El procés doblepensante

Las cifras son elocuentes, 2.079.340 de catalanes se decantaron por la opción soberanista en las últimas elecciones celebradas en Cataluña el pasado 21 de diciembre. Una tasa que apenas se ha modificado desde hace dieciocho años: entre el 47% y el 49% de los votos son para el bloque, antes nacionalista, ahora independentista. Repárese además que, en esta última convocatoria electoral, esa cifra de más de dos millones de votantes se alcanzó después de las jornadas parlamentarias del 6 y 7 de septiembre, del denominado referéndum del 1 de octubre y de la declaración unilateral de independencia de 27 del mismo mes.  Según el último sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió [CEO] de julio de 2018, el bloque secesionista obtendría, en unas hipotéticas elecciones, el 48,9 % de los sufragios. Nada cambia, por tanto, desde hace dos décadas. Ni va a cambiar.

Surge entonces por parte de muchos la manida pregunta ¿Cómo es posible que, con todo lo que ha llovido, con las revelaciones de toda índole que han visto la luz en los últimos años, con las reconocidas y reiteradas quiebras de la promesas programáticas por parte de sus líderes, con el deterioro económico, político y convivencial de esa sociedad, se mantenga incólume la voluntad política de más de dos millones de ciudadanos?

Diferentes analistas y comentaristas políticos consideran esa asombrosa resiliencia como el resultado de un sistema educativo profundamente adoctrinador; otros ponen el acento en la indeleble huella que los medios de comunicación han dejado en los ciudadanos de esa comunidad durante años y otros, finalmente, apuntan más a una trabada red clientelar que cautiva indefectiblemente la voluntad del elector.

No creo ni que la educación sea un factor nodal en este ámbito, ni que los medios tengan la influencia que se les presume ni que, finalmente, el clientelismo sea un vector decisivo en este escenario. En primer lugar, es axiomática la existencia de más de un cincuenta por ciento de la población sobre la que no ha funcionado ese adoctrinamiento educativo; por otra parte, el rol de los medios de comunicación como moldeadores de conductas está en franca regresión con respecto a las redes sociales, como se ha evidenciado en los últimos procesos electorales en países con una tradición periodística tan arraigada como Reino Unido, Italia o Estados Unidos y, finalmente, es muy cierto que hay un porcentaje de independentistas «profesionales» para quienes el «procés» es un modo de vida, pero si, ni la extinta Unión Soviética, ontológicamente clientelar, fue capaz de contener la frustración generada en sus ciudadanos por sus gobernantes, no parece que en Cataluña ese aspecto pueda justificar esa recalcitrante actitud.

Desilusión, malogro, desengaño, quizá esa sea la clave que explica la obstinada  lealtad  a una utopía disponible en un momento de incertidumbre política, económica y social provocada por las consecuencias del crac financiero de 2008, y cuyo objetivo fue sustituir la ausencia de los grandes relatos ideológicos que habían fracasado hasta la fecha. Desde la Diada de 2012, se han sucedido los díes a quem para el independentismo sin que en ninguno de esos momentums cristalizara la prometida independencia rápida y sin costes que anunciaban los gurús de la desconexión, émulos de aquel Charles T. Russell, quien para cada profecía incumplida, disponía de una explicación que pacíficamente era asumida por sus seguidores.

¿Y cómo se combate esa desilusión no ya política, sino vital? Con la reafirmación conductiva. La mayoría de esos dos millones de catalanes imperturbables saben perfectamente que la independencia, tal y como les ha sido profetizada, no va a venir. No son ni mucho menos imbéciles. Pero esa consciencia del fracaso, unida al insensato franqueo de un Rubicón legal y moral, les dificulta extraordinariamente un repliegue razonable, lo que únicamente puede procesarse desde lo que Orwell definía como un «doublethink», el engaño consentido, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias a la vez y que faculta para propalar falacias, al tiempo que se cree sinceramente en ellas, olvidando todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, rescatarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negando la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se refuta.

Para gobernar y seguir gobernando en contra de los intereses de la ciudadanía, el que detenta el poder debe tener la habilidad de dislocar el sentido de la realidad, de forma que la sociedad pueda aceptar micrototalitarismos pensando que son manifestaciones de libertad, que puede asumir las crisis económicas como si fueran plenitud, o que encaje con naturalidad las contradicciones más groseras como si fueran manifestaciones de astucia política.

Gráficamente, ser capaces de erigir como clave de bóveda discursivo que en España hay presos políticos y, disponiendo de las llaves de sus celdas, no liberarlos inmediatamente. Créanme, no se lo creen.