La economía colaborativa y el imparable poder de compartir

Soy, por consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tú lo serás mío en Licia cuando vengas a mi poblado

 La Iliada. Homero, siglo VIII a. C.

 

La “economía colaborativa” o “economía de compartir” no es nueva. En un planeta tan viejo y frágil como el nuestro, pocas cosas lo son.

Desde el origen de la humanidad, nuestros antepasados han compartido cosas. Todos los humanos, en algún momento, hemos puesto en común nuestras posesiones. La casa, el buey para arar o las herramientas de caza. Nos hemos regalado o prestado bienes y servicios que no estaban siendo utilizados. Bienes económicos –“recursos escasos” – que eran empleados por parientes, amigos o miembros de la tribu antes de la aparición de la “economía de mercado”. Mucho antes de la invención del dinero.

Prestar no es fácil. Todos los niños lo saben. Económicamente, se debe tener un activo infrautilizado y la suficiente confianza mutua. Quien presta una herramienta espera que no se la rompan. Tiene la expectativa de que se la devolverán. Quien regala, confía en que se hará buen uso de su generosidad. Quizá espera recibir en el futuro un trato similar por la misma persona o un tercero del grupo.

Tenemos ejemplos en la literatura mundial. La Iliada de Homero cuenta el caso de los abuelos de Glauco y Diómedes que se prestaron la vivienda. Ese hospedaje creó un vínculo social que, años después, de forma inesperada, evitó la lucha a muerte de sus nietos a las puertas de Troya. Recordamos también el servicio de guía turístico –de cinco estrellas– que prestó Virgilio a Dante. Siglos antes del inicio de la era digital.

Son anécdotas. En el pasado, aunque se compartía, había menos bienes infrautilizados que en la actual era de la abundancia. El número de coches, casas o herramientas era inferior. Pocas familias, si acaso, tenían una propiedad. Al mismo tiempo, las relaciones de confianza estaban limitadas a grupos reducidos unidos por vínculos personales de confianza. Grupos sociales homogéneos, con pocos miembros.

En esa situación, durante siglos, la “economía colaborativa” fue una fábula. Una actividad marginal sin repercusión en el sistema económico. Los costes de búsqueda y de transacción, junto a la información asimétrica —es decir, no conocer suficientemente al prójimo— esterilizaban numerosos intercambios, sin llegar a plantearlos.

La digitalización y las plataformas colaborativas aportan las patas que faltaban en la mesa coja de la “economía del compartir”. Con sus sistemas masivos de reputación online, la economía colaborativa del siglo XXI incrementa a nivel mundial las relaciones de confianza entre desconocidos. Su organización como plataformas hace aflorar recursos infrautilizados –gracias a la dinámica propia de mercados de varios lados–. Su carácter digital permite el empleo de grandes cantidades de datos, (Big Data), la gestión dinámica de precios, rutas, ofertas, que permiten un ajuste más preciso y eficiente de las necesidades y recursos de los ciudadanos. Estos intercambios se producen también de una forma más equitativa.

La economía colaborativa es más amplia y poderosa que las cansinas polémicas entre Uber y el Taxi. Hay plataformas y modelos de negocio que no son economía colaborativa. Son utilización digital y más eficiente de antiguos recursos analógicos. Por ejemplo, el modelo actual de Uber y Cabify en España. Es otro modelo de negocio que tiene utilidad social, pero no es economía colaborativa.

Se está convirtiendo en una cortina de humo para esconder el tema fundamental: El progreso tecnológico permite a los ciudadanos ser más libres y a la sociedad utilizar más equitativa y eficientemente su tiempo y sus pertenencias.

Hay pocas cosas novedosas en el planeta. Tenemos la fortuna de ser testigos de una de ellas. La revolución digital lo es. Convertir “ideas” en datos digitales –unos y ceros– y tratarlos informáticamente de forma masiva, veloz y barata, implica una nueva era. Esta disrupción, con su epicentro en Internet, ha originado un tsunami de innovaciones. Sistemas de pago en línea, teléfonos inteligentes, GPS, código abierto, redes sociales y una interminable legión de invenciones conexas potencian la digitalización. Se retroalimentan.

La rápida progresión de la tecnología asusta. Los humanos deseamos el progreso, pero casi siempre desconfiamos del cambio. La digitalización no es una excepción. Ha acelerado la velocidad del cambio. Su desarrollo afecta a todos los sectores de una forma sin precedentes desde la Agricultura y la Ciudad en el Neolítico, desde la aparición del Mercado o el inicio de la Ciencia.

Hay incógnitas con la revolución digital, por ejemplo, en la apasionante inteligencia artificial. No todo es siempre y necesariamente positivo. No lo fue en las grandes revoluciones tecnológicas previas y tampoco lo será con las futuras. Pero al final, la sociedad es hoy más rica y libre gracias al progreso tecnológico.

La economía colaborativa no debe compararse con un bien absoluto, sino con la situación actual de los ciudadanos utilizando sus recursos. Con esa forma correcta de analizar, la economía de compartir es netamente positiva.

Estos modelos de negocio conceden a los ciudadanos una especie de superpoder. Dotados de un teléfono móvil, una app y acceso a internet, cualquier ciudadano del mundo es capaz de invocar credibilidad suficiente para lograr que otra persona le ceda su casa en Berlín o un coche en Nueva York. Es una habilidad que disgusta a los viejos poderes económicos instalados. A pesar de sus ventajas sociales y medioambientales. A pesar de mejorar el acceso de la población a bienes que necesitan o desean.

La digitalización de la “economía de compartir” mejora el bienestar. Han aparecido plataformas digitales de carácter colaborativo –como Homeaway o Drivy, Airbnb y Blablacar, Wallapop, Uberpop o Lyft–. Estas nuevas formas de actividad social tienen impacto en la vida diaria de millones de personas y en su prosperidad. Mejoran el tejido social y la confianza en el prójimo. Requieren menos intervención de recursos públicos. Los ciudadanos disfrutan de mayor libertad a la hora de satisfacer sus necesidades y lograr ingresos.

Hay plataformas basadas en el trueque o en el regalo, pero el dinero –inventado hace más de 11.000 años– tampoco es ignorado por las plataformas. El dinero tiene la ventaja de ser la unidad de cuenta, el coste de oportunidad del resto de los bienes y servicios que pueden adquirirse. Es el medio de pago más eficiente, con lo que es normal que sea utilizado por las plataformas. Da más poder a los ciudadanos al reducir los costes de búsqueda y transacción. Cuando un lobby pide excluir el dinero, lo que pretende es oprimir este movimiento social y su capacidad competitiva. Su ambición, al exigir trueque y gratuidad (sin aplicársela a ellos mismos), es reducir el atractivo de las plataformas, sin ninguna ventaja para los usuarios.

El dinero tiene otra ventaja social. Es fácilmente gravable por las Haciendas públicas de todo el mundo. En particular en Europa, necesitada de recursos fiscales de carácter digital.

La economía colaborativa es una “gallina de los huevos de oro”, viva y ponedora. Vía impuestos y cotizaciones sociales se acoplaría fácilmente al sistema fiscal y de protección social. Podría facilitar el mantenimiento de la economía social de mercado. Por su volumen masivo y carácter paneuropeo, está capacitada para desencallar las perspectivas financieras que se están negociando en Bruselas.

Las rentas generadas por los usuarios en estas plataformas son trazables. Están atornilladas al territorio. Debido a su geolocalización, su carácter reducido y a la participación de personas con intereses coordinables, pero contrapuestos, son rentas que no tienen incentivos para huir del país. Están sólidamente cosidas, con bramante digital, a la bolsa del erario público. Su gestión no sería administrativamente costosa. Basta abrir la bolsa pública y facilitar su ingreso. Con todas estas ventajas, ¿por qué no se aprovecha?.

En mi opinión, debido al descomunal esfuerzo económico de los lobbies para desprestigiar esta forma de colaboración. Los grupos de presión instalados con una tecnología previa, menos equitativa y eficiente, han elegido en España la vía equivocada, pero cómoda. Algunos de los vendedores tradicionales de “trayectos en coche”, de “lugares temporales para dormir” o de “servicios de conversión de ahorro en inversión” buscan prohibirla. No desean que las personas tengan opciones. Consideran que el mercado es suyo, pues llegaron primero. Esta estrategia desea arrinconar a la economía colaborativa, disfrazándola de enemigo neoliberal o neocomunista, según la audiencia a persuadir. Una vez acorralada, se pretende eliminarla jurídicamente, instrumentalizando para ello a cualquier administración que se preste a emitir normas excesivas.

¿El objetivo es “sólo” prohibir la competencia y mantener un acceso privilegiado al agujereado bolsillo del ciudadano?. Desde la óptica privada, así es, pero el resultado sería aún más grave. El poder imparable de la tecnología digital implica que, para extirpar la competencia, los grupos de presión deben forzar a las administraciones a prohibir la libertad en cosas esenciales: a quién alojas en casa, a quién llevas en coche, o quién tiene acceso a la energía eléctrica de tu placa fotovoltaica. Desprestigiar mediáticamente a la economía colaborativa embutiéndola en un disfraz disparatado tiene coste social. Reducirla a multinacionales con sede en Delaware es una trampa. Se trata de la economía de las familias. Se trata de la libertad de las personas, del uso más libre de los propios coches, las propias casas, en ambientes de confianza social.

Se emplean excusas cada vez más peregrinas, como que los ciudadanos no pagan impuestos, que son inseguras o que destruyen empleo. Se manipulan argumentos sin conexión con la realidad económica y social pero que, en un ambiente político débil, de “hechos alternativos” y concentración de intereses, están sacando réditos jurídicos a través de normas enfermas. Esta demagogia también adquiere resonancia en algunos medios de comunicación. Generalmente, en aquéllos que en su propio sector se encuentran igual de desorientados con la revolución digital y las nuevas formas de negocio que origina.

Las Administraciones Públicas deben seguir más las razones de interés general —y a la Unión Europea (aquí, aquí y aquí)—. Es fácil aprovechar la economía colaborativa para los ciudadanos, la recaudación y la innovación dinámica en la sociedad y la economía.

En la era digital, el poder coactivo del sector público tampoco debe restringir injustificadamente la libertad económica y social de los ciudadanos —personas y empresas—. Es el mínimo exigible. Además, los poderes públicos deben liderar, facilitando la economía del compartir también con sus propios datos. Europa no debe tener miedo a los datos. España, siempre más sociable, aún menos. Son condición necesaria de nuestro bienestar futuro.

A pesar de nuestra excelente situación de partida, con una de las infraestructuras digitales más costosas de la Unión, España corre el riesgo de quedarse atrás.

Sería una lástima. Europa tiene hambre de reformas económicas que repercutan en una mejor calidad de vida de sus ciudadanos. Mejoras en la investigación y el desarrollo. En la innovación. Una refundación de los sectores de red —la energía, el transporte, el agua, el sector postal o las telecomunicaciones—. Transformaciones que potencien los servicios de interés general esenciales para el progreso de una sociedad equitativa como la educación, la sanidad, los servicios sociales <<-si sólo vas a seguir un vínculo, se recomienda que sea éste>> o la justicia.

La economía colaborativa tiene posibilidad de aportar en todos esos sectores o en otros futuros que aún no existen. ¿Colaboramos?.

 

Una versión de este artículo, sin hipervínculos, fue publicada el pasado 18 de junio en “El Espectador Incorrecto” nº5. El autor agradece la autorización para su reproducción en Hay Derecho