Sobre la monarquía

¿Qué sentido tiene la monarquía en una sociedad democrática como la nuestra?

La pregunta me la dirigió mi hijo adolescente mientras yo conducía el coche de camino a una reunión familiar entre el espeso tráfico de un viernes a la salida de Madrid.

Es una cuestión bastante difícil de responder… -comencé, con la idea de ganar un poco de tiempo, porque el chico no abandona fácilmente una pregunta-.

La verdad es que, en principio, no parece tener mucho sentido. Lo mires como lo mires, una monarquía hereditaria en el contexto de una sociedad democrática avanzada no puede dejar de ser un cuerpo extraño. La monarquía es la quintaesencia del principio aristocrático: una prerrogativa vinculada exclusivamente al nacimiento, a la cuna. Nada más contrario a las ideas de igualdad, de promoción basada en el mérito y de elección de las magistraturas por consenso mayoritario, que definen una democracia. Desde su mismo origen y en sus manifestaciones más puras, el ideal democrático ha estado ligado a la república. Así, en la Atenas clásica desde el derrocamiento de los tiranos hasta la derrota de Queronea; en la Roma republicana, donde la máxima preocupación era evitar que algún caudillo pretendiera proclamarse rey –preocupación que le costó la vida a Julio César-; en la Florencia que a principios del siglo XVI pugnó brevemente por liberarse del yugo de los Médici; hasta las revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII, que dieron lugar a las dos repúblicas con las que comienza la democracia moderna. También los ingleses –ese caso tan especial- tuvieron su interregno republicano a mediados del siglo XVII tras el primer choque cruento entre la dinastía Estuardo y el Parlamento, con decapitación de monarca incluida.

Ya, pero una monarquía ajena al ejercicio del poder político, reducida a mero símbolo, como esa monarquía parlamentaria –peculiar compromiso entre el principio monárquico y el democrático- con la que se terminó resolviendo la aludida crisis institucional británica y luego han imitado las pocas monarquías que subsisten en la Europa Occidental, ¿tiene todavía alguna justificación racional?

Quizá no. Pero la cuestión es que no somos solo pura racionalidad. Nos movemos también por emociones, por sentimientos, que es lo que consiguen concitar ciertos símbolos –banderas, himnos, edificios, imágenes, relatos-. El hombre no solo es un animal racional, sino también y precisamente por eso, el único animal simbólico, el único que escoge y crea libremente sus símbolos. Y los sentimientos de pertenencia, de comunidad, de empatía -en definitiva, de superación del egoísmo individual- que suscitan y consolidan determinados símbolos son imprescindibles para la existencia y desarrollo de cualquier sociedad humana, también las de régimen estrictamente republicano. Pero el caso es que la monarquía ha tenido y conserva todavía una gran potencia simbólica, con la que apenas lograr rivalizar el más abstracto, intelectual y frío ideal cívico republicano. Y no solo por lo que este símbolo tiene de “familiar”, de relato de noviazgos, bodas, nacimientos, crianzas, muertes y herederos, que suscita fácilmente el sentimentalismo popular –no olvidemos que fue la visión de cómo se llevaban en una carroza a unos infantes de la familia real lo que incendió los ánimos del pueblo madrileño en un día de mayo de 1808 que terminó cambiando el destino de las guerras napoleónicas-; sino también, en un plano más elevado, porque la monarquía ha sabido asociarse en el subconsciente colectivo a ciertos mitos fundacionales de la comunidad política: el rey como superador de la discordia civil y último garante de la justicia y el derecho. Desde el legendario Rey Arturo, elevado providencialmente al trono para poner fin al caos social en una Inglaterra asolada por las correrías y pillajes, hasta el rey de nuestro teatro clásico, deus ex machina que aparece al final del drama para restaurar la justicia violentada por la prepotencia del noble que ha atropellado al villano o villana. Incluso se puede hablar de la monarquía como factor de igualación social, porque del rey abajo, ninguno: superpuesto claramente el monarca a sus rivales nobiliarios, resulta más fácil el reconocimiento de la dignidad de los súbditos.

Hoy, una magistratura suprema determinada precisamente por el nacimiento y no por el sufragio –y por ello ajena a la lucha e intereses de partido- vendría a ser un elemento de imparcialidad, y por tanto de objetividad, que puede representar de forma apropiada la estabilidad, la continuidad y la unidad del Estado.

Ahora bien, tanto entonces como ahora, por una razón estructural o de esencia, la clave de la legitimidad monárquica, de ese ser un elemento estable por encima de las luchas políticas, viene determinada por la sangre, por la estirpe. De ahí la trascendencia de ostentar o no la condición de “rey legítimo”, de encontrarse en la línea correcta de legitimidad dinástica. Por ello, en la lógica peculiar de esta institución –como no sucede en una república- la genealogía lo es todo, y las cuestiones de alcoba, sexo y procreación se convierten en cuestiones de Estado, de interés general.

Algunas de las monarquías que todavía subsisten, como la británica, han tenido el acierto o la suerte de vincularse históricamente a episodios claves en la formación de la identidad de su nación (la resistencia con éxito a la Armada española, a las ambiciones napoleónicas o a la vesania nazi) –y muy bien que nos lo recuerdan constantemente en su cine-. En nuestro caso, el nacimiento de nuestra nación está vinculado a ese avatar dinástico que fue el matrimonio de una reina de Castilla con un rey de la Corona Aragonesa. Pero, desde ese mismo origen, la propia institución monárquica se ha visto envuelta de forma muy intensa en la tormentosa relación de nuestra nación con el desarrollo de la modernidad, aparentemente –o al menos así nos lo han contado y lo hemos creído-, siempre del lado equivocado, del lado de las fuerzas regresivas. De manera que, cuando hemos querido ponernos a la altura de los tiempos y recuperar apresuradamente el tiempo perdido, siempre nos ha sobrado la corona, como también otros símbolos de nuestra atormentada identidad.

Sin embargo, en la época de la Transición tuvo lugar la peculiar circunstancia de que el impulso decisivo para la reconducción del régimen diseñado por el dictador hacia una democracia homologable vino precisamente del monarca, que dirigió el feliz esfuerzo colectivo de superación de una historia de enfrentamiento secular para conseguir la reconciliación de las dos Españas, de la vencedora y la vencida en la guerra.

Este logro histórico junto al papel jugado en la intentona de regresión golpista del año 1981 han sido la novedosa fuente de legitimación que consolidó la institución restaurada incluso para aquellos que ideológicamente no eran afines a ella (una legitimación, por cierto, lo suficientemente sólida como para hacer disculpar ciertas ligerezas de la vida privada de su titular).

Hasta tal punto está ligada la peculiar ecuación política salida de la Transición a la institución monárquica que la impulsó, que aquellos que cuestionan el resultado de esa ecuación, tanto las facciones periféricas para las que la solución autonómica no satisface sus aspiraciones de autogobierno, como los que quieren poner el reloj a cero otra vez en febrero de 1936 y no dejar atrás por la vía de la reconciliación sino revertir el resultado de la Guerra Civil, han puesto en su punto de mira a la monarquía y a su nuevo joven titular. Y aún más a partir del momento en que, muy consciente –quizá el único- de la posición exacta de las fichas en el tablero, nos recordó oportunamente a todos lo que realmente estaba en juego en el cuestionamiento del orden constitucional. De manera que esa guerra de símbolos a la que llevamos años asistiendo -las bochornosas pitadas al himno nacional y al propio monarca en las finales de Copa- se ha recrudecido en los últimos tiempos, con banderas antagónicas ondeando por todas partes y retratos que desaparecen, se cuelgan invertidos o se queman públicamente.

Y en este momento en que todo el arsenal simbólico de unos y otros está entrando en liza, es cuando más se exige de la institución, también en el plano simbólico. Y al respecto, no podemos desconocer que la mayor fuerza de la monarquía como símbolo, el tratarse de un símbolo personal, encarnado en una persona determinada –y en su familia más inmediata-, susceptible de suscitar nuestra adhesión pesonal, es al mismo tiempo su mayor debilidad. Una bandera es un trozo de tela coloreado, que puede ser más o menos bonito, grande o pequeño, pero que, en sí mismo, no nos puede fallar. Sin embargo, una persona-símbolo, en cuanto ser humano, es susceptible de lo mejor, pero también de lo peor, de fallarnos estrepitosamente.

Quizá en otros tiempos ser rey era más fácil. Los súbditos te contemplaban a distancia y los gruesos muros de palacio y los extensos jardines que rodeaban las mansiones reales podían asegurar amplios ámbitos de privacidad. En el fondo, salvo para el reducido grupo de la corte, el monarca era un gran desconocido para su pueblo. Hoy, en una sociedad ultramediática, la capacidad de influencia social del monarca es mayor que nunca (una palabra bien dicha o un gesto de simpatía oportuno llegan al instante a todos los rincones del país), pero al mismo tiempo la exposición al escrutinio público es extrema, y por tanto, la exigencia de excelencia, de ejemplaridad, se ha convertido también en extrema.

Y en relación con esta ejemplaridad, eso que al final todos valoramos y que suscita la adhesión a una persona y a la causa que ésta representa no es otra cosa que la virtud, o lo que es lo mismo, la bondad.

Y lo relevante de todo este asunto es que lo que está en juego no es una simple cuestión personal, de proyecto de felicidad individual, sino una cuestión colectiva, de importancia capital, en una situación en la que no estamos precisamente sobrados de símbolos que nos ayuden a no acabar otra vez a garrotazos hundidos en el fango como en el célebre fresco de Goya.

En fin, no sé si mi hijo quedó muy convencido.