Uso y abuso de los decretos-leyes

De hecho, la progresiva erosión de los poderes legislativos del parlamento, que hoy se limita con frecuencia a ratificar disposiciones emanadas del ejecutivo mediante decretos con fuerza de ley, se ha convertido desde entonces en una práctica común”

(Girogio Agamben, Estado de excepción. Homo sacer II, 1, Pre-Textos, 2004, p. 18)

 

En esta época en que la demanda de democracia, vestida con ropajes simplistas y hasta manipuladores, se reivindica una y otra vez, sorprende especialmente el impetuoso despertar de la figura del decreto-ley como medio de legislar ya (casi) ordinario. Las cifras lo dicen todo: en lo que llevamos del año 2018 se han aprobado por las Cortes Generales 7 leyes ordinarias (ninguna orgánica) y, en el mismo período de tiempo, han visto la luz 15 Reales Decretos Leyes (12 de ellos aprobados por el Gobierno actual, que lleva apenas cuatro meses en el ejercicio de sus funciones). El Parlamento dormita plácidamente como una institución incapaz de cumplir su misión constitucional, con las inevitables consecuencias que ello tiene para la ciudadanía.

Cabe resaltar que de un total de 22 normas con rango de Ley aprobadas hasta hoy en 2018, poco más del 30 por ciento lo han sido por el Parlamento, mientras que casi el 70 por ciento llevan el sello gubernamental. Y si fijamos la atención en el período del actual Gobierno, el porcentaje es sencillamente abrumador, al menos en lo que a aprobación de decretos-leyes respecta (12 decretos-leyes sobre 15 en total durante 2018). Se puede afirmar que al actual Gobierno le encanta (al menos de momento) legislar ordinariamente por vía de excepción, algo precisamente alejado como práctica de los estándares propios del Estado democrático-constitucional. Pero esto, al parecer, a nadie importa. Tampoco al Gobierno ni al partido o partidos que le apoyan. Ni siquiera a la oposición, como luego se dirá.

Conviene subrayar que esos datos empeoran notablemente la ya preocupante tendencia de los diferentes Ejecutivos al uso y abuso de la figura del decreto-ley en la España constitucional de 1978. Así lo han puesto de relieve autorizados profesores de Derecho Público, tales como Ana Carmona, Luis Martín Rebollo o Manuel Aragón Reyes. Los relativamente recientes estudios empíricos desarrollados por Martín Rebollo y Aragón Reyes son demoledores. Este último autor puso de relieve que, por ejemplo, en los años 2011-2015 (los años de plomo de la crisis económica, momentos en los que esa legislación de excepción reverdece) los decretos-leyes aprobados fueron 99 frente a 166 leyes ordinarias y 53 leyes orgánicas. Así, afirmaba que “de norma excepcional el decreto-ley se ha convertido en una norma ordinaria, prácticamente alternativa a la legislación parlamentaria”. Ahora no hay situación de excepción económica, pero sí (al parecer) política. Y se baten sobradamente esas elevadas marcas. El decreto-ley ya no es “norma prácticamente alternativa” sino “sustitutiva” de la Ley.

Estas cifras no admiten objeción alguna. Tampoco cabe la burda justificación de que gobernar con minoría absoluta exige tales componendas: el complejo y alambicado contexto político no puede justificar el recurso ordinario a la legislación excepcional. Quizás debamos retornar a los conceptos más básicos, con tanta frecuencia ignorados o ninguneados, siempre de forma interesada. Veamos.

La forma parlamentaria de gobierno se fundamenta en el apoyo de la mayoría parlamentaria y, por tanto, en la viabilidad de legislar a través de ella. Gobernar en minoría requiere pactos, gobernar en minoría absoluta obliga a llevar a cabo equilibrios infinitos sobre una pirámide de bolas de billar que es la pretendida mayoría en la que se sustenta el Gobierno, parafraseando a Schumpeter. El Parlamento es el órgano constitucional que tiene atribuida constitucionalmente la potestad legislativa, precisamente por ser la institución representativa por excelencia, gozando la Ley a tal efecto de una dignidad democrática que no tienen otros productos normativos cuya procedencia es gubernamental (como son los “decretos” sin adjetivos, que con tanta frecuencia confunden los medios de comunicación con los decretos-leyes). Además, el procedimiento legislativo tiene una impronta democrática ineludible, dado que es un procedimiento deliberativo y público (con “luz y taquígrafos”), donde se contrastan las diferentes opiniones y puntos de vista que representan las fuerzas políticas presentes en las Cámaras y que, con mayor o menor distancia, fueron un día reflejo de la opinión de los electores.

El decreto-ley, por el contrario, es una disposición normativa (por muy provisional que se tache, hasta su convalidación por el Congreso de los Diputados o, en su caso, su tramitación como proyecto de ley) de naturaleza exquisitamente excepcional, en cuanto que altera o perturba el modo ordinario de producción parlamentaria de las leyes. Su procedimiento de elaboración, por su propio carácter, no goza de ningún atributo de publicidad ni de deliberación: es la antíttesis de la transparencia, pues lo elabora y aprueba el Ejecutivo en la sombra de las covachuelas de La Moncloa o de los propios ministerios. Ni siquiera se somete a consulta pública ni tampoco se difunde en el Portal de Transparencia. Aparece abruptamente publicado en el “BOE”. Y todos los ciudadanos nos desayunamos con él, salvo que hayamos leído el resumen del Consejo de Ministros del día anterior. El recurso a esta figura normativa excepcional solo puede hacerse, como es harto conocido, cuando se cumpla el presupuesto de hecho habilitante o lo que se conoce como la concurrencia de razones de extraordinaria y urgente necesidad que justifiquen la adopción excepcional de las medidas normativas a aplicar. Y tal disposición normativa excepcional no puede regular cualquier materia, sino que tiene campos vedados expresamente por decisión constitucional (así establecidos en el artículo 86.1 de la Constitución). Todo esto es conocido, también por el Ejecutivo, pero –como recordaba Carl Schmitt- cuando se trata de adoptar medidas de excepción “ningún Gobierno muestra un gran interés por la precisión jurídica”.

Esas exigencias constitucionales, además, han sido interpretadas durante varias décadas de forma enormemente complaciente para los distintos Ejecutivos anteriores por el Tribunal Constitucional (tendencia que ha endurecido algo en pronunciamientos recientes), lo que ha facilitado la multiplicación desproporcionada de la figura de los decretos-leyes y un deterioro efectivo de la capacidad legislativa y de la propia institución del Parlamento español. Pues digámoslo claro: nunca es lo mismo que legisle el Parlamento a que lo haga el Ejecutivo. El principio democrático sufre, se tensa o, inclusive, se subordina o desprecia. Y, llevado a los extremos que se están alcanzando, puede llegar a hacer incluso casi superflua la existencia de la institución parlamentaria, al transmitir con fuerza la impresión de que el principio de separación de poderes es mera coreografía (algo de eso hay, efectivamente, en nuestro sistema político-constitucional). De tal modo que la tarea de legislar se transforma, así, en una suerte de función intercambiable entre el Legislativo y el Ejecutivo, lo cual pervierte por sí mismo el propio enunciado y las funciones de los dos poderes.

No creo que sea necesario recordar –como es de dominio común- que el uso y sobre todo el abuso de esa legislación excepcional ha sido (y es) una característica de regímenes dictatoriales, totalitarios, autoritarios o de democracias de baja calidad. La dictadura franquista, ahora que parece renacer la olvidada imagen del dictador, frecuentó muchísimo esa categoría normativa, que incluso fue (con la atribución al dictador de emanar “leyes de prerrogativa”) su motor inicial. Y no digamos Hitler, que legisló por medidas de excepción desde 1933 hasta el final de su régimen, como atentamente puso de relieve Giorgio Agamben, en una suerte de estado de excepción continuo. Las democracias avanzadas, donde existe la figura u otra similar (que no son todas ni mucho menos), hacen un uso prudente y proporcional de tales atribuciones excepcionales. Lo que no es nuestro caso. Y eso es un grave síntoma.

Da la impresión de que todas las fuerzas políticas en liza, estén en el gobierno o en la oposición, se empiezan a encontrar muy cómodas con el Derecho Constitucional de excepción, que cada día echa raíces más fuertes en nuestro sistema político. En una política marcada por la hipérbole, el escaparate y el ofrecimiento de baratijas (todo es gratis) o de cualquier ocurrencia que pueda captar la atención de un desorientado electorado, las cuestiones más esenciales como son las formas parecen olvidarse o, al menos, no se les da la importancia que merecen. Y ello me conduce a otra observación: no parece haber hoy por hoy ninguna fuerza política que abogue decididamente por restablecer en todo su alcance la normalidad constitucional en el devenir de nuestras instituciones, con lo que ello implica de reducir la excepción a lo que realmente es e imponer las reglas ordinarias (“la normalidad”) del juego constitucional. También a la hora de legislar. Y esto es sencillamente desolador. El uso desmesurado de la legislación de excepción, por lo que ahora importa, es un síntoma del deterioro institucional evidente. Se ha producido una banalización del instrumento excepcional del decreto-ley, como ya advirtiera el profesor Martín Rebollo, que está teniendo como consecuencia obligada dotar a la Ley y al Parlamento de un papel residual en lo que constitucionalmente es su función existencial. Pero no es el único síntoma de deterioro, sino uno más. La oposición también esgrime un día sí y otro también el uso “ordinario” de otros mecanismos extraordinarios de defensa del Estado Constitucional, cuando no bendice con sus votos la convalidación de tales normas excepcionales.

Convendría una reflexión pausada sobre estas formas de actuar. Pues cuando la normalidad constitucional se abandona o no se utiliza convenientemente, así como cuando las instituciones constitucionales, tales como el Parlamento, dormitan o se usan torticeramente, la democracia real (que no es otra cosa que el control efectivo del poder para evitar la tiranía y frenar el despotismo o el abuso) se desdibuja hasta límites insospechados. Y se puede llegar, incluso, a barruntar en el horizonte el desplome del sistema. Espero que sean señales falsas. Por el bien de todos.