Màxim Huerta tampoco leyó a Federico de Castro

No ganamos para sustos, esto es una montaña rusa. Ayer estábamos impresionados con el efectista rescate de los inmigrantes y anteayer de lo apañado del gobierno multicolor y hoy tenemos que vérnoslas con un ministro que dos días después de ser nombrado ya incurre en supuesta causa de destitución. Pero esto es lo que tiene una sociedad digitalizada y a la vez polarizada: la información se tiene de inmediato y además el juego político no consiste en proponer políticas para persuadir al electorado sino en señalar con aspavientos las incoherencias políticas y contradicciones en que incurre el enemigo, atrapado en la vehemencia de sus palabras cuando en otro tiempo denunció la conducta de quien hoy le acusa. El alguacil, alguacilado, que se decía antes.

Si encima metemos a Hacienda por en medio, la cosa se complica porque que lance el primer tuit el que no haya tenido algún encontronazo con esta bendita institución y no haya preferido pagar y callar ante de verse sujeto a los poderes omnímodos del Estado ante los que, en esta materia, el principio de culpabilidad y de carga de la prueba del contribuyente son la regla general. Es más, como nos han contado en cierto curso que estamos haciendo unos compañeros notarios sobre esta materia, también es regla común que los criterios fiscales se vayan emitiendo por la Administración a su libre albedrío y conforme le interesa, sin vacilar en cambiar de criterio a medio partido y con efecto retroactivo.

Por otro lado, no deja de haber una importante escala de grises entre la actuación completamente honorable y el delito fiscal. E incluso cabría decir que hay una cierta confusión ética entre lo que es permisible o no en materia fiscal e incluso civil. En materia civil, un negocio indirecto es el que pretende obtener fines diferentes de los previstos en el ordenamiento y dentro de él estaría el fraudulento, en el que se pretende un fin prohibido, y el fiduciario, que se basa en la confianza para obtener un fin distinto del previsto por la ley. El fraudulento, y por supuesto el simulado, son perseguibles, pero el indirecto en general y el fiduciario, en particular, no necesariamente. En materia fiscal habrá que distinguir el fraude (con premeditación), la evasión (un incumplimiento en sentido más amplio: la ocultación en general) y la elusión fiscal, que aprovecha los vacíos legales para conseguir una rentabilidad fiscal.

No son iguales todos estos conceptos. Lo malo es que las facultades exorbitantes que tiene Hacienda conducen a meter en el mismo saco todos los supuestos incumplimientos y a “anular” negocios jurídicos formalmente válidos presumiendo que son en realidad negocios indirectos tendentes a obtener una finalidad de rentabilidad fiscal que, solo por ello, ya consideran de por sí fraudulentos. Fíjense ustedes que en su primer apartado, el artículo 15 LGT, exige la concurrencia de los siguientes requisitos para poder apreciar que existe fraude de ley:

  • Que los actos sean, “individualmente considerados o en su conjunto, sean notoriamente artificiosos o impropios para la consecución del resultado obtenido”.
  • “Que de su utilización no resulten efectos jurídicos o económicos relevantes, distintos del ahorro fiscal y de los efectos que se hubieran obtenido con los actos o negocios usuales o propios”.
  • Y, que mediante esos actos “se evite total o parcialmente la realización del hecho imponible o se minore la base imponible o la deuda tributaria.

Digamos que para Hacienda todo negocio indirecto, aunque válido civilmente, es fraudulento. Hace poco, la declaración de los 35 catedráticos de Derecho Financiero y Tributario, reunidos en Granada, ponían el acento en esta cuestión denunciando hechos como la satanización de la planificación fiscal, la regla general de que para que algo sea lícito tiene que estar permitido o el prescindir de las normas sustantivas y crear un universo fiscal que se rige por sus propias reglas.

Muy probablemente el ministro Huerta se ha visto envuelto en alguna de estas situaciones, concretamente la que tiene que ver con la utilización por artistas de sociedades en su actividad profesional, respecto de la cual Hacienda intensificó sus investigaciones hace algún tiempo (no exactamente fue un cambio de criterio, según parece, ver aquí y aquí). Pero, claro, si Maxim hubiera leído a Federico de Castro quizá hubiera podido tener en cuenta su tesis de la deformación del concepto de la persona jurídica que le llevaba a criticar el otorgamiento de la personalidad jurídica cuando no hay un substratum, un grado de organización mínima. Y algo de razón tiene, sobre todo en un país de raíz jurídica causalista en el que se considera que las instituciones están para algo y no para otra cosa y que salirse de su fin genera disfunciones. Aunque no siempre fraude y delito, que es lo que viene a decir Hacienda, con el agravante de que ella se lo guisa y se lo come simplemente porque se lo huele, sin pasar por el juzgado, como debería ser porque el mismo artículo antes mencionado señala que para que la Administración tributaria pueda declarar el conflicto (el fraude, vamos) en la aplicación de la norma tributaria será necesario el previo informe favorable de la Comisión consultiva a que se refiere el artículo 159 de esta ley. En resumen, no me parece suficiente para la dimisión el haber usado sociedades para desgravar, aunque sea poco partidario del uso instrumental de las categorías jurídicas. Ni siquiera aunque Sánchez dijera lo contrario hace tres años, porque ya he dicho por aquí algunas veces que ciertas coherencias están sobrevaloradas.

Ahora bien, una cosa son estas sutiles disquisiciones sobre la elusión y la evasión, y otra muy distinta desgravarse la casa de la playa en tu sociedad profesional, como quien se desgrava la finca de caza o el yate en su declaración de la renta alegando que la necesita para la generación de sus ingresos. Esto es simplemente hacer trampa. Me dirán ustedes que eso no es robar, y yo le diré que no, ciertamente, pero que en el fondo es sustraer dinero con menos sensación de culpabilidad porque la distancia y la interposición de elementos hace que no sea que se vea tan evidentemente la trampa, como nos hacía ver Ariely (y recordaba aquí yo mismo en este blog). También me dirán que mucha gente lo hace, y les diré que eso no me vale, que al menos saquemos de la polarización de la que hablaba antes el efecto positivo de unos mínimos de ejemplaridad. Quizá corramos el riesgo de establecer un standard demasiado alto, pero no está mal que la sociedad vea en la cabeza de quienes nos dirigen que eso está mal.

Bien dimitido está, en definitiva, menos por la tesis de don Federico o que por la de Ariely. Solo me queda alabar el cambio de actitud del gobierno frente a este tipo de situaciones y lamentarme de la falta de previsión en el nombramiento, porque no habría costado mucho preguntar el designado si tenía algún esqueleto en el armario, al menos un esqueleto al alcance de los nativos o adoptados digitales.