y de abuso sexual por la sutil distinción entre prevalimiento e intimidación. Si no concurre el consentimiento, no concurre, y el tipo penal debería ser el mismo, sin perjuicio de que la violencia física en la agresión pueda constituir un agravante.

Todo esto nos debe conducir a una reflexión final. El oficio de juez en un Estado Democrático de Derecho es extraordinariamente complicado (no así el juez del Cadí o los tribunales populares, que siempre lo tienen mucho más fácil). El juez penal de un Estado de Derecho está sujeto a múltiples restricciones: la presunción de inocencia, el respeto escrupuloso a la ley penal y al principio de legalidad, la sujeción a los criterios de interpretación jurisprudenciales, a la prueba admisible, al principio acusatorio, etc. Si queremos ayudarles en su difícil pero valiosísimo trabajo debemos hacerlo no atacándoles personalmente, sino reflexionando sobre cómo encajar la nueva sensibilidad jurídica y social (no solo derivada del género, sino de la preponderancia de la libertad) en nuestros viejos odres conceptuales. El que el ataque personal pueda proceder del mismo Ministro de Justicia es verdaderamente inquietante.