El 1 de octubre, un enfoque semántico

Cercano el primer aniversario del 1 de octubre de 2017, parece conveniente reflexionar sobre los hechos acaecidos entonces y plantearse la pregunta que a menudo nos dirige la opinión internacional: ¿por qué España no permite a Cataluña celebrar un referéndum de autodeterminación?

Como suele suceder, la respuesta requiere una clarificación semántica.

Si por “referéndum” se entiende una pieza de un mecanismo de cambio jurídico-político, ya sea porque se califica como vinculante o, más ladinamente, se etiqueta como consultivo, pero se pretende exaltar su resultado como prueba de la voluntad del pueblo soberano, la respuesta es clara: porque eso no solo sería ilegal, sino muy injusto.

De lege data, la Ley es categórica. En lo que toca al referéndum vinculante, su aceptación supondría saltarse a la torera el procedimiento de reforma constitucional, el cual exigiría una consulta al conjunto de la nación española (168.3 CE), que es la soberana en estos términos, los del Derecho positivo. Y si hablamos de un referéndum consultivo, su autorización es también competencia exclusiva del Estado (149.1.32º CE).

Pero sobre todo conviene hacer lo que a menudo no se hace y es recordar por qué esas reglas deben prevalecer de lege ferenda. Naturalmente, la Constitución se puede cambiar y hasta existiría obligación moral de hacerlo si constatáramos que ello es una exigencia democrática…, mas no es así, todo lo contrario. La democracia, como enseñan los manuales de Derecho político, no se reduce a la regla de las mayorías: con un voto más, no se puede hacer cualquier cosa, sino que en todo caso han de respetarse los derechos fundamentales de todos. Sin ello, si no se garantiza una libertad ideológica, una libertad de expresión o una igualdad de oportunidades, no solo se atenta contra la dignidad del individuo, sino que ni siquiera cabe hablar en puridad de mayorías, porque el proceso de formación de las mismas está viciado de raíz. Ese equilibrio es lo que garantiza o intenta garantizar la Constitución de 1978, que no peca precisamente de reprimir el legítimo deseo de autogobierno de los catalanes. Y si algo se le puede reprochar al estatus presente, es que en cierto grado fracasa por dejar desprotegido al sector no independentista de la sociedad catalana. No es normal que TV3 sea un altavoz monocolor del separatismo; no es de recibo que se incumplan las decisiones judiciales sobre el peso de los idiomas en sistema educativo; es sangrante que se sancione el empleo del español en el letrero de un negocio o que las autoridades utilicen el espacio público para publicitar una opción ideológica (lazos amarillos), pero su policía marque de cerca a los que intentan limpiar ese espacio de símbolos partidistas… Por todo ello, es difícil creer que una hipotética república catalana sería un dechado de virtudes democráticas. No en vano sus defensores evitan cuidadosamente el debate sobre cuáles serían los valores de su Constitución y sus actos y declaraciones, de corte esencialista (catalanes de pura cepa somos solo algunos) y supremacista (los demás son paletos o traidores), hacen temer lo peor.

Ahora bien, ¿significa ello que debió enviarse a la policía a un cuerpo a cuerpo con los ciudadanos que intentaban votar el 1 de octubre pasado? A mi juicio, no. Eso fue un error jurídico y político, por la sencilla razón de que el dichoso “referéndum” era un fenómeno complejo, que albergaba una segunda acepción. Era lo ya descrito (una pieza de un engranaje perverso), pero con ello se entremezclaba el deseo de millones de ciudadanos de expresar un parecer colectivo. ¿Eran segregables ambas cosas, para darles también un tratamiento jurídico diverso, de forma que se pudiera combatir la una con todo el arsenal de armas legales, aunque tolerar la otra?

Desde luego no era ése el deseo de los movimientos independentistas, para cuyos fines la represión era una inestimable baza propagandista (tan es así que muchos tenían preparadas las fotos de las magulladuras aun antes del 1 de octubre…). Tampoco era admisible la disgregación para los constitucionalistas, quienes proclamaban que “si algo es ilegal, es ilegal, y no se puede permitir”.

Sin embargo, el ordenamiento jurídico sí ofrecía una solución más matizada. Para diseccionar el problema y dar a cada uno de sus componentes un tratamiento distinto, bastaba acudir a un principio general del Derecho, de rutinaria aplicación en muchos ámbitos: el de conservación de los actos. Si algo es ilegal y moribundo, pero lleva en sus entrañas otra cosa legítima, se puede sacar ésta y ponerla a salvo. De este modo, en los contratos, separamos las cláusulas válidas de las nulas; incluso solemos pactar que, si una disposición es nula, se entenderá sustituida por aquella otra que, siendo conforme a Derecho, mejor refleje la intención de las partes. De igual modo, el art. 50 de la Ley del Procedimiento Administrativo Común proclama que “los actos nulos o anulables que, sin embargo, contengan los elementos constitutivos de otro distinto producirán los efectos de éste”. Y el Tribunal Constitucional, al igual que el Tribunal de Justicia de la UE, cuando se enfrentan a una Ley que podría ser ilegítima, pero alberga en su seno una lectura pro Constitutione o compatible con el Derecho de la UE, practican una operación de urgencia para alumbrar esa interpretación admisible y entronizarla como vinculante.

Tal es lo que cabía haber hecho en este caso. En su vertiente de “mandato popular”, que se quería emplear como palanca para forzar un cambio institucional anti-democrático, el referéndum era ilegítimo, lo que autorizaba a encausar a los cargos públicos que lo organizaran o ampararan, siquiera por malversar el erario público para fines privados. En cambio, la conducta de los ciudadanos que acudían a las urnas bien pudo interpretarse pro Constitutione como una simple manifestación de una “opinión” y un “deseo”. No por vez primera (¡ya hubo otra, véase aquí!), los dirigentes del partido Podemos tuvieron razón cuando, pese a no compartir los objetivos del procés, quisieron visualizar la votación como lo que (en su particular jerga…) llamaron una “movilización popular”.

Debe tenerse en cuenta, además, que ese componente legal que pugnaba por salir a la luz no era cualquier cosa, sino el ejercicio de un derecho fundamental, la libertad de expresión. Los Tribunales Constitucionales apuntan que los derechos fundamentales producen un “efecto irradiación”. En este contexto, yo lo llamaría, con vitalismo orteguiano, el “efecto palpitación” o “el efecto brinco”. Ese retoño que está oculto en un cascarón ilegal, cuando es un derecho fundamental, golpea las paredes que lo encierran y exige al intérprete que lo libere y lo proteja.

Se me dirá, no obstante, que el alumbramiento que propugno no siempre procede. Cuando una cláusula nula es esencial, arrastra la nulidad de todo el contrato. Y hay disposiciones que adolecen de vicios, cánceres tan graves, que no son curables. ¿Era este el caso?

De nuevo, para despejar estas dudas, existe un principio jurídico muy recurrido, el de proporcionalidad, que es un pilar fundamental de nuestro Derecho Administrativo (vid. art. 4 Ley de Régimen Jurídico del Sector Público) y del acervo europeo. Los poderes públicos pueden limitar la libertad privada (el llamado licere agere) mediante medidas que sean útiles, necesarias y proporcionales para la consecución de un fin legítimo. Quiere esto decir que la actuación represiva debe servir de algo, ha de ser la menos gravosa posible de las útiles y no debe causar más daño que el que pretende evitar.

Pues bien, en el caso que nos ocupa había una medida, nada gravosa para la autonomía privada, que era tan útil como cualquier otra para el interés general. Bastaba una jugada semántica: declarar que eso no era un referéndum en el sentido constitucional y legal. A partir de ahí, si dos millones de personas querían reafirmar lo que ya sabíamos, esto es, que simpatizan con los partidos independentistas, yo se lo habría permitido. Como si querían repetirlo todos los días del mes de octubre, hasta que se aburrieran.

Otra medida como el cierre y custodia de locales públicos, no es que añadiera mucho, pero tampoco dañaba, si en efecto se hubiera verificado, como reclamaron fuentes policiales, de madrugada, antes de la llegada del público.

Ahora bien, la salida que se eligió (enviar a la policía a retirar las urnas de locales ya abarrotados) no solo resultaba innecesaria, sino que ni siquiera era idónea, en cuanto era contraproducente para los fines perseguidos: fue una empresa condenada al fracaso y su único efecto podía ser victimizar a los infractores de la Ley. Por eso, el Gobierno acabó suspendiendo el operativo, si bien después de regalar a los independentistas las muy valiosas fotos de empellones y porrazos, que tan bien supieron rentabilizar.

Moraleja pues, en mi poco autorizada opinión: si aquéllos vuelven dar la tabarra con la consulta popular, no vale la pena decretar otro 155 (total, para que dure dos días y vuelta a empezar…); apliquemos un antídoto de humor, esto es, dejémosles contarse por enésima vez…