¿Penar para la foto? Ante La Manada, más populismo punitivo
A treinta reformas ha estado sujeto el Código Penal vigente, el bautizado como Código de la Democracia, desde que fuese aprobado en noviembre de 1995. Más de dos décadas han transcurrido desde entonces, y muchos han sido los profundos cambios a los que la sociedad española se ha enfrentado y que han demandado, en consecuencia, cambios en la redacción de este texto legal. Cambios que, en aras de la eficacia del ordenamiento, no pueden hacerse a costa de liquidar las garantías penales que se presumen en todo Estado realmente de Derecho, que autolimita su poder coactivo y protege el régimen de derechos y libertades reconocido a todos los ciudadanos, también a los delincuentes.
Con la llegada de la democracia, el legislador apostó por una política punitiva garantista, patente en la veintena de reformas a las que fue sometido el Código Penal franquista entre 1978 y 1995, entre las que destacó, por ejemplo, la acogida del principio de culpabilidad, tras el destierro del principio de versari in re illicita y de las últimos vestigios de responsabilidad objetiva —hasta entonces, un sujeto respondía de un hecho causado por él aunque no hubiera tenido voluntad de realizarlo, obviando los más básicos principios del Derecho penal contemporáneo que apuestan por dotar de trascendencia penal solamente a las acciones dolosas o imprudentes—. No obstante, nuestros representantes no tardaron en dejar atrás este paradigma para prestarse a un cierto populismo punitivo, entendiendo por tal la búsqueda de legitimación de la legislación penal en las demandas de una opinión pública que se ve siempre a sí misma como víctima del delito y nunca como potencial delincuente y, por tanto, en la apuesta por hacer de la política criminal un ámbito más del que obtener rentabilidad política.
Los hoy llamados delitos contra la libertad e indemnidad sexuales (arts. 168 y ss. CP) fueron objeto de modificación ya en la etapa previa a 1995. Mediante Ley Orgánica 3/1989 se trasmutó el bien jurídico protegido, pasando a ser este la libertad sexual de todo individuo, y no la honestidad de la mujer. Hasta ese momento, por despreciable que pueda parecer desde la perspectiva actual, se debatía sobre si una prostituta, considerada por muchos una mujer deshonesta, podía ser considerada víctima de una violación, ya lo que el Derecho protegía era la honestidad. La misma norma hizo que las penetraciones anal y bucal sin consentimiento fuesen incluidas en la definición del delito de violación, pudiendo ser víctimas de estas conductas ya no solo las mujeres, sino también los varones, pretendiendo que el el texto respondiera a la realidad de la dinámica delictiva del momento.
Esa orientación fue reafirmada por el Código Penal de 1995, aprobado por el Ejecutivo socialista de Felipe González. Con posterioridad, se introdujeron mínimos cambios en años posteriores (1999, 2000, 2003, 2010 y 2015), destacando el que incidía en la distinción entre víctimas mayores y menores de 16 años y el que introdujo el término «reo de violación» al hablar del autor del delito de agresión sexual (art. 179 CP), hecho que no significa que el resto de conductas penadas y catalogadas como atentados contra la libertad sexual, como el abuso, no sean lo que comúnmente conocemos como violación, entendida esta como la acción de «tener acceso carnal con alguien en contra de su voluntad o cuando se halla privado de sentido o discernimiento» (definición del Diccionario de la Academia).
Tras el llamado caso de La Manada, la regulación actual de los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales ha sido puesta en tela de juicio por una parte de la sociedad y, con temerario desprecio hacia la realidad, por los políticos. Cinco sujetos han sido condenados en primera instancia por la Audiencia Provincial de Navarra a nueve años de prisión en concepto de autores de un delito de abuso sexual con prevalimiento cometido en los Sanfermines de 2016; más allá de tecnicismos jurídicos, los hechos probados por el tribunal revelan lo que a todas luces es una violación en el sentido que la sociedad clama y el diccionario dicta. La última vez que el tema ha saltado a la palestra mediática ha sido este martes, cuando la vicepresidenta del Gobierno declaró en el Congreso su intención de modificar nuevamente el Código al respecto: «Les propongo, señorías, que el lema sustantivo de la modificación sueca y alemana sea el que seamos también capaces de sacar aquí adelante. Es algo tan profundo, tan perfecto, como que si una mujer no dice sí expresamente, todo lo demás es no, y ahí es donde está preservada su autonomía, su libertad, el respeto a su persona y a su sexualidad».
En la actualidad, ya es delito el sexo sin consentimiento. Ya lo es el sexo con consentimiento viciado, es decir, el basado en un supuesto consentimiento que, en realidad, no nace realmente de la libre voluntad del individuo al ser este forzado, coaccionado o presionado por la situación. Si media consentimiento, no es delito por motivos obvios. Es difícil saber, por tanto, cómo el Gobierno modificaría en este sentido el texto actual para mejorarlo y decir algo que no diga ya.
La necesidad de probar el consentimiento mediante formalismos para eliminar la sospecha de la violación, alterando el proceso actual, plantea desde un principio dificultades jurídicas capitales. La primera, la tentación del legislador, siguiendo a determinada opinión pública, de invertir la carga de la prueba y transformar la presunción de inocencia que rige nuestro sistema penal en una presunción de culpabilidad, de manera que no habría que demostrar la existencia de hechos constitutivos de delito en un proceso penal, sino que el acusado debería demostrar que la violación no ha ocurrido, es decir, debería probar su propia inocencia. La segunda, la naturaleza del consentimiento no se presta a formalismos. Una persona puede dar inicialmente el consentimiento (tácita o expresamente) a mantener relaciones y negarse posteriormente a continuar con ellas. ¿Hasta qué punto valdría la manifestación documental del consentimiento, como, por ejemplo, un contrato?
Alarma cuando menos que el Gobierno busque la manera de acotar y limitar al máximo la interpretación de los jueces. La política criminal ante la violación no pasa por poner la lupa en la actuación de los jueces y magistrados, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, y no a la opinión y sensibilidad sociales, como se ha dicho estos meses. La interpretación del juzgador es necesaria en un Estado de Derecho.
Ante la propuesta del Gobierno, y a falta de mayor concreción, es necesario hacerse muchas preguntas. Y, como en casi todas las propuestas políticas, falta lo esencial, lo que hace que una deje de ser palabrería y pase a ser una verdadera propuesta. En el caso que nos incumbe, faltan los términos concretos en los que el Gobierno modificaría el articulado. Sin texto, es imposible iniciar un debate serio. Sin texto, todo debate es en vano y se asienta en presupuestos vacíos. Qué menos que los ciudadanos pidamos que aclaren cómo quedarían los delitos tras la reforma y, lo que es más importante, qué incluirían que no esté ya incluido en el Código Penal.