Hoy entregan a Michael J. Sandel el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales
Según el acta de 30 de mayo de 2018, “con este reconocimiento, el jurado premia una obra ejemplar sobre los fundamentos normativos de la democracia liberal y la defensa tanto de las virtudes públicas como del pluralismo de concepciones del bien en nuestras sociedades. Además de su visión pública de la justicia, destaca por la crítica de los excesos de la lógica del mercado y por promover el debate para la solución de los principales dilemas morales (…). El jurado desea también subrayar la importancia del compromiso ciudadano con los valores de la democracia y la relevancia de la argumentación conjunta para resolver nuestras diferencias como sociedad.”
Apenas unos días después, el abogado Ruiz Soroa publicó en el diario El País un artículo (La decisión del general Lee) en el que tras criticar la postura comunitarista del premiado, terminaba señalando:
Según la Fundación Princesa de Asturias, el premio concedido a este filósofo moral lo es porque “su obra es ejemplar sobre los fundamentos normativos de la democracia liberal”. Con todo respeto, y en virtud de lo expuesto, nos permitimos afirmar que hay un error en lo que se refiere a “liberal”. Demócrata será, pero liberal desde luego no. Porque el general Lee eligió moralmente el mal.
Pues bien, al margen de tema secundario de si la Fundación ha cometido o no un error en los términos utilizados para describir al premiado (realmente en ningún momento le la calificado de “liberal”) lo que interesa analizar por encima de todo, especialmente en una época en la que la democracia iliberal avanza por el mundo a pasos agigantados, es si la Fundación se ha equivocado o no a la hora de premiar a un pensador capaz de defender la decisión del general Lee de luchar por su comunidad de origen pese a no compartir sus ideas, o incluso la opción de los voluntarios que se dedican a vigilar la frontera con México con el fin de avisar a la policía si ven a un indocumentado tratando de cruzarla ilegalmente (posturas típicamente comunitaristas). Es decir, en un momento histórico en lo que interesa por encima de todo es la defensa de nuestra democracia liberal gravemente amenazada, si la Fundación ha premiado a un dinamitero.
En realidad, por muchas reservas que nos susciten sus opiniones comunitaristas (y a mi me suscitan bastantes) la Fundación no ha premiado a un dinamitero, pero tampoco a un liberal de la vieja escuela, desde luego. Ha premiado a alguien muchísimo mejor: a un auténtico bombero de nuestras democracias liberales.
Como las grandes familias aristocráticas, la familia liberal es grande y mal avenida. En ella tenemos la rama originaria, los de la sangre limpia que descienden de la pata del Cid, y luego un montón de ramas mestizas (comunitaristas, utilitaristas, republicanos, socialdemócratas, etc.) a los que los primeros niegan o discuten el nombre. Quizás con razón, pero lo cierto es que los segundos saben que si la familia va a subsistir, será gracias a ellos. Simplemente, porque los puros han sucumbido al sueño religioso providencialista inserto en su más íntimo genoma, que identifica la búsqueda de los intereses egoístas con el progreso colectivo; y lo cierto es que por esa vía la familia amenaza desaparición, y todos con ella.
Sandel ha dedicado toda su vida intelectual a combatir una serie de postulados básicos del liberalismo clásico, básicamente dos: el que los derechos individuales no pueden ser sacrificados al bien común, y el que los principios de justicia que especifican esos derechos no pueden estar basados en ninguna visión particular de la vida buena. La asunción acrítica de estos postulados ha contribuido como pocas otras cosas a la actual fractura social en las democracias avanzadas, especialmente en EEUU. Pongamos solo dos ejemplos.
El Estado de Bienestar es el bote salvavidas de la democracia liberal, especialmente ante la ola tecnológica y globalizadora que se nos viene encima, pero desde los principios ideológicos del liberalismo puro resulta indefendible por incoherente. Los intentos de Rawls al respecto (el famoso principio de la diferencia) son baldíos porque terminan siendo incongruentes con sus presupuestos, y su evidente ausencia de capacidad persuasiva está a la vista de todos: reticencia e incomprensión ante las políticas sociales, culpabilización del pobre y del marginado, rechazo del emigrante, judicialización de las discrepancias políticas, etc.
Una democracia liberal sin liberalismo es algo malo, pero sin democracia resulta casi peor. El resentimiento generado por la pérdida de control democrático, en opinión de sectores cada vez más amplios de la sociedad, está motivado por causas muy reales. Entre ellas destaca la configuración liberal de los derechos como “triunfos” blindados frente a cualquier presión democrática. Los conflictos políticos no se resuelven discutiendo primero y luego votando, sino en los Tribunales superiores o constitucionales, que son los únicos legitimados para resolver preferencias entre derechos en colisión (por cierto, que el problema social por excelencia de la sociedad capitalista iba a ser la antinomia derecho contra derecho, los dos llevando consigo en la boca el cuchillo de la ley, ya fue anticipado por Marx en El Capital).
La lucha sin cuartel por la designación de jueces en el Tribunal Supremo de los EEUU es el paradigma fundamental de una sociedad que ventila sus diferencias “culturales” no en el foro público, discutiendo sus ventajas e inconvenientes, sino por la puerta de atrás, pleiteando en función de su mayor o menor legitimidad jurídica (y por ello sin esperanza alguna de llegar jamás a entenderse). Por esa vía, la elección democrática (para la presidencia o el Senado) se convierte en un mero medio o instrumento de influencia judicial.
Salvar al liberalismo de los “auténticos” liberales se ha convertido en sinónimo de salvar la democracia liberal de las contradicciones que amenazan acabar con ella. Entender que una comunidad política, por el mero hecho de existir, nos impone obligaciones de solidaridad, y que ciertas cuestiones están sujetas a una jerarquía valorativa que merece discusión pública y a la postre, inevitablemente, voto democrático, no solo no amenaza a la democracia liberal, sino que constituye su último salvavidas. Otra cosa, por supuesto, es dónde pongamos los límites de la comunidad (físicos y espirituales) pero eso ya es otra historia.
Por eso, cuando Michael Sandel se levante hoy a recoger el premio, los defensores de la democracia liberal podremos estar tranquilos y, por supuesto, agradecidos.
(Pueden ver la entrevista que Hay Derecho realizó al premiado con ocasión de su visita a España en 2013 en este enlace: Aquí)
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.