Osmosis jurídico-mediática

La derivada jurídico-procesal de la crisis secesionista en nuestro país – con proyecciones a nivel comunitario y también extracomunitario- o las reacciones al fallo de la reciente sentencia dictada en el denominado «juicio de La Manada», han generado un fenómeno socio-mediático inédito: el de la deslocalización del debate jurídico-técnico, que ha visto como su tradicional vehículo de expresión –la Academia, la literatura científica especializada, los foros sectoriales- ha sido sustituido por los medios de información general y, dese luego, las inefables redes sociales.

Pero nótese, cuando me refiero a esta mudanza, no estoy pensando en los tertulianos a quienes se exige precisamente opinar acerca de cualquier tema o en los millones de juzgadores que surgen al calor de la adictiva inmediatez que brinda un click. Lo verdaderamente sensacional es advertir como juristas de toda índole y condición han colonizado las páginas de la prensa generalista y las franjas mollares de los espacios rediotelevisivos, volcando sus valoraciones en lo que antaño era un ámbito reservado para la crónica periodística, el análisis político, el comentario social, la nota literaria o la crítica sardónica. Y no se me arguya con que ahora «se ha judicializado la política, consecuentemente la sociedad y, por ende, los medios». El reproche judicial a las conductas antijurídicas cometidas por cargos públicos o el sustrato jurídico al debate político han estado siempre presentes, desde el constituyente verano de 1977 hasta hoy, pasando por el 23-F, los convulsos años de la corrupción socialista de la década de los noventa, el sísmico 11-M y sus consecuencias o la cobertura legal de la intervención española en conflictos bélicos internacionales, por poner sólo algunos ejemplos bien ilustrativos.

La actual coyuntura política y sus corolarios penales y procesales, podría haber permanecido circunscrita al ámbito del Código Penal, del marco de las leyes rituarias o de la propia Constitución, como quedaron aquellos otros ejemplos referidos, pero hogaño, cualquier asunto difundido masivamente en tiempo real gracias a los medios de comunicación y replicado en redes sociales, se transforma, pasando a formar parte de la política y sacudiendo la propia democracia.

Una hipertrofia informativa –indiscriminada, sin procesar, groseramente invasiva- que, además, en modo alguno responde a una recíproca demanda social. Honradamente ¿a cuántos millones de ciudadanos les interesa verdaderamente la doctrina del grado de violencia adecuado (geeignet) en la jurisprudencia del Bundesgerichtshof alemán o los matices que cualifican la intimidación a los efectos de integrar el tipo de agresión sexual, como medio comisivo, que según se delimita en la constante doctrina jurisprudencial requiere que sea previa, inmediata grave y determinante del consentimiento forzado?

Lo que tradicionalmente era materia reservada a las páginas de las revistas especializadas, ahora se presenta cruda junto al desayuno de un lector, oyente o telespectador al que esa información no le puede deparar valor añadido alguno. Al contrario, le confunde cuando no aliena.

Las piezas escritas por solventes juristas que a diario leemos en la prensa, los comentarios de reputados jurisconsultos que escuchamos en radio y televisión son, en su gran mayoría, irreprochables, concebidos desde la experiencia y el rigor de profesionales que conocen de lo que escriben o de lo que hablan. Pero son como pingüinos en la sabana. Están fuera de contexto. Esas mismas tribunas en el ecosistema pausado y lánguido de una publicación científica o un foro especializado –paradójicamente, espacios cada vez menos transitados- alcanzan su verdadera dimensión lejos del ensordecedor trasiego de datos. Hoy, en cualquier medio digital, quedan a merced de una dinámica que actualiza las noticias cada dos minutos y que convierte en antediluviano la mejor y más articulada reflexión incapaz de resistir un vértigo para el que no fueron concebidas.

No descubro nada al señalar que los medios tradicionales están siendo desbordados por las redes sociales que imponen el nuevo mantra: el usuario ya no necesita mediadores para informar e informarse, y se siente dueño y señor dentro de un grupo social  que se autoalimenta con contenidos que refuerzan  sus creencias. El periodismo ha perdido el monopolio de la información y del debate, en un trance coincidente con la debilidad económica de las empresas periodísticas.  En esta coyuntura, y cuando más perentorio es recuperar la figura del periodista como intermediario, bateando unos hechos que llegan necesariamente promiscuos a la redacción y que demandan ser acrisolados, llama la atención que, por el contrario, se eluda su imprescindible intervención mediata, ofreciéndose al consumidor de noticias materiales sin la necesaria decodificación, obviando que el periodismo como epistemología, es una forma de conocer la realidad, aunque precaria y limitada, resultando quimérico pensar que tiene una explicación completa del mundo, por mucho que se empeñen los jefes de opinión en trufar sus páginas de análisis jurídicos ontológicamente inconcluyentes. Recuérdese ahora más que nunca a Josep Pla: «Describir es mucho menos fácil que opinar»