¿Para frenar el populismo hay que convertirse al populismo?

O dicho de otra manera, para evitar que VOX crezca, ¿hay que asumir y difundir su mensaje? (Lo mismo podríamos preguntarnos respecto de otros populismos, como los nacionalistas o bolivarianos). No parece muy sensato y, sin embargo, esto es lo que está ocurriendo en toda Europa… y parece que ahora nos llega el turno. Pues bien, lo cierto es que si ocurre es por algo: al fin y al cabo todo lo real es racional, por muy irracional que nos parezca a primera vista.

Efectivamente, ciñéndonos ahora al nacional populismo de derechas, no cabe duda de que los partidos limítrofes al populista en la escala derecha –izquierda tienen importantes incentivos para incorporar a su mensaje político algunos temas típicos de este movimiento (con mayor o menor alcance dependiendo de la situación e historia de cada uno): miedo a la inmigración descontrolada, enaltecimiento de la nación, egoísmo y corrupción de las élites, abuso del estado del bienestar, aversión al cambio, etc. En el mercado político el competidor colindante es siempre el principal enemigo (el del otro lado del espectro es solo un adversario necesario), y la forma más fácil de dañarle es quitarle los votos. Es verdad que solo interesa si las pérdidas ocasionadas por el desplazamiento son debidamente compensadas por las ganancias, pero con un poco de prudencia eso puede conseguirse con cierta facilidad.

Esto explica también la profunda crisis de la socialdemocracia europea que, al estar más alejada en el eje derecha – izquierda, no puede desplazarse con tanta comodidad a coste reducido. Tiene que optar de forma muy radical entre conservar a los votantes culturalmente progresistas y liberales, o a los más sensibles a los temas nacional populistas; y, al haber optado normalmente por los primeros, el resultado está a la vista de todos: el lepenismo en Francia, como en otros lugares de Europa, se nutre a mansalva de votantes socialistas provenientes de los cinturones industriales y de comunidades rurales.

Pues bien, si nos abandonamos a la inercia del mercado político y dejamos que las cosas transcurran aquí como en el resto de Europa, no deberíamos sorprendernos luego por el resultado: populismos crecidos en ambos extremos del espectro, partidos democratacristianos y liberales corrompidos ideológicamente, socialdemocracia fracturada, y todo ello sazonado con una variada oferta de “hombres o mujeres fuertes” con escaso respeto al marco institucional. Dicen que las personas inteligentes (supongo que también los países) no aprenden por experiencia propia, sino por la ajena, porque a la postre resulta mucho más complicado resolver un grave problema una vez producido que prevenirlo. Nosotros tenemos la suerte de estar a tiempo de hacerlo, al menos en gran medida. ¿Sabremos aprovechar la oportunidad?

Para ello deberíamos identificar adecuadamente qué temas típicos del nacional populismo tienen más tirón en nuestro país, y si obedecen a un fundamento real. Afortunadamente, la inmigración en su vertiente cultural no es todavía uno de ellos. La inmigración mayoritaria en España es de origen latinoamericano, con el que presentamos una casi total identidad o afinidad. Respecto de la de origen musulmán es todavía reducida y no ha dado lugar a guetos importantes y numerosos como ha ocurrido en otros países. Por supuesto, el que el choque cultural sea menor no significa que el tema sea irrelevante, porque la inmigración sí puede conectar con otro tópico típico del nacional populismo: el abuso del estado del bienestar. Pero la psicosis de abuso en España  no se genera tanto por su existencia real, obviamente, como por las deficiencias e incertidumbres muy reales en el funcionamiento de nuestro estado del bienestar y especialmente, por el malestar de fondo que provoca, en general, el defectuoso funcionamiento de nuestra democracia.

No ayudan ni la corrupción sistémica de nuestros grandes partidos, ni los asombrosos casos de deterioro institucional que hemos presenciado en los últimos meses: desprecio absoluto del marco legal por el Gobierno de la Generalitat, descarada manipulación política del Consejo General del Poder Judicial, lamentable espectáculo ofrecido por el Tribunal Supremo con ocasión del impuesto de AJD, abuso constante del Decreto-Ley por el Gobierno, captura completa por el partido del Gobierno de organismos supuestamente independientes, etc. etc.

El desapego al sistema político, la percepción de que los partidos no piensan en los ciudadanos sino en ellos mismos, la conciencia de que las cargas sociales no se reparten de manera justa, de que la voz de un número cada vez mayor de personas no tiene posibilidad de ser escuchada, está en el corazón de las reacciones viscerales anti sistema que hemos convenido en calificar de populistas. Pueden ser más o menos reales, pero la sensación cuenta. Según una reciente encuesta (Pew) solo el 25% de los españoles está satisfecho con la forma en que funciona nuestra democracia, a la altura de Venezuela y Brasil y muy por debajo de Sudáfrica o Nigeria. En definitiva, el voto populista es el voto del que siente que no participa ni puede participar en un sistema trucado.

Hasta qué punto el populismo no es tanto una reacción anti liberal como una consecuencia necesaria de la evolución inercial del liberalismo democrático, es una propuesta sugerente que merecería ser estudiada con más detenimiento. Baste decir ahora que el populismo no va a ser derrotado con más liberalismo, al menos del tipo que hemos venido disfrutando en las últimas décadas.  Si queremos defender nuestras sociedades liberales y democráticas deberíamos fijarnos un poco más en una corriente hermana, pero de estirpe muy diferente: el republicanismo.

Por supuesto que por republicanismo no entiendo la forma de gobierno republicana frente a la monárquica, con la que algunos parecen obsesionados en los últimos tiempos, lo  que a estos efectos es completamente intrascendente. Me refiero a la corriente de pensamiento político que vincula de manera esencial la libertad de los ciudadanos con los poderes e instituciones del Estado. Para el republicanismo esas instituciones no son una mera garantía de libertad individual, como piensa el liberalismo clásico (lo que implica la posibilidad teórica de sustituirlas por otros medios) sino la misma esencia de la libertad, de donde nace la única posible autonomía ciudadana frente a los poderes fácticos de cualquier sociedad. Como decía James Harrington en los albores de la revolución inglesa, el secreto fundamental de un gobierno libre lo conocen dos niñas a las que se les pide que corten un pastel: una divide y la otra escoge.

En nuestra actual España la arquitectura institucional ha sido tan maltratada que ya nadie se fía de que el que corte no escoja. Y no podemos olvidar que las instituciones son importantes no meramente por cuestiones instrumentales o de eficacia, sino porque ayudan a extender el sentido de responsabilidad compartida. Gracias a ellas (cuando no han sido capturadas) no sospechamos que las decisiones tomadas en nuestro nombre y que nos afectan son decisiones tomadas por “ellos” en su propio beneficio, sino que en el fondo son decisiones tomadas por nosotros (J. R. Lucas).

Por eso, el populismo no se combate sirviéndole de caja de resonancia. No se combate pensando solo en sus vías de escape (muchas veces tan desencaminadas, como ocurre con la inmigración) sino enfrentando sus causas más profundas. Sin duda la tarea es ingente, pero deberíamos empezar recuperando la dignidad de nuestro entramado institucional, piedra angular del Estado democrático.