Funcionarios lenguaraces
La escritora británica Taylor Caldwell, en su obra “La columna de hierro” (1965), recreaba la vida del gran orador y jurista romano Marco Tulio Cicerón poniendo en su boca, en uno de sus famosos discursos en los que analizaba los males de la República, lo siguiente: “El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse, para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado”. Aunque Caldwell pasó nueve años investigando la vida del genial jurista romano, nunca sabremos si tal cita es cierta, ya que no aparece en ninguno de los textos que han llegado hasta nosotros, aunque encaja perfectamente con la filosofía del gran defensor de la República -cuya defensa le costó la vida- y sus ideas sobre lo que debía ser el ejercicio de la función pública.
Por su parte el ilustre jurista mexicano José Campillo Sáinz, conocido internacionalmente por sus obras sobre la ética profesional de los juristas y la deontología de los funcionarios públicos, expuso en 1995 en México D.F. lo que vino en llamar el “Decálogo del Servidor Público”, detallando los diez mandamientos que todo funcionario debía respetar escrupulosamente en el desempeño de su labor. Tras desarrollar mandamientos esenciales como el amor a la profesión, el respeto a la Ley, la veracidad, la lealtad, la probidad y la eficiencia, su mandamiento número 7 decía: “Sé discreto. No reveles los secretos que conozcas con motivo del desempeño de tu encargo ni te aproveches de la información que tengas para tu beneficio personal o de tus allegados”.
Traigo a colación las dos citas anteriores por el espectáculo mediático que estamos viviendo en los últimos tiempos, protagonizado por algunos altos funcionarios que relatan sin rubor en medios de comunicación y en algunas obras publicadas las peripecias vividas durante el ejercicio de su profesión, formulando además aventurados juicios de valor sobre el trabajo de otros compañeros. No me tengo por un integrista del funcionariado, pero he de reconocerles a todos ustedes que esta actitud de “puertas abiertas” que afecta a secretos conocidos en el desempeño de su función me parece escasamente respetuosa con la confianza que el Estado deposita en alguien cuando le encomienda el delicado ejercicio de un empleo o servicio público.
En mi modesta opinión, cuando uno desempeña una función tan delicada como la de juez, fiscal, inspector tributario, policía o notario, entre otras, mediante las cuales ejerce -en diferentes ámbitos- el “imperium” del Estado, y para las cuales dispone incluso del auxilio de las fuerzas de orden público, su desempeño debe ser siempre comedido, justo, eficiente y -sobre todo- discreto. Cuando uno acusa, inspecciona, investiga, juzga o documenta asuntos que afectan a otros ciudadanos, o a sus familias o empresas, debe asumir que no está actuando por sí mismo, sino mediante el ejercicio cedido a su favor de unas exorbitantes facultades públicas que el Estado ha acordado delegar en el ejerciente tras superar las oposiciones correspondientes. No es, por tanto, el individuo concreto el que está actuando sino el propio Estado -o la autoridad que le ha investido- a través de él. Sin la fuerza que confiere el poder del Estado, la actuación de todos esos profesionales habría sido absolutamente irrelevante para la opinión pública, o resaltaría mucho menos de lo que ha acabado destacando al final.
Por esa razón están de más ciertas manifestaciones públicas y reivindicaciones personales cuando uno se ha limitado a cumplir con su deber, por el que además ha percibido durante años una remuneración pública. Cuando una persona desempeña estos delicados cargos tiene que asumir que no es él sino el Estado el que acierta o falla, el que condena o absuelve, el que sanciona o da fe. Por ello resulta altamente conveniente venir ya suficientemente aplaudidos de casa, sin sentir la necesidad personal de reivindicarse por tener un mayor o menor acierto en esa delicada labor.
Resultan por tanto extemporáneas determinadas manifestaciones procedentes, en especial, de ciertos protagonistas de casos judiciales recientes, algunas de las cuales demuestra una absoluta falta de respeto al sistema procesal penal español, en el que un Juez instruye el procedimiento y un Tribunal diferente lo juzga, para evitar que la resolución quede condicionada por la previa labor investigadora. Por ello, algunas concretas y recientes declaraciones sobre las condenas o sobre el papel desempeñado por los diferentes acusados parecen de todo punto inapropiadas, especialmente viniendo de la única persona que -por expresa disposición de la Ley- tiene la imposibilidad de sentenciar por ser el Juez instructor, y haber quedado “contaminado” por el ejercicio de esa función. Realmente a algunos les importa más dejar los focos y la notoriedad de que gozaron en cargos y tiempos pasados que el respeto al sistema del que hasta hace poco formaban parte.
Especialmente chocante me ha resultado la actitud del notario de Barcelona que autorizó algunas escrituras relativas al “caso Nóos” y otras que afectaban a la Infanta Cristina y a su esposo. La lectura de sus recientes declaraciones al diario “El Mundo”, plagadas de comentarios que lindan con el cotilleo y de apreciaciones personales sobre actitudes, instrucciones y confidencias de los interesados, aparte de resultar improcedentes en la actitud de un servidor público, están en las antípodas de la discreción y reserva que debe mostrar un fedatario en el ejercicio de su labor. Y -lo que es peor- transmiten una impresión de frivolidad, ligereza y escaso rigor técnico que ofrece una pésima imagen de la función notarial.
En definitiva, pocos protagonistas de los anteriores comentarios han demostrado apreciar la profunda frase de la jurista y precursora del feminismo en España Concepción Arenal, quien dijo “odia al delito y compadece al delincuente”. Muchos ponen por delante de esa compasión un incontenible ego personal y unas evidentes ansias de notoriedad. Nada hay que reprochar en todo ello a los medios de comunicación, que se han limitado a hacer -y muy bien- su trabajo. Pero esta especie de “Sálvame de Luxe” de altos empleados públicos da que pensar si encaja bien con el correcto ejercicio de un servicio público, o más bien responde a un desmedido afán de protagonismo, a cierta ambición política o a alguna pesada carga que pueda quedar sobre su conciencia profesional. No entiendo bien por qué en España nunca conocemos el nombre de los cirujanos, bomberos, policías o militares que salvan vidas a diario y, en cambio, tenemos glosar a diario las discutibles hazañas de unos cuantos burócratas con irrefrenable complejo de Eliot Ness.