El caso Kavanaugh (EE.UU.): otra forma de elegir a los jueces del Supremo

En el frontal del edificio de la Corte Suprema del Estado de Nueva York consta la siguiente inscripción: “The true administration of Justice is the firmest pillar of good government”. Es una cita extraída de una carta escrita por George Washington, primer presidente de los Estados Unidos (EEUU) al primer Fiscal General, Edmund Randolph, el 28 de septiembre de 1789.

Esta filosofía sobre la Administración de Justicia en relación con el gobierno de la cosa pública, tiene origen en el nacimiento del sistema conocido como common law, el “derecho común”, tan entroncado con el espíritu racionalista de la concepción normanda de la vida.

En otras palabras, para el common law, la buena administración presupone la buena aplicación del Derecho y a su vez, la aplicación del mismo depende de los jueces, por eso los jueces contribuyen a la vertebración del Estado. Se crea así un sistema esencialmente jurisprudencial, donde los jueces son auténticos creadores de derecho. De esta manera, es muy importante en la cultura jurídica anglosajona el papel y la filosofía jurídica de cada juez, ya que esta última tendrá efectos directos sobre el derecho y su aplicación.

Pues bien, en el caso de los EEUU, el máximo órgano creador de jurisprudencia y que resuelve en ultima instancia las cuestiones constitucionalmente más relevantes, es el Tribunal Supremo. Por eso, el nombramiento de los jueces que lo componen es un acontecimiento de general seguimiento dentro y fuera del país: no en vano, los miembros del mismo pueden llegar a reformar las leyes y la vida de la sociedad.

En efecto, como es sabido, el poder para nombrar a los jueces del Tribunal Supremo de los EEUU recae en el Presidente, con el consejo y consentimiento del Senado. Así, una vez firmada la propuesta del Jefe del Estado, esta se envía al Senado para su “advice and consent”. En este punto, una fase relevante del proceso de nombramiento es la “audiencia de confirmación”. Es un verdadero “juicio inquisitorial”, hoy en día muy mediatizado, donde el candidato tiene que defenderse de todas las criticas manifestadas por los allí presentes. Deberá responder sobre aspectos ideológicamente sensibles, decisiones judiciales adoptadas en el pasado y sobre asuntos que pueden llegar a cruzar la línea de la vida privada del aspirante. Finalmente, si adquiere la mayoría de la cámara, el Presidente firmará oficialmente el nombramiento.

En concreto, un reflejo de esta sensibilidad a la elección de los jueces del Tribunal Supremo ha sido el reciente, mediático y controvertido debate en la sociedad americana sobre el nombramiento como juez del Tribunal Supremo de Brett Kavanaugh. Junto a cuestiones de carácter personal, ha aflorado con intensidad la discusión de cómo podía afectar su filosofía jurídica a la futura jurisprudencia económica del Alto Tribunal.

Y es que en los EEUU se entiende que un pilar básico de la buena administración es la regulación económica. Así como en las campañas presidenciales el debate económico es parte esencial de las mismas, la sociedad norteamericana quiere saber también qué jurisprudencia de contenido económico va a emanar de su Tribunal Supremo y por tanto qué aspectos de esta jurisprudencia van a influenciar en sus vidas privadas. En el caso del juez Kavanaugh, han sido las organizaciones de pequeños y medianos empresarios los que han defendido a ultranza el nombramiento del citado juez al ser los grandes beneficiarios de su filosofía jurídica, partidaria de la desregulación en materia económica. Y es que Kavanaugh se ha pronunciado en numerosas ocasiones sobre la forma de interpretar la Constitución, adoptando la teoría originalista. Así, en materia económica, ha defendiendo el predominio de la redacción original de la Constitución de los EEUU en contra de la práctica en la actividad económica de las agencias regulatorias, cuya interpretación de la ley sobrepasa, a su juicio, su autoridad legal provocando costes en la actividad económica como consecuencia de los excesos regulatorios.

En otras palabras, el conjunto de actores que conforman la sociedad americana quieren interesarse sobre la jurisprudencia futura que genere el Tribunal Supremo, razón por la cual les importa el perfil jurídico-económico de los candidatos llamados a integrar el mismo. Así, en los EEUU, el control sobre la jurisprudencia futura es de carácter previo.

Sin embargo, todo lo contrario ocurre en España, donde los debates sobre la jurisprudencia son de carácter reactivo: una vez que la misma se ha producido. Y es que, a diferencia de los EEUU, en nuestro país no existe ni en las hemerotecas, ni en los informes oficiales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ni Congreso de los Diputados o el Senado, rastro alguno de discusiones en relación a la filosofía jurídica de un determinado magistrado candidato a ser miembro del Tribunal Constitucional o del Supremo.

En efecto, en el caso de España, los magistrados del Tribunal Supremo son designados discrecionalmente, con ciertos prerrequisitos, por el CGPJ. Existen discusiones sobre la ideología personal del magistrado, sí, pero más vinculadas a su pertenencia asociativa profesional. Falta el debate público sobre su pensamiento jurídico, económico o social a través del estudio de sus sentencias o sus publicaciones.

De esta manera, la sociedad se ve sorprendida, en el mejor de los casos, por la elección de un determinado candidato, o directamente, por la jurisprudencia generada por los mismos. Sin embargo, esta falta de debate no va unida a una ausencia de consecuencias, a veces económicas, para la sociedad: las recientes sentencias de la Sala Primera y Tercera del Tribunal Supremo que han afectado directamente al sector bancario son una buena prueba de esta afirmación.

En definitiva, es cierto que la influencia ideológica en las resoluciones judiciales debe ser observada de modo distinto en un Estado donde sus jueces son creadores de derecho por encima de la ley, que en un Estado positivista (aunque cada menos), como el nuestro, donde los jueces son aplicadores de la ley. Pero también es cierto que en España la jurisprudencia “complementará el ordenamiento jurídico” al “interpretar y aplicar la ley. Labor de complemento que poco a poco se va pareciendo a creación de Derecho, máxime cuando la sociedad española acude, cada vez más, a los tribunales para remediar fallos de los reguladores.

La jurisprudencia del Supremo puede llegar a afectar a la economía española: por eso deberíamos “pre-ocuparnos” más por ella.

 

“Mariconez” y Mecano: cómo el revisionismo puede lesionar los derechos de autor

En los últimos días los derechos de autor se han convertido en uno de los protagonistas de la palestra mediática, pergeñándose un intenso debate sobre la implicación, primordialmente social, que podría suponer una situación tan aparentemente inofensiva como el cambio de una sola palabra en una obra musical.

La controversia se generó por la petición de sustitución del término “mariconez” por parte de una concursante del programa televisivo Operación Triunfo en la canción Quédate en Madrid popularizada por el grupo Mecano hace treinta años; siendo posteriormente engrosada con las declaraciones del autor de la obra, José María Cano, y otros artistas como la propia cantante de la banda, Ana Torroja.

Esta peculiar situación pone de relieve un singular escenario legal que nos permite cuestionar si efectivamente la modificación de tan solo una palabra podría suponer una vulneración de los derechos de propiedad intelectual o, más acorde en este caso, de los derechos de autor.

¿A quién afecta realmente la polémica? El verdadero titular de los derechos de autor

Para comenzar y observando la sorprendente visceralidad de algunas reacciones contra la cantante Ana Torroja es necesario explicar inicialmente qué son los derechos de autor y a quién afectan en este supuesto. Así, dentro de los derechos de propiedad intelectual reconocidos en nuestra legislación [1], existen derechos que implican únicamente al propio autor y aquellos que se refieren a “otros titulares de derechos”, tales como artistas, intérpretes, productores o editores, entre otros. En este caso, la autoría de esta obra recae únicamente en José María Cano, el autor tanto de la composición melódica como de la letra de la canción, siendo irrelevante en este contexto de actuación en vivo que la obra haya sido popularmente interpretado por el grupo Mecano, formado por el propio autor, Ana Torroja e Ignacio Cano. Por tanto, José María Cano es el único -en su caso y como veremos- al que pudiera afectarle la decisión de cambiar dicha palabra de la letra de canción.

Dejando claro, por tanto, que José María Cano sería en exclusiva el afectado por la hipotética alteración que finalmente no ha ocurrido, debemos plantearnos entonces qué tipo de vulneración podría llegar a considerarse, en su caso, esa modificación de una palabra dentro de su obra.

Qué se entiende por transformación de una obra 

El derecho de transformación, recogido en el artículo 21 de la Ley de Propiedad Intelectual es, junto con otros derechos tales como la reproducción, comunicación pública o distribución, un derecho de explotación que se genera con la creación de la obra, es decir, se trata de un derecho de contenido patrimonial que persigue la defensa de la esfera económica que se genera en torno a la obra y que, en principio, debería beneficiar únicamente al autor. En concreto, este artículo 21 entiende como transformación cualquier cambio sustancial que pueda provocarse en una obra de tal modo que surja una nueva obra original derivada y distinta de la originaria; de modo que, si nos encontramos con este supuesto, deberíamos solicitar la autorización del autor o, en su caso, al editor musical que tenga cedidos estos derechos.

Ahora bien, ¿puede considerarse el cambio de una sola palabra en una canción una transformación tal que vulnere este artículo 21? En las distintas plataformas digitales y en el propio programa de televisión al que nos estamos refiriendo se han llevado a cabo modificaciones de obras, incidiendo en el ritmo, la melodía o la armonía de las canciones sin que, en principio, se haya solicitado ningún tipo de autorización. Esto es así debido a que estas adaptaciones son calificadas por nuestros propios tribunales [2] como modificaciones técnicas de escasa importancia, es decir, carecen de la creatividad y originalidad suficiente para derivar en una obra nueva distinta de la originaria. Por tanto, en estos casos de covers o versiones que no reúnen carácter original, no sería necesario solicitar la autorización del autor para el derecho de transformación (cuidado, únicamente para este derecho, sí se precisaría para cualquier otro uso que se estuviera haciendo de esa obra musical).

Volviendo entonces a la pregunta que nos hacíamos, ¿es la modificación de una sola palabra en la canción un cambio de escasa importancia que no precise autorización para el derecho de transformación? Teniendo en cuenta que se trata de un único término que, anteriormente a esta polémica, no constituía una parte principal de la obra musical, resulta cuestionable, cuando menos, otorgarle esa relevancia en tanto que, realmente, con el mero cambio del vocablo “mariconez” por “estupidez” no se está produciendo el surgimiento de una obra nueva derivada de la anterior.

Pero, ¿qué ocurre con los derechos morales?

Aparte de los derechos puramente patrimoniales, el derecho de autor está formado también por otra vertiente cuyo objetivo se dirige a salvaguardar los derechos personalísimos e inalienables del creador de la obra, los derechos morales. Y dentro de estos derechos morales se encuentra el derecho a la integridad de la obra [3], el cual permite impedir al autor la “deformación, modificación, alteración o atentado contra ella [la obra] y continua concretando “que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación”. Por lo tanto, surgen dos cuestiones distintas al derecho de transformación, por un lado se refiere a cualquier deformación, modificación, alteración o atentado, es decir, aquí ya no se exige que el cambio sea tal que se genere una obra nueva, sino que cualquier variación de la obra puede llegar a considerarse una vulneración contra el derecho moral, siempre que se cumplan, eso sí, alguno de los otros dos requisitos, que suponga un perjuicio a los intereses legítimos o un menoscabo a su reputación.

Sentadas estas bases, cabría, por tanto, cuestionarse si el cambio de la palabra “mariconez” y las razones de esta alteración, es decir, el considerar que tiene un significado homófobo dentro de la canción, pueden llegar a considerarse una modificación tal que atente contra el derecho a la integridad de la obra que José María Cano en su día compuso. Teniendo en cuenta como se ha desarrollado la situación y las declaraciones del propio autor de la canción y los componentes del grupo que, cuando menos conocerán el motivo y el significado de la creación de esa canción, es evidente que el intento de alterar la obra atribuyendo a la canción original un sentido homófobo que el propio autor ha negado, supone un perjuicio en sus intereses legítimos y un menoscabo en su reputación.

Por tanto, podemos afirmar que la sustitución de la palabra “mariconez” por “estupidez” sí hubiera supuesto una vulneración del derecho moral del autor, en este caso José María Cano. Es más, esta modificación de la canción justificando una “adaptación a los tiempos” inicia un peligroso camino que podría llegar a atentar contra el derecho fundamental a la creación artística recogido en el artículo 20 de nuestra Constitución, el cual sólo puede ser limitado por el respeto al honor, intimidad, propia imagen y protección de la infancia y juventud, aspectos que, no pueden apreciarse en este supuesto. Pero, como escribiría Michel Ende, la violación de este derecho a la creación artística a causa del revisionismo de las obras es sin duda “otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.

 

[1] Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, regularizando, aclarando y armonizando las disposiciones legales vigentes sobre la materia

[2] Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de diciembre de 2012

[3] Artículo 14 de la Ley de Propiedad Intelectual

Art. 348 bis LSC: ¿se adecúa la reforma en tramitación a su justificación?

El Boletín del Congreso de los Diputados de 31 de octubre de 2018 publica el texto (aquí), aprobado por la Comisión de Economía y Empresa, con competencia plena, del Proyecto de Ley por el que se modifica el Código de Comercio, el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas, en materia de información no financiera y diversidad (procedente del Real Decreto-ley 18/2017, de 24 de noviembre).

En el texto aprobado y enviado al Senado, se ha incorporado, respecto del texto inicialmente aprobado como Real Decreto-ley 18/2017, una modificación del art. 348  bis LSC –se ha dado noticia de ello en el blog de Alfaro Águila-Real (aquí)- , polémico precepto que desde su aprobación por Ley 5/2011, ha sufrido múltiples críticas y un periplo relevante respecto de su vigencia.

Recordemos que el art. 348 bis LSC determina que “A partir del quinto ejercicio desde la inscripción en el Registro Mercantil de la sociedad” si la junta no acuerda como dividendo la distribución de al menos un tercio de los “beneficios propios de la explotación del objeto social… legalmente repartibles” el socio que hubiera votado a favor de la distribución, tendrá derecho de separación.

Los problemas que el precepto, aprobado desde 2011, plantean son relevantes en cuanto el reconocimiento del derecho al minoritario a participar de manera efectiva en las ganancias generadas por la sociedad, lo que puede afectar al propio funcionamiento de la sociedad, si ésta carece de activos líquidos para afrontar el pago derivado de la adopción del acuerdo de distribución o, en su caso, de la adquisición de las acciones/participaciones del socio disconforme que ha ejercido el derecho de separación.

Por ello,  si bien el precepto entró en vigor el 2 de octubre de 2011, se suspendió su aplicación desde el 24 de junio de 2012 hasta el 31 de diciembre de 2016 (según dispusieron sucesivamente la Ley 1/12, el Real Decreto-ley 11/2014 y la Ley 9/2015). Una vez levantada la suspensión de su vigencia, muchos problemas no se han solventado y las dudas sobre su aplicación siguen generando notables controversias.

En 1 de diciembre de 2017, el Boletín del Congreso de los Diputados, publicaba (aquí) una Proposición de Ley para modificar el artículo 348 bis de la Ley de Sociedades de Capital. Presentada por el Grupo Parlamentario Popular en el Congreso, se justifica en las dificultades financieras que el ejercicio del derecho referido podría ocasionar en las sociedades afectadas, generando descapitalización empresarial al obstaculizar la reinversión de los beneficios o en las dificultades para obtener financiación empresarial ante la existencia de contratos en los que se incluye limitaciones al reparto de dividendos. Así afirmaba: “Un problema de la puesta en práctica de este precepto, y que puede desestabilizar económicamente a muchas sociedades, es la posible falta de liquidez en la tesorería para abonar el dividendo, que evitaría ejercitar el derecho de separación. En la situación económica actual, muchas sociedades, pese a obtener beneficios, carecen de liquidez para satisfacer el dividendo mínimo legal, y su situación tampoco les permite restituir las aportaciones de sus socios en caso de que éstos ejerciten su derecho de separación por no haberse acordado el reparto del referido dividendo mínimo, pudiendo la aplicación del precepto avocar a muchas sociedades a la necesidad de solicitar el concurso de acreedores ante la falta de liquidez.” Sobre esta Propuesta véase la excelente entrada, en este mismo blog, de Álvarez Royo-Villanova (aquí) en la que me he basado para escribir ésta.

Para satisfacer la justificación de la Propuesta, se establecían determinadas modificaciones de la norma: la disponibilidad del derecho por vía estatutaria, que podrá modificarse o suprimirse con la unanimidad de los socios, salvo que simultáneamente se reconozca un derecho de separación a aquellos que hubiesen votado en contra; la necesidad de un período de obtención de beneficios, para reconocer el derecho referido, que debe ser de tres años consecutivos; el porcentaje a repartir para satisfacer el derecho del minoritario que pasaría de un tercio a un cuarto; la posibilidad de que la distribución pueda cumplirse en relación a un período de cinco años, considerando el reparto ponderado durante ese ciclo, por lo que el derecho de separación no procedería si, a pesar de que durante un año no se acuerda el reparto, el cálculo de los cinco años anteriores ha conllevado un reparto del 25% de todos los beneficios existentes durante el mismo; la consideración de todos los beneficios generados, incluyendo los extraordinarios o excepcionales, por lo que se suprime la referencia a los “beneficios propios de la explotación del objeto social”; se aclara que el derecho surge “transcurrido el quinto ejercicio”, por lo que se establece que el derecho, en su caso, surge respecto del quinto ejercicio al acordar la aplicación del resultado en el sexto; se excluye del ámbito del precepto a las sociedades en concurso, a las sociedades que se encuentren en el ámbito del art. 5 bis LC o que hayan acordado una refinanciación que satisfaga las condiciones de irrescindibilidad, establecidas en el art. 71 bis o DACuarta, ambos LC, ya que “Este tipo de sociedades se encuentran en una situación financiera difícil por lo que sería desaconsejable repartir dividendos.”; y por último, se excluye del ámbito de las norma, además de a las sociedades cotizadas, a las sociedades que se encuentren admitidas a cotización en un sistema multilateral de negociación.

Esta Propuesta fue retirada por el Grupo Parlamentario proponente, según se publicó (aquí) en el Boletín del Congreso de los Diputados de 14 de septiembre de 2018, de lo que se dio noticia en el blog de Sánchez-Calero Guilarte (aquí). Sin embargo, su contenido normativo propuesto y su exposición de motivos son de relevancia porque la misma propuesta se incluyó en la tramitación del referido Proyecto de Ley por la que se modifica el Código de Comercio, el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas, en materia de información no financiera y diversidad (procedente del Real Decreto-ley 18/2017, de 24 de noviembre), como enmiendas núm. 19 del Grupo Parlamentario Ciudadanos y núm. 108 del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso, según se publica en el Boletín del Congreso de los Diputados de 15 de marzo de 2018 (aquí). Las dos enmiendas son idénticas a la Proposición de Ley de diciembre de 2017, salvo que la enmienda del Grupo Parlamentario Popular, en lugar de determinar un reparto de una cuarta parte de los beneficios, se refiere al veinte por ciento de los mismos.

El texto incluido en el Proyecto de Ley citado, en tramitación actualmente, y que ha sido enviado al Senado, es un copia prácticamente exacta de las enmiendas referidas y, por tanto de la Propuesta, ya retirada, del Grupo Popular de diciembre de 2017. El texto incorporado y pendiente de aprobación en el Senado únicamente supone alguna corrección sin trascendencia. Por lo tanto, parece relevante tener en cuenta la extensa Exposición de Motivos de la Propuesta de Ley de diciembre de 2017 para poder entender el texto en tramitación y cuál es la mens legislatoris que ha movido a esta incorporación, en sede Parlamentaria, de una nueva redacción del art. 348 bis LSC.

Teniendo en cuenta que las novedades incluidas son las ya referidas al hablar de la Propuesta de Ley del Grupo Popular de diciembre de 2017, pueden hacerse algunas breves consideraciones sobre aquellos aspectos que, entendemos, mejoran la redacción actual y sobre aquellas cuestiones que no solventan parte de la problemática existente y que no parecen responder a la justificación esencial de la reforma.

En primer lugar, la disponibilidad del derecho de los socios mediante la inclusión de una cláusula estatutaria, aprobada por unanimidad o, alternativamente, por mayoría permitiendo al socio discrepante ejercitar ya entonces su derecho de separación, es elogiable tanto por admitir convertir la norma, que puede suponer un elevado compromiso patrimonial para la sociedad, en dispositiva, como por permitir, en todo caso, la salida al socio minoritario discrepante. Alfaro Águila-Real había defendido el carácter dispositivo de la norma, y en general de la legislación societaria, muy tempranamente (aquí). Más allá de la discusión dogmática sobre el tema, si la reforma fructifica, ya no habrá dudas sobre ello en este tema.

Por otro lado, la redacción en tramitación precisa algunos aspectos problemáticas del vigente art. 348 bis, tal y como se proponía. Así, aclara el ejercicio en el que cabe su aplicación o amplía los beneficios sometidos al ámbito de la norma. En este último caso, la reforma reconoce todo tipo de beneficios, incluyendo los beneficios extraordinarios o excepcionales. La inclusión de estos últimos y teniendo en cuenta que el derecho de separación no surge “si el total de los dividendos distribuidos durante los últimos cinco años equivale, por lo menos, al veinticinco por ciento de los beneficios legalmente distribuibles registrados en dicho periodo” puede alterar de manera sustancial la aplicación ponderada durante ese período y, lo que puede ser más importante, afectar a la reinversión de los beneficios derivados de la transmisión de activos que generen elevadas plusvalías, cuando la transmisión viene motivada en la posterior adquisición de activos que vengan a cumplir funciones similares (esto ya se encontraba, como recuerda Álvarez Royo-Villanova, en la justificación de la enmienda por la que se incluyó originariamente el art. 348 bis en la LSC -propuesto como art. 349 bis aquí-).

Al margen de las cuestiones referidas  (particularmente la disponibilidad), quizás lo más relevante de la reforma se encuentra en la delimitación de los supuestos en los que en el precepto no es aplicable, basándose en la justificación de la reforma expuesta (tanto en la Propuesta de Ley de diciembre de 2017, como en las dos enmiendas referidas) y que se fundamenta en “encontrar un equilibrio entre la sostenibilidad financiera de la sociedad y la legítima aspiración de los accionistas a participar de los beneficios cuando ello sea posible y razonable, es decir, mantener el espíritu del artículo, protegiendo a los minoritarios, pero sin que pueda ocasionar daños irreparables a las sociedades” (justificación de la enmienda número 108 del Grupo Parlamentario Popular).

En este sentido, la redacción en tramitación parlamentaria excluye a las sociedades que se encuentren en concurso, aquéllas que hayan realizado la comunicación prevista en el art. 5 bis LC y aquellas que hayan obtenido un acuerdo de refinanciación, que se encuentre en situación de irrescindibilidad en los términos del art. 71 bis o DACuarta, ambos LC.

Antes de analizar estos supuestos (los que se incluyen y los que, a nuestro juicio, equivocadamente no están incluidos) conviene recordar otra propuesta de modificación del precepto citado y que, por su interés en esta cuestión, debe ser reseñada. En Álvarez Royo-Villanova/Fernández del Pozo (aquí), se incluía una propuesta alternativa al precepto referido en la que, entre otras cuestiones, se establecía que “En ningún caso procederá el reconocimiento del derecho de separación cuando el reembolso que hubiere de producirse en favor del socio separado haya de comprometer gravemente la solvencia o la continuidad de la sociedad en el plazo de un año.” .

Si tenemos en cuenta la justificación de la reforma en tramitación, la redacción de la propuesta de Álvarez Royo-Villanova/Fernández del Pozo nos parece más acorde a las pretensiones de evitar una afectación de la sostenibilidad financiera de la sociedad. ¿Por qué la reforma no atiende a su propia justificación –incongruencias que ya señaló Álvarez Royo-Villanova en la entrada referida-?

Primero, porque, los supuestos previstos de exclusión de la aplicación de la norma (concurso, art. 5 bis LC, o acuerdos irrescindibles), atienden a situaciones de insolvencia existente, con carácter previo, al posible reconocimiento del derecho del socio (concurso o supuestos previstos en el art. 5 bis), que incluso pueden haberse solventado (convenio concursal o supuestos recogidos en el art. 71 bis o DACuarta, ambos LC). Contemplar la exclusión de esos supuestos, puede servir para la protección del interés social pero, en cualquier caso, es ajena y previa al reconocimiento de los derecho recogidos en el art. 348 bis LSC. La ajeneidad de los supuestos referidos en relación con el supuesto contemplado en la norma reformada, se puede advertir, especialmente, en los supuestos de concurso en que se esté en fase de cumplimiento del convenio.  Así, si no hay norma que prohíba, a una sociedad que se encuentre cumpliendo un convenio (con su aprobación se levantan todos los efectos de la declaración ex art. 133.2 LC ), que reparta dividendos si su situación patrimonial se lo permite, tampoco se termina de entender el porqué se excluye el derecho del minoritario que se pretende proteger con la norma. Debe tenerse en cuenta que el cumplimiento del convenio puede tener una duración muy elevada, dado que las esperas de los acreedores subordinados se computan tras el íntegro cumplimiento con los acreedores ordinarios (art. 134.1 LC) y suprimir el derecho del minoritario, encontrándose la sociedad concursada en situación de solvencia y con equilibrio patrimonial, puede no estar justificado.

Y en segundo lugar, siendo el principal reproche a la redacción de la norma que está en tramitación, se han obviado los supuestos en que los derechos tutelados conllevan a la insolvencia de la sociedad, o afectan, como indican Álvarez Royo-Villanova/Fernández del Pozo, a su continuidad en el plazo de un año. Por ello, a nuestro juicio, y valorando positivamente la reforma en tramitación, el legislador debería modificar el texto respondiendo a la propia justificación de la reforma. No debe ser contemplado la aplicación del precepto cuando se comprometa la solvencia o la continuidad de actividad de la sociedad, lo que, lógicamente, no tiene por qué ser coincidente con situaciones concursales, preconcursales ex art. 5 bis, o situaciones que se han solventado con un acuerdo de los previstos ex art. 71 bis o DACuarta, ambos LC. La reforma debe evitar que, para mantener la protección del minoritario, se quiebre la sostenibilidad financiera de la sociedad y para ello debe negarse el ámbito de tutela del socio discrepante, cuando ello conllevara a una situación de insolvencia o inviabilidad de la sociedad que, como plazo prudencial, pudiera establecerse en un año.

Álvarez Royo-Villanova/Fernández del Pozo, en su propuesta, abogaban por que en esos supuestos se pudiera designar, por el Registro Mercantil, a un auditor que pudiera justificar el riesgo. Aunque es una alternativa perfectamente viable, ante los costes que ello conlleva y teniendo en cuenta que lo que motiva el análisis es el riesgo de solvencia, quizás cabría otras opciones. Así, y teniendo en cuenta que lo relevante es que se justifique la exclusión del precepto en un análisis sobre si la sociedad puede hacer frente, a su vencimiento, a aquellas deudas que, con posterioridad a la adopción del acuerdo de aplicación de resultados, hubieran de ser abonadas, parece factible acudir a un test de solvencia que pueden realizar, certificando su resultado, los propios administradores. El test de solvencia ya se contemplaba en la Propuesta de Reglamento de la SPE o en la Propuesta de Directiva de la SUP. Sobre ello pueden verse los trabajos de Esteban Velasco (aquí) o (aquí) y de Pulgar Ezquerra (aquí).

La reforma supone una mejora notable sobre la redacción actual pero, para adecuarse a su propia justificación, debería incluir, sin perjuicio de otras cuestiones, en el ámbito de la norma, a las sociedades concursadas que hayan aprobado un convenio y excluir de su ámbito a aquellas sociedades que no superen una previsión de solvencia, porque la aplicación del derecho reconocido en el precepto pudiera afectar a la sostenibilidad financiera de la sociedad, en el plazo de un año, impidiéndole satisfacer sus obligaciones a su vencimiento.

 

Supremo y AJD: ¿fin del partido?

El pasado 25 de octubre, publicaba en el diario Expansión un artículo titulado “Supremo y AJD: minuto y resultado” (ver aquí PDF de la publicación 25OCT – Ignacio Gomá AJD) en el que resumía el estado de la cuestión en relación a la crisis de los Actos Jurídicos Documentados. En dicho artículo decía lo siguiente:

“La precipitación de los acontecimientos a raíz de la sentencia sobre el sujeto pasivo del impuesto de AJD de 16 de octubre de 2018 hace conveniente precisar algunas ideas para tener un panorama adecuado del estado de la cuestión.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que, si una sentencia ha declarado nulo un precepto reglamentario por ser contrario a lo que el propio Tribunal entiende que dice la ley, ese precepto no está ya en el Ordenamiento Jurídico y además se entiende que no lo ha estado nunca, porque lo que es contrario a la ley lo es desde que se promulgó y por tanto, no produce efecto. El artículo 68.2 del RITPAJD no está ya entre nosotros.

Ahora bien, ¿eso quiere decir que el sujeto pasivo de ese impuesto es el acreedor según la ley? No necesariamente, porque la Ley ITPAJD no aclara demasiado. Si tomamos como base la última sentencia, será así, pero, si nos fijamos en múltiples sentencias anteriores de la misma Sala, la respuesta será la contraria. No altera esta idea el que ayer se notificaran dos sentencias más de la misma sección, asunto, recurrente y fallo porque, obviamente el resultado no podía ser otro. Lo decisivo será saber qué criterio interpretativo va a mantener la Sala en el futuro sobre la ley, no ya sobre el reglamento, anulado. En este sentido, el Pleno del próximo 5 de noviembre puede ser útil si establece una doctrina unitaria. Aunque no deja de haber incertidumbres porque la sección especializada en cuestiones tributarias es sólo una y porque es muy dudoso que esa unificación pueda ser vinculante. Por tanto, estamos todavía expuestos a posibles montañas rusas jurídicas.

Por otro lado, es preciso tener en cuenta que la sentencia que nos ocupa se desenvuelve en el ámbito fiscal y, por tanto, sólo valdrá para determinar quién es el obligado tributario, permitir que el consumidor que ha pagado indebidamente pueda pedir que se le devuelva y, a su vez, que la Hacienda correspondiente reclame a continuación al banco. Todo ello dentro del plazo de prescripción de cuatro años.

Pero ¿se podrá reclamar al banco la devolución respecto de hipotecas anteriores, en las que se hubiera pactado que el impuesto era de cuenta del deudor? Aquí la cuestión se pone interesante. Las acciones derivadas de esos tributos quizá están ya prescritas, pero alguien podría entender que, como el art. 89 de la Ley de Defensa de Consumidores y Usuarios establece que es abusivo el pacto por el que se carga en el consumidor gastos que por ley sean del empresario y la sentencia ha declarado nulo –y nulo desde el principio- el precepto del reglamento que decía que el sujeto pasivo de AJD es el prestatario, cabría colegir que esas cláusulas de gastos han devenido sobrevenidamente abusivas y, por tanto, habría que devolver a dichos prestatarios lo que pagaron.

Este es, realmente, el quid de la cuestión, y no tanto lo que ocurra en el futuro, porque aquí ya será la competencia y las negociaciones sobre el precio y costes de transacción los que establecerán el equilibrio. Pero respecto de las hipotecas anteriores el problema es grave por su cuantía –se habla de miles de millones de euros y de que algunas entidades menores podrían estar en peligro–, pero también por la inseguridad jurídica que supone alterar, por un cambio interpretativo, el equilibrio contractual que se estableció en su momento. En todo caso, será la Sala I del Supremo la que habrá de valorar si pueden convertirse en abusivas retroactivamente, por la desaparición posterior de un precepto, los “pactos” acordando lo que en ese momento decía la ley o que, quizá, se remitían simplemente a la ley, sin pactar nada. Y la Sala I, en sentencias anteriores, ha tenido en cuenta el criterio hoy superado de la sala III sobre quién era el sujeto pasivo, por lo que quizá en su decisión pese lo que acuerde el Pleno del día 5.

Desde mi punto de vista, difícilmente podría considerarse abusiva una cláusula en estas condiciones. No es tanto una cuestión de retroactividad, sino de buena fe contractual y no parece que la condición de abusiva de una cláusula pueda surgir sobrevenidamente, al albur de oscilaciones de este tipo. Además, en alguna ocasión el TJUE se ha pronunciado indicando que no puede darse la abusividad en los casos en los que la cláusula se limita a aplicar una norma, aun cuando sea de manera equivocada por falta de claridad en esta.

A la espera de que se aclare el panorama, sólo podemos lamentarnos de una situación que afecta a la Seguridad Jurídica (valor constitucional conforme al art. 9.3), pues aunque sea normal y hasta frecuente el cambio de criterio de los Tribunales, no lo es tanto que se haga sin prever las consecuencias y con argumentos no más sólidos que los de la posición contraria. La sensación que nos queda es que toda esta incertidumbre ha servido para poco”.

Pues bien, la decisión de ayer, día 5, del pleno de Tribunal Supremo ha establecido que la doctrina que debe seguirse es la anterior a la sentencia discutida (varias sentencias, en realidad). Es conveniente recordar que la decisión del pleno no altera dichas sentencias que, como no podía ser de otra manera, permanecen firmes e irrevocables. Los tribunales no hacen -o no deberían hacer leyes- sino determinar el ajuste a la legalidad de los actos de los particulares y también de la Administración. Pero el repentino cambio de criterio de la Sala III -por otra parte perfectamente legal  y hasta frecuente- generó una crisis dentro del propio Tribunal Supremo y una justificada alarma en la economía por las consecuencias que ello podía tener y dio lugar a la convocatoria por el presidente de un pleno para unificar doctrina, apoyándose – entiendo- en el artículo 264 de la LOPJ, que los permite cuando haya diversidad de criterios interpretativos. La decisión, por tanto, manda un mensaje a navegantes señalando que la “verdadera doctrina” de la Sala III es la que había venido manteniendo durante años y no las de las tres últimas sentencias.

Esta resolución ha generado ya tremendas críticas y convocatorias de movilizaciones por entender que lleva implícita algún tipo de influencia del establishment bancario que hubiera logrado torcer por arteros mecanismos una previa sentencia protectora de los consumidores. Independientemente de las influencias que se hayan podido ejercer que, como es normal, ignoro totalmente, entiendo que la resolución no es errónea. Quién sea el sujeto pasivo es una cuestión neutra respecto al consumidor, porque el mercado aquilatará los costes de transacción y el precio de la financiación, por lo que es de presumir que finalmente el consumidor acabaría pagando poco más o menos lo mismo. Pero, en cambio, lo que no es neutro es que como consecuencia de un cambio repentino del criterio mantenido por la sala III durante décadas sobre quién es el sujeto pasivo del impuesto pudieran verse afectadas operaciones concertadas con un determinado equilibrio entre comisiones, interés y costes de transacción, cuando estos, además, en cuanto al pago del impuesto se refiere, se adjudicaba al usuario ¡porque lo decía la ley! (ver aquí post de Rodrigo Tena al efecto).

No obstante, tal y como señalaba en el artículo de 25 de octubre arriba transcrito, el problema grave no era el cambio de sujeto pasivo de cara al futuro, ni siquiera con las posibles reclamaciones de los consumidores en los cuatro años de prescripción del impuesto y una posible repetición de aquellas a los bancos. El verdadero problema era que el cambio de sujeto pasivo establecido por la Sala III supusiera a su vez un cambio de criterio de la Sala I que estableciera que son abusivas sobrevenidamente las cláusulas de hipotecas anteriores (hasta 15 años) en las que el impuesto de AJD se cargaba al usuario. La posibilidad que ocurriera esto habría supuesto -aunque probablemente esto es lo que menos importe, y con razón, a muchos- miles de millones que los bancos habrían de devolver a los consumidores por haber hecho lo que ordenaba el reglamento del impuesto que se hiciera. Y habría que pensar si los bancos no habrían podido en ese caso reclamar al Estado las pérdidas sufridas al confiar en un artículo del reglamento que, luego, una atrevida sección de la Sala III consideró oportuno anular desdiciéndose de lo que había venido diciendo durante años (y casi los mismos magistrados recientemente).

Ahora es más difícil que esto ocurra porque la Sala III parece haber vuelto a su criterio original y, por tanto, es más probable que la Sala I cambie a su vez de criterio. El Supremo ha hecho, por tanto, lo más sensato que podía hacer, porque lo más absurdo que un jurista puede hacer es crear un problema donde antes no lo había y, encima, sin que gane nadie más que aquellos que pagaron el AJD pero no tuvieron que sufrir las consecuencias de no soportarlo, por medio de una subida de intereses o imposición de comisiones que, en cambio, sí sufrirían los que a partir de ahora contrataran un préstamo hipotecario. Poco beneficio para tan grande desastre económico (al parecer era posible que varias entidades se hundieran), que, sin embargo y desgraciadamente pareció ser el leit motiv de la convocatoria del pleno, alentando así las suspicacias, cuando el motivo sustancial hubiera debido ser el jurídico: el grave atentado a la seguridad jurídica que, como valor, debería ser también tenido en cuenta por la Justicia. Y todo ello, además, en base a unos argumentos jurídicos tan discutibles como los contrarios (ver aquí post de Segismundo Álvarez al respecto y artículo en El Mundo de Victorio Magariños).

Ahora bien, comentado el fondo ¿qué decir de la forma? Es cierto que más vale una vez rojo que cien colorado y es de destacar que, visto desde cierto punto de vista, las instituciones han funcionado adecuadamente y han apagado un fuego que se iniciaba. No obstante, el espectáculo a que se nos ha ofrecido tiene un evidente coste reputacional de la Institución del Supremo y debemos preguntarnos a qué se ha debido y si podría haberse evitado. La imagen, aunque no sea cierta, de un Tribunal Supremo actuando al dictado de los bancos no puede sino alentar el ego populista y poner en cuestión decisiones de enorme trascendencia que en poco tiempo vamos a tener que enfrentar y que son de todos conocidas.

En este sentido, es legítimo preguntarse, aunque no lo podamos demostrar, hasta qué punto no ha influido en el desaguisado la politización de un Consejo General del Poder Judicial que, a través de la política de nombramientos, haya podido “ideologizar” las salas del Supremo generando unas desconfianzas que hubieran impedido detectar el cambio de criterio que se avecinaba y con ello la convocatoria de un pleno previo que hubiera podido conjurar el problema antes de que se presentara. ¿Fue así? ¿Intervino algún tipo de protagonismo en la sección, que quiso dar la “campanada”? No lo podremos saber nunca, pero la simple sospecha ya supone un demérito de la institución del que le costará recuperarse. Y no está el horno para bollos. Si alguna moraleja hemos de sacar de todo esto, pues, es que es preciso despolitizar el Consejo General del Poder Judicial (ver aquí nuestro último post, de Ignacio Gomá Garcés y Miguel Fernández Benavides) no sólo exigencia de higiene política sino también, como se puede ver, para evitar terremotos jurídicos, económicos y mediáticos.

Y en este sentido, esperemos que esta decisión no sea el fin del partido.

El papel de la Abogacía del Estado en el juicio del “procés”

En los últimos días ha habido una cierta polémica en algunos medios acerca del papel que va a desempeñar la Abogacía del Estado como acusación particular en el juicio a los dirigentes independentistas. La polémica ha surgido por el cambio de criterio de la Abogacía del Estado en relación con la acusación por el delito de rebelión en relación con algunos de los acusados, dado que finalmente el escrito de acusación ha sido presentado sólo por el delito de sedición y no por rebelión como se consideró inicialmente.  A la vista de la confusión existente sobre el papel de este funcionario, hemos pensado que es oportuno aclarar algunas cuestiones que pueden resultar de interés para los lectores.

El Abogado del Estado –como su nombre indica- es un abogado, no un fiscal o un Juez. Esto que parece una perogrullada no lo es, porque implica que el abogado lo es de parte, y por tanto su función no es, como la del Ministerio Fiscal, defender el principio de legalidad en un concreto procedimiento y mucho menos, como la del Juez, dictar una sentencia ajustada a Derecho. Cierto es que su cliente no es el partido político de turno, ni siquiera el Gobierno de turno, sino el Estado, o -para ser más precisos- la Administración General del Estado.

Pero, claro está, alguien tiene que decidir cuales son los intereses de la Administración General del Estado y cómo se defienden mejor en un procedimiento determinado, y en principio ese papel le corresponde al Gobierno, que es el encargado de dirigir la Administración General del Estado (ex artículo 97 de la Constitución). Y, por tanto, está dentro de lo perfectamente razonable que un cambio de Gobierno suponga un cambio de estrategia procesal  nos guste o no. El Abogado del Estado puede y debe asesorar en Derecho a su cliente con total neutralidad y profesionalidad, y así lo hace, pero no le corresponde la valoración de lo que podemos denominar criterios de oportunidad (política o de otro tipo) ni es el dueño de la acción procesal.  Lo que un cambio de Gobierno no puede suponer -dada su diferente función institucional- es un cambio en la posición de la Fiscalía  y mucho menos tener influencia alguna en la decisión que adopten finalmente los Jueces.

Ejemplos que no afectan al procés –y suscitan por tanto menos polémica– los encontramos todos los días. El anterior Gobierno, sin ir más lejos, tendía a recurrir las resoluciones que le eran desfavorables en materia de transparencia dictadas por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. No sabemos todavía si el nuevo Gobierno va a optar por esa línea, pero podría decidir no recurrir estas resoluciones desfavorables por ser más congruente con sus propósitos iniciales de una mayor transparencia de la vida pública. En casos como estos el Abogado del Estado puede asesorar sobre cuestiones técnicas e incluso anticipar la posible decisión de los Tribunales de Justicia para justificar la interposición o no del correspondiente recurso contencioso-administrativo, aludiendo incluso a la posibilidad de una condena en costas pero al final será el Gobierno  (o el Ministerio correspondiente) el que decidirá si recurre o no. Lo mismo cabe decir  del ámbito tributario; los sucesivos Gobiernos pueden mantener posturas distintas sobre la conveniencia de ejercitar acciones penales contra los contribuyentes por delito fiscal al menos en los casos menos claros. Es más, la propia actuación procesal de la Abogacía del Estado en el caso de Iñaki Urdangarín y la Infanta Cristina evidenciaba una determinada postura del Gobierno (acusar a Urdangarín y no a la Infanta) que quizás no hubiera sido compartida por un Gobierno de otro signo. Otra cosa fue la intervención del Fiscal a lo largo del procedimiento penal (de la que ya hemos hablado en este blog), porque ciertamente su papel activo en relación con la exculpación de la Infanta era un tanto llamativo -por decirlo elegantemente- desde un punto de vista institucional. Pero, cuando la abogada del Estado dijo en el juicio oral aquello de “Hacienda no somos todos” (por muy mal que nos sonara a algunos) lo cierto es que ponía de manifiesto una determinada estrategia de su cliente, que prefería en ese caso concreto que la Infanta Cristina no fuera condenada por delito fiscal. No hay que perder de vista que era el Gobierno el que tomaba esa decisión  y no la Abogada del Estado encargada de su representación y defensa en juicio y así lo entendimos en su momento.

Cierto es que a nuestros Gobiernos y a nuestros políticos les cuesta mucho asumir responsabilidades por sus decisiones políticas o, si se prefiere, por los criterios de oportunidad que manejan en asuntos políticos que tienen un elevado componente jurídico  -que dada la judicialización de nuestra vida política son muchos- y, por eso, intentan siempre ampararse en dictámenes y criterios técnicos, de manera que sean otros (preferentemente los abogados del Estado o los fiscales) los que le saquen las castañas del fuego.  El juicio del procés es en este caso paradigmático por el elevadísimo componente político que tiene y por el hecho de que el actual Presidente del Gobierno lo es gracias al apoyo de los nacionalistas en la moción de censura frente a Mariano Rajoy  lo que no es óbice para que deba de ser tratado conforme a las reglas establecidas para cualquier procedimiento judicial, cosa que los independentistas no acaban de entender.  De ahí que a nuestros políticos de uno y otro signo siempre les interese tanto contar con un dictamen técnico, cuanto más prestigioso mejor, que ampare una determinada postura procesal o el criterio de oportunidad que quieren seguir en relación con lo que ellos consideran en cada momento como la mejor defensa de los intereses de la Administración que dirigen. De esta forma pueden presentar ante la ciudadanía sus decisiones como el resultado inexorable de la aplicación de las normas. El problema es que las normas suelen admitir varias interpretaciones, y unas les vienen mejor que otras.  Por esa razón son tan relevantes la transparencia y la responsabilidad: es preciso conocer cuál es en cada momento el criterio de los técnicos y cuál es la diferencia- si la hay- con la estrategia procesal concreta que ha elegido el responsable político en un determinado procedimiento. De  manera la ciudadanía puede exigir, en su caso, la rendición de cuentas correspondiente a sus políticos si entiende que los intereses generales (los del Estado) no se han defendido adecuadamente en un  momento dado o si se han antepuesto los intereses puramente partidistas o del Gobierno a los intereses generales. Por su parte, si los criterios técnicos son poco rigurosos o profesionales o parecen demasiado complacientes con los deseos de los jefes políticos puede echárselo en cara a los funcionarios competentes.

Estos conceptos básicos –que podrían matizarse mucho más porque no hay que olvidar que la Administración General del Estado está sometida al principio de legalidad y, por tanto, debe de actuar siempre conforme a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, siendo su actuación plenamente susceptible de control jurisdiccional– son los que sirven de base a la regulación de la asistencia jurídica del Estado, que está recogida en la Ley 52/1997, de Asistencia Jurídica al Estado e instituciones públicas que regula las prerrogativas e instrumentos de los que goza el Estado para su defensa. Así el art. 7, bajo el epígrafe “Disposición de la acción procesal”, recuerda que: “Sin perjuicio de lo dispuesto en leyes especiales, para que el Abogado del Estado pueda válidamente desistir de acciones o recursos, apartarse de querellas, o allanarse a las pretensiones de la parte contraria, precisará autorización expresa de la Dirección del Servicio Jurídico del Estado que deberá, previamente, en todo caso, recabar informe del Departamento, Organismo o entidad pública correspondiente”.

No es, por tanto, el Abogado del Estado el que decide en último extremo si continuar o no con un procedimiento judicial o allanarse o no frente a las pretensiones de la parte contraria; de la misma forma, aunque él es el experto como jurista, no debe preparar un pleito y menos un escrito de acusación o de defensa de la trascendencia del que nos ocupa sin contar con la opinión de su cliente.

Sentado lo anterior, también es cierto que la postura procesal del Abogado del Estado como acusación particular no deja de ser un tanto anómala en un proceso tan anómalo -por infrecuente y extraordinario- como el que nos ocupa. La razón es que aquí no actúa solo o no actúa exclusivamente en defensa de los intereses de la Hacienda Pública como perjudicada por un posible delito de malversación, como es lo habitual en los procesos penales en los que interviene. No obstante, también puede alegarse que la malversación es aquí un medio para conseguir el fin último de la rebelión o la sedición o, dicho de otra manera, parece razonable sostener que existe un concurso medial entre esos delitos.

Por último, tampoco entendemos en términos técnicos la trascendencia de que el escrito de acusación del Abogado del Estado se separe del Ministerio Fiscal. Es perfectamente posible que esto ocurra por la sencilla razón de que su postura institucional y procesal es distinta, aunque también -por tratarse de dos juristas expertos- sus escritos de acusación puedan coincidir en muchas ocasiones.

En definitiva, hay que diferenciar entre la crítica política que se puede hacer legítimamente al Gobierno de Pedro Sánchez por su postura frente a los dirigentes independentistas de la que se hace a los funcionarios que se mueven en el ámbito de lo técnicamente razonable y sin excederse de su papel. Si nos quejamos en este blog continuamente de la politización de las instituciones en nuestro país es buen momento para intentar diferenciar entre funcionarios y políticos y exigir a cada uno la rendición de cuentas por las decisiones que a cada uno le corresponden.

En este sentido, hay que felicitarse de que el cambio de Gobierno no haya supuesto un cambio de criterio técnico de la Fiscalía, aunque ese criterio técnico sea también perfectamente discutible con argumentos legales. En cuanto a la Abogacía del Estado, se le podrá reprochar sin duda otras cuestiones, pero no el que atienda a las instrucciones de su cliente aunque incluyan criterios de oportunidad o de estrategia procesal aunque no los comparta e incluso haya dictaminado en contra y siempre que se respeten las reglas del juego. Eso sí, con total transparencia y publicidad para que la ciudadanía sepa a que atenerse y, en su caso, valorar la actuación de cada uno. Éstos son los famosos checks and balances de los que nuestra democracia está tan necesitada. Los juristas profesionales deben de responder por el mayor o menos acierto y la corrección de sus criterios técnicos y los políticos por el mayor o menor acierto de sus decisiones y criterios de oportunidad, aunque tengan que respetar como no puede ser de otra manera la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Esto también es un triunfo del Estado de Derecho.

Okupar el Poder Judicial

Desde hace tiempo, en Hay Derecho hemos venido defendiendo de manera reiterada la necesidad de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) a fin de despolitizar el órgano de gobierno de los jueces (el CGPJ) y, de este modo, dotar de independencia plena al Poder Judicial. Como es lógico, esto no responde a un mero capricho nuestro sino que se trata de una exigencia del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), dependiente del Consejo de Europa.

Nos vemos obligados a abordar nuevamente esta cuestión ante la inminente renovación de vocales del CGPJ, toda vez que los partidos políticos se han propuesto, una vez más, tomar el control del Poder Judicial mediante el reparto de sillas del CGPJ. Hasta ahora, los destinatarios de nuestras críticas eran fundamentalmente los dos grandes partidos (PP y PSOE), acompañados de los partidos nacionalistas, que durante los últimos treinta años han venido manteniendo y participando de un sistema que dinamita las bases del principio de separación de poderes. Sin embargo, en esta ocasión parece que uno de los partidos nuevos, recién llegado a la escena política, Podemos, ha decidido unirse a la fiesta.

¿Por qué creemos que es así? Porque esta vez el reparto en cuestión tiene origen en la presentación (por parte del PP) y posterior aceptación (por parte de casi todos los grupos) de unas enmiendas de dudosa admisibilidad, y que los autores de este artículo mencionamos en otro reciente post (ver aquí). A finales de febrero y como comienza a ser censurable costumbre, el Partido Popular presentó, el último día y a última hora de la tarde, 50 enmiendas a una Proposición de Ley que el propio grupo había registrado al objeto de reformar, deprisa y sin mucho debate, un sinfín de aspectos de la LOPJ que —y esto es lo criticable desde un punto de vista parlamentario— no guardaban relación de ningún tipo con el objeto de la iniciativa de origen.

La Proposición de Ley en cuestión, con sus correspondientes 50 enmiendas, fue aprobada por el Pleno del Congreso de los Diputados la semana pasada, con los votos a favor de PP, PSOE, Unidos Podemos, PNV y Grupo Mixto (Compromís, UPN, Nueva Canarias y Coalición Canaria), y junto con la abstención de Esquerra Republicana y PdeCat; es decir, que nadie votó en contra, excepto Ciudadanos (pueden ver el cuadro de votaciones aquí). Y así, con la falsa excusa de adaptar la normativa a las exigencias del grupo GRECO, se modifican (a la espera de que el Senado confirme la reforma) aspectos sustanciales de la organización y las competencias del Consejo General del Poder Judicial. De esa manera, se allana el terreno para el posterior reparto de los 20 vocales de dicho órgano, que se antoja inminente.

A este respecto, lamentamos que tres de las cuatro asociaciones judiciales (excepto Foro Judicial Independiente, y con la irrenunciable crítica de Plataforma Cívica por la Independencia Judicial) hayan decidido participar activamente del cambalache, cuando tanto lo habían criticado durante los cinco últimos años. Este hecho, más allá de las motivaciones prácticas que hayan podido llevarles a optar por esta vía, resulta desalentador para quienes consideramos que este sistema no se puede continuar perpetuando ni un día más. Ciertamente, existe una contradicción (difícilmente salvable) entre reclamar más independencia para el Poder Judicial, puertas afuera (cosa que hacen tanto las asociaciones judiciales como algunos partidos, caso de Podemos), y participar, puertas adentro, del reparto de puestos en el seno del CGPJ. Sea como fuere, conviene no olvidar que la vida profesional de los jueces y magistrados no se agota en las asociaciones judiciales: casi la mitad de los aproximadamente 5.000 jueces y magistrados que hay en España no forman parte de ninguna.

Así las cosas, nos vemos obligados a recordar tres aspectos, que resumimos cronológicamente:

1.- Que, ya en el año 1986, el Tribunal Constitucional criticó la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial operada por el Gobierno de Felipe González el año anterior, la misma que después originaría la famosa frase de «Montesquieu ha muerto». Al respecto, decía en su sentencia: «Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial».

2.- Que, como decíamos al principio, el GRECO nos ha llamado la atención en numerosas ocasiones a causa de la injerencia política en el nombramiento de altos cargos en la judicatura. La última vez fue en enero de este año, en el que nos reprochaba la intervención política en la elección de los vocales del CGPJ, los presidentes de Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional, de los Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales (ver aquí).

3.- En último lugar y en relación con lo anterior, que Ciudadanos presentó una Proposición de Ley el pasado mes de julio en el que precisamente se intentaba evitar que lo anterior sucediese (pueden ver el contenido de la iniciativa aquí), y que incorporaba varias de las propuestas fundamentales del GRECO. En resumen, se pretendía, a fin de reforzar la independencia del poder judicial, (i) que los 12 vocales de procedencia judicial del CGPJ fuesen elegidos directamente por los jueces, (ii) que los Presidentes de la AN, los TSJs y las APs fuesen elegidos directamente por los jueces destinados en cada órgano, (iii) limitar las puertas giratorias entre política y justicia y otras medidas de igual calado. Todavía no ha llegado la ocasión de debatirla en la Cámara, pero, habida cuenta de lo ocurrido en las últimas semanas, no debiéramos albergar demasiadas esperanzas en que superara siquiera el primer trámite parlamentario.

De concluirse el reparto según acordado, los vocales elegidos por los partidos mencionados permanecerán en su cargo durante 5 años, lo que constituye una tropelía inadmisible a la vista de la gravedad de la situación política actual, a la que lo último que le conviene es un intento más de desprestigiar las instituciones, precisamente cuando los ciudadanos más necesitamos confiar en ellas. Aunque nosotros ya nos vamos acostumbrando a lo indecible, no por ello renunciaremos a seguir denunciándolo de la única forma que sabemos. Al contrario.

 

¿El que nace en España tiene siempre la nacionalidad española? (Spoiler: no)

Este post viene motivado por una de las parece que infinitas declaraciones de intenciones del presidente de los Estados Unidos Donald Trump. Hace unos días, el pasado martes 30 de octubre, advirtidó de que estaba considerando revocar la norma que concede de forma automática la ciudadanía americana a los nacidos en territorio estadounidense (el llamado birthright citizenship). Es ésta una norma que actúa con independencia de cuál sea la situación legal de los padres, es decir, no importa que estos ya sean americanos o que por el contrario tengan la condición de inmigrantes irregulares.  El que nazca en EEUU es americano, sin matiz alguno, o así se ha venido interpretando mayoritariamente.

La razón de esta regla, como la de tantas otras, hay que buscarla en circunstancias históricas muy particulares. La enmienda XIV de la Constitución americana, que es la que recoje este derecho, fue aprobada hace exactamente 150 años, en 1868, justo después de su Guerra Civil. Jorge Galindo lo explica muy bien en este hilo de twitter. El bando partidario de la abolición de la esclavitud había vencido y se introdujo esta enmienda con el objetivo de convertir en ciudadanos americanos a los que hasta ese momento habían sido esclavos de raza negra.

En la actualidad, obviamente, la enmienda XIV se está aplicando a casos muy diferentes, en especial a los inmigrantes que acceden a territorio estadounidense y tienen hijos allí. Trump quiere acabar con esa regla,  protestando en twitter, fiel a su estilo, que el mundo está usando esta ley para perjudicar a EEUU, la cual, dice, cuesta anualmente miles de millones de dólares, y todos que se ríen de la estupidez (de los americanos).

En España la ley es diferente y más restrictiva que la estadounidense. El artículo 17 del Código Civil, tras la reforma de 1982, concede la nacionalidad española de origen (es decir, desde el nacimiento), en primer lugar a los nacidos de padre o madre españoles, con independencia del lugar de nacimiento, que puede ser cualquier parte del mundo. Es lo que en Derecho se denomina el ius sanguinis, la atribución de nacionalidad por ser hijo de progenitor español.

En segundo lugar, a los nacidos en España de padres extranjeros si al menor uno de ellos hubiera nacido también en España. Por lo tanto, el nacido en España no tiene por este solo hecho la nacionalidad española, como sí ocurre en Estados Unidos. Es preciso que alguno de los padres haya también nacido en España.  Es una aplicación del ius soli, el derecho que corresponde a cada individuo según el lugar de nacimiento.

La diferencia entre las regulaciones de ambos países es notable, como se puede ver.

En efecto, si en Estados Unidos un inmigrante irregular tiene un hijo, éste es de nacionalidad estadounidense.  Ahora mismo hay una caravana de migrantes que, huyendo de la muy complicada situación política y social en Honduras, se dirigen a Estados Unidos. Aquí pueden repasar los datos principales. El 21 de octubre llegaron a México. Trump, entre otras cosas, protesta de que los hijos de estos inmigrantes que pudieran nacer en Estados Unidos sean americanos, y quiere cambiar la norma para impedirlo por medio de una Orden Ejecutiva. Trump, parece ser, se basa en que en realidad la enmienda XIV no protege a los hijos de inmigrantes irregulares. En twitter (de nuevo) ha argumentado que este caso It is not covered by the 14th Amendment because of the words “subject to the jurisdiction thereof.” . Que los inmigrantes no están protegidos constitucionalmente por la enmienda XIV porque ésta otorga su cobertura solamente a los que están sujetos a la jurisdicción de Estados Unidos. Y que como en su opinión estos inmigrantes irregulares no están sujetos a esa jurisdicción, no disfrutan del escudo constitucional y su estatus podría cambiarse por decisión presidencial. Veremos en qué instancia termina todo, pero si fuera en el Tribunal Supremo las posibilidades de que triunfe la voluntad de Trump son posiblemente ahora bastante mayores que hace unos años, dados los dos últimos nombramientos de jueces, de tendencia muy conservadora, auspiciados por él: Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh.

En España, como hemos dicho antes, no sería así. El hijo de ese inmigrante nunca sería español originario, únicamente lo podría ser el hijo de ese nacido en territorio español, nieto del inmigrante, y  siempre que igualmente nazca en España. Se requiere una generación más, y no se benefician todos los de esa generación. Y en ningún caso los hijos de diplomáticos extranjeros nacidos en España pueden beneficiarse de esta norma. Hay una matización respecto de esta estricta norma, pero que solamente beneficia a los residentes legales, no los irregulares: el nacido en España podrá obtener la nacionalidad española si durante un año continuado ha residido legalmente en España, y lo solicita expresamente (arts. 22.2. a. y 22.3 del CC).  El irregular no tiene esta posibilidad.

Curiosamente, la redacción inicial de este artículo del Código Civil, del momento de su promulgación, 1889, contenía la misma norma que la de Estados Unidos: eran españoles los nacidos en territorio español, sin ningún condicionamiento, y recordemos que en ese momento el territorio español era mayor, porque aún nos se había producido la pérdida de colonias en el llamado Desastre del 98. Es en la reforma de 1954 en la que se exige el doble requisito que fue mantenido con modificaciones en la posterior de 1982.

Son, además, españoles de origen los nacidos en España de padres apátridas o de países que cuya legislación no atribuya nacionalidad alguna al hijo, o los nacidos en España cuya filiación no esté determinada.

Además de la adquisición originaria de la nacionalidad existe la adquisición llamada derivativa, que es posterior al nacimiento y que se encuentra contemplada en los artículos 18 a 23 del Código Civil, en los supuestos de ejercicio de un derecho de opción en tal sentido, residencia continuada en España, carta de naturaleza otorgada discrecionalmente por el Gobierno, o consolidación de una situación de hecho.

Todos estos casos plantean un sinfín de dudas y han ido resolviéndose con diversas resoluciones y sentencias como puede leerse en este trabajo.

 

Uso y abuso de los decretos-leyes

De hecho, la progresiva erosión de los poderes legislativos del parlamento, que hoy se limita con frecuencia a ratificar disposiciones emanadas del ejecutivo mediante decretos con fuerza de ley, se ha convertido desde entonces en una práctica común”

(Girogio Agamben, Estado de excepción. Homo sacer II, 1, Pre-Textos, 2004, p. 18)

 

En esta época en que la demanda de democracia, vestida con ropajes simplistas y hasta manipuladores, se reivindica una y otra vez, sorprende especialmente el impetuoso despertar de la figura del decreto-ley como medio de legislar ya (casi) ordinario. Las cifras lo dicen todo: en lo que llevamos del año 2018 se han aprobado por las Cortes Generales 7 leyes ordinarias (ninguna orgánica) y, en el mismo período de tiempo, han visto la luz 15 Reales Decretos Leyes (12 de ellos aprobados por el Gobierno actual, que lleva apenas cuatro meses en el ejercicio de sus funciones). El Parlamento dormita plácidamente como una institución incapaz de cumplir su misión constitucional, con las inevitables consecuencias que ello tiene para la ciudadanía.

Cabe resaltar que de un total de 22 normas con rango de Ley aprobadas hasta hoy en 2018, poco más del 30 por ciento lo han sido por el Parlamento, mientras que casi el 70 por ciento llevan el sello gubernamental. Y si fijamos la atención en el período del actual Gobierno, el porcentaje es sencillamente abrumador, al menos en lo que a aprobación de decretos-leyes respecta (12 decretos-leyes sobre 15 en total durante 2018). Se puede afirmar que al actual Gobierno le encanta (al menos de momento) legislar ordinariamente por vía de excepción, algo precisamente alejado como práctica de los estándares propios del Estado democrático-constitucional. Pero esto, al parecer, a nadie importa. Tampoco al Gobierno ni al partido o partidos que le apoyan. Ni siquiera a la oposición, como luego se dirá.

Conviene subrayar que esos datos empeoran notablemente la ya preocupante tendencia de los diferentes Ejecutivos al uso y abuso de la figura del decreto-ley en la España constitucional de 1978. Así lo han puesto de relieve autorizados profesores de Derecho Público, tales como Ana Carmona, Luis Martín Rebollo o Manuel Aragón Reyes. Los relativamente recientes estudios empíricos desarrollados por Martín Rebollo y Aragón Reyes son demoledores. Este último autor puso de relieve que, por ejemplo, en los años 2011-2015 (los años de plomo de la crisis económica, momentos en los que esa legislación de excepción reverdece) los decretos-leyes aprobados fueron 99 frente a 166 leyes ordinarias y 53 leyes orgánicas. Así, afirmaba que “de norma excepcional el decreto-ley se ha convertido en una norma ordinaria, prácticamente alternativa a la legislación parlamentaria”. Ahora no hay situación de excepción económica, pero sí (al parecer) política. Y se baten sobradamente esas elevadas marcas. El decreto-ley ya no es “norma prácticamente alternativa” sino “sustitutiva” de la Ley.

Estas cifras no admiten objeción alguna. Tampoco cabe la burda justificación de que gobernar con minoría absoluta exige tales componendas: el complejo y alambicado contexto político no puede justificar el recurso ordinario a la legislación excepcional. Quizás debamos retornar a los conceptos más básicos, con tanta frecuencia ignorados o ninguneados, siempre de forma interesada. Veamos.

La forma parlamentaria de gobierno se fundamenta en el apoyo de la mayoría parlamentaria y, por tanto, en la viabilidad de legislar a través de ella. Gobernar en minoría requiere pactos, gobernar en minoría absoluta obliga a llevar a cabo equilibrios infinitos sobre una pirámide de bolas de billar que es la pretendida mayoría en la que se sustenta el Gobierno, parafraseando a Schumpeter. El Parlamento es el órgano constitucional que tiene atribuida constitucionalmente la potestad legislativa, precisamente por ser la institución representativa por excelencia, gozando la Ley a tal efecto de una dignidad democrática que no tienen otros productos normativos cuya procedencia es gubernamental (como son los “decretos” sin adjetivos, que con tanta frecuencia confunden los medios de comunicación con los decretos-leyes). Además, el procedimiento legislativo tiene una impronta democrática ineludible, dado que es un procedimiento deliberativo y público (con “luz y taquígrafos”), donde se contrastan las diferentes opiniones y puntos de vista que representan las fuerzas políticas presentes en las Cámaras y que, con mayor o menor distancia, fueron un día reflejo de la opinión de los electores.

El decreto-ley, por el contrario, es una disposición normativa (por muy provisional que se tache, hasta su convalidación por el Congreso de los Diputados o, en su caso, su tramitación como proyecto de ley) de naturaleza exquisitamente excepcional, en cuanto que altera o perturba el modo ordinario de producción parlamentaria de las leyes. Su procedimiento de elaboración, por su propio carácter, no goza de ningún atributo de publicidad ni de deliberación: es la antíttesis de la transparencia, pues lo elabora y aprueba el Ejecutivo en la sombra de las covachuelas de La Moncloa o de los propios ministerios. Ni siquiera se somete a consulta pública ni tampoco se difunde en el Portal de Transparencia. Aparece abruptamente publicado en el “BOE”. Y todos los ciudadanos nos desayunamos con él, salvo que hayamos leído el resumen del Consejo de Ministros del día anterior. El recurso a esta figura normativa excepcional solo puede hacerse, como es harto conocido, cuando se cumpla el presupuesto de hecho habilitante o lo que se conoce como la concurrencia de razones de extraordinaria y urgente necesidad que justifiquen la adopción excepcional de las medidas normativas a aplicar. Y tal disposición normativa excepcional no puede regular cualquier materia, sino que tiene campos vedados expresamente por decisión constitucional (así establecidos en el artículo 86.1 de la Constitución). Todo esto es conocido, también por el Ejecutivo, pero –como recordaba Carl Schmitt- cuando se trata de adoptar medidas de excepción “ningún Gobierno muestra un gran interés por la precisión jurídica”.

Esas exigencias constitucionales, además, han sido interpretadas durante varias décadas de forma enormemente complaciente para los distintos Ejecutivos anteriores por el Tribunal Constitucional (tendencia que ha endurecido algo en pronunciamientos recientes), lo que ha facilitado la multiplicación desproporcionada de la figura de los decretos-leyes y un deterioro efectivo de la capacidad legislativa y de la propia institución del Parlamento español. Pues digámoslo claro: nunca es lo mismo que legisle el Parlamento a que lo haga el Ejecutivo. El principio democrático sufre, se tensa o, inclusive, se subordina o desprecia. Y, llevado a los extremos que se están alcanzando, puede llegar a hacer incluso casi superflua la existencia de la institución parlamentaria, al transmitir con fuerza la impresión de que el principio de separación de poderes es mera coreografía (algo de eso hay, efectivamente, en nuestro sistema político-constitucional). De tal modo que la tarea de legislar se transforma, así, en una suerte de función intercambiable entre el Legislativo y el Ejecutivo, lo cual pervierte por sí mismo el propio enunciado y las funciones de los dos poderes.

No creo que sea necesario recordar –como es de dominio común- que el uso y sobre todo el abuso de esa legislación excepcional ha sido (y es) una característica de regímenes dictatoriales, totalitarios, autoritarios o de democracias de baja calidad. La dictadura franquista, ahora que parece renacer la olvidada imagen del dictador, frecuentó muchísimo esa categoría normativa, que incluso fue (con la atribución al dictador de emanar “leyes de prerrogativa”) su motor inicial. Y no digamos Hitler, que legisló por medidas de excepción desde 1933 hasta el final de su régimen, como atentamente puso de relieve Giorgio Agamben, en una suerte de estado de excepción continuo. Las democracias avanzadas, donde existe la figura u otra similar (que no son todas ni mucho menos), hacen un uso prudente y proporcional de tales atribuciones excepcionales. Lo que no es nuestro caso. Y eso es un grave síntoma.

Da la impresión de que todas las fuerzas políticas en liza, estén en el gobierno o en la oposición, se empiezan a encontrar muy cómodas con el Derecho Constitucional de excepción, que cada día echa raíces más fuertes en nuestro sistema político. En una política marcada por la hipérbole, el escaparate y el ofrecimiento de baratijas (todo es gratis) o de cualquier ocurrencia que pueda captar la atención de un desorientado electorado, las cuestiones más esenciales como son las formas parecen olvidarse o, al menos, no se les da la importancia que merecen. Y ello me conduce a otra observación: no parece haber hoy por hoy ninguna fuerza política que abogue decididamente por restablecer en todo su alcance la normalidad constitucional en el devenir de nuestras instituciones, con lo que ello implica de reducir la excepción a lo que realmente es e imponer las reglas ordinarias (“la normalidad”) del juego constitucional. También a la hora de legislar. Y esto es sencillamente desolador. El uso desmesurado de la legislación de excepción, por lo que ahora importa, es un síntoma del deterioro institucional evidente. Se ha producido una banalización del instrumento excepcional del decreto-ley, como ya advirtiera el profesor Martín Rebollo, que está teniendo como consecuencia obligada dotar a la Ley y al Parlamento de un papel residual en lo que constitucionalmente es su función existencial. Pero no es el único síntoma de deterioro, sino uno más. La oposición también esgrime un día sí y otro también el uso “ordinario” de otros mecanismos extraordinarios de defensa del Estado Constitucional, cuando no bendice con sus votos la convalidación de tales normas excepcionales.

Convendría una reflexión pausada sobre estas formas de actuar. Pues cuando la normalidad constitucional se abandona o no se utiliza convenientemente, así como cuando las instituciones constitucionales, tales como el Parlamento, dormitan o se usan torticeramente, la democracia real (que no es otra cosa que el control efectivo del poder para evitar la tiranía y frenar el despotismo o el abuso) se desdibuja hasta límites insospechados. Y se puede llegar, incluso, a barruntar en el horizonte el desplome del sistema. Espero que sean señales falsas. Por el bien de todos.

A vueltas con el AJD de las hipotecas: no es un problema de retroactividad

El tema se ha tratado ya de forma excelente en otras entradas de este Blog (1, 2, 3 y hasta 4 veces). El objeto de ésta es destacar, en línea con el post de Rodrigo Tena y desarrollando algo que estaba implícito en el mismo, que no es de recibo un planteamiento que se ha hecho popular (la anulación del art. 68.II del Reglamento del Impuesto ha de tener efecto retroactivo, esto es, los prestatarios deben recuperar su dinero a toda costa y cualquier otra cosa es una injusticia flagrante). Y ello no porque haya que atemperar la justicia en aras del pragmatismo, no porque deba suavizarse el rigor de la Ley para evitar un desastre económico para las entidades financieras o las Haciendas, sino sencillamente porque aquello no sería ni justo ni conforme a Derecho.

Recordemos los antecedentes de la controversia:

  • Las entidades financieras suelen trasladar al prestatario (ex contractu) el AJD que se devenga con la constitución de una hipoteca, a veces mediante cláusulas genéricas (“todos los gastos e impuestos…”), otras con mención expresa de aquel tributo.
  • De cualquier modo, aun en ausencia de traslación convencional, el citado Reglamento consideraba como sujeto pasivo del mismo (ex lege, podríamos decir) al propio prestatario.
  • Repetidas sentencias de la Sala de lo contencioso-administrativo del TS (Sala III) reputaron lícita esa disposición reglamentaria.
  • Por su parte, la Sala de lo Civil del propio TS (Sala I) empezó inmiscuyéndose en la cuestión, inaplicando el Reglamento y dando juego entonces, cuando el deudor es consumidor, al art. 3.c) LGDCU, que reputa abusiva la traslación por el empresario de tributos de los que es sujeto pasivo. [El apartado c) en realidad se refiere a la compraventa de viviendas, pero el TS estima que la hipoteca es una parte del proceso de compra; además ese apartado es concreción del encabezamiento del 89.3, que alude en general a “la imposición al consumidor de los gastos de documentación y tramitación que por ley corresponda al empresario” y se aplica a todo tipo de operaciones.]
  • No obstante, la Sala I acabó “aclarando” su doctrina, de forma que de hecho se plegaba a la opinión de la Sala III sobre validez del Reglamento y por ende dejó de anular las cláusulas en cuestión.
  • Por fin, la propia Sala III, en su sentencia de 16 de octubre de 2018, nos ha sorprendido a todos cambiando de opinión y anulando la disposición reglamentaria de marras.

Así las cosas, se plantean las siguientes incógnitas:

1) Si los prestatarios pueden ejercer acciones civiles para obtener de las entidades financieras el reembolso del AJD. A tal fin, su argumento sería: la Sala I recogió velas porque la III estaba apuntalando al Reglamento del impuesto, pero ahora ese dique colapsa, con lo cual nada obsta para aplicar el 89.3.c) LGDCU… Esta es la vía que los despachos “de producción industrial” están ya ofreciendo a los deudores-consumidores, vía que podría ser muy generosa en plazo si se asumiera que estamos ante una nulidad radical (aunque hay opiniones más restrictivas en punto a plazo, vid. aquí la de A. Carrasco).

2) Si en cualquier caso el prestatario puede solicitar de Hacienda (de las autonómicas, en este caso) la devolución del Impuesto. Ciertamente, si existiera un acto firme de liquidación, éste sería inatacable. Pero en el común de los casos sólo habrá autoliquidaciones, que pueden ser rectificadas por el contribuyente, con la consiguiente solicitud de devolución de ingresos indebidos, en el plazo de 4 años. Probablemente los deudores que no sean consumidores sigan este camino (muchos promotores inmobiliarios, al parecer, lo están planeando).

A todo esto, la Sala III del TS ha emitido una nota de prensa advirtiendo que ha avocado al Pleno de dicha Sala el conocimiento de otros recursos similares, “a fin de decidir (lo hará el 5 de noviembre) si dicho giro jurisprudencial debe ser o no confirmado”. Esto choca, porque pareciera que la anulación de una disposición reglamentaria tiene efecto de cosa juzgada (si no, ¿por qué asignarle eficacia erga omnes, salvo en relación con actos y sentencias firmes, y ordenar su publicación en periódico oficial, como hacen los arts. 72 y 73 LJCA?). Es cierto, no obstante, que la anulación de la interpretación administrativa no impide al TS efectuar, en otro supuesto similar, cualquier interpretación de la Ley…. En cualquier caso, lo que muchos esperan es que el Pleno confirme el criterio de la Sección, pero descienda a precisar sus efectos temporales: si estamos (i) ante un prospective ruling que solo surte efectos desde ahora (ex nunc) o (ii) por el contrario opera ex tunc, de modo que los prestatarios cuyos derechos no hayan prescrito pueden entablar… al menos acciones en vía administrativa y contencioso-administrativa, ya que no sería razonable que la Sala III se pronunciara sobre las civiles. Mas sobre esto último algunos anticipan que no habrá dudas, pues recientemente el TJUE declaró alto y claro, en relación con las cláusulas-suelo, que cuando una cláusula es abusiva, hay que devolver ex tunc todo lo pagado de más.

No creo, sin embargo, que esto sea un tema de retroactividad. Expliquemos por qué, distinguiendo entre:

  1. Acciones civiles

Partimos de la base de que, como regla general (sin perjuicio de lo que luego se dirá para los consumidores), la Ley y la jurisprudencia admiten pacíficamente la validez de las cláusulas de traslación de impuestos (aquellas que, con efectos inter partes, atribuyen el coste de un tributo a quien no es su sujeto pasivo), siempre que esté clara la voluntad de las partes. Hay que tener en cuenta que, a la postre, estas disposiciones no hacen más que especificar un mecanismo de pago del precio de un bien o servicio: en lugar de entregar dinero, el adquirente se compromete a saldar un pasivo del transmitente. Y cuál sea aquel precio es algo que, en una economía de mercado, las partes deciden libremente, sin coacción del Estado. Lo que éste ha de asegurar es que el proceso de formación de los precios, como confluencia de voluntades libres, no se corrompe por la existencia de cárteles o abusos de posición dominante o engaños. Pero, excluido lo anterior, el titular de un bien o servicio puede demandar el precio que le plazca (uno que recupere todos sus costes más un beneficio industrial) y el adquirente es libre de aceptarlo. Y si lo acepta, pacta sunt servanda (vid. aquí comentario en esta línea de F. Gómez Pomar).

También por supuesto cuando la deuda asumida es tributaria. El legislador fiscal, al seleccionar al sujeto pasivo de un tributo, no hace una suerte de elección moral, que el pacto de traslación frustre. Es verdad que la ley tributaria no elige a su deudor de forma caprichosa, lo hace en atención a los criterios constitucionales (como la capacidad económica) y por supuesto quiere asegurarse de que el elegido cumple sus deberes tributarios, de lo que no se va a librar por mucho que concierte pactos de repercusión (art. 17.5 LGT), pero a partir de ahí se lava las manos (el propio precepto reconoce que dichos pactos pueden tener efectos inter privatos), por la sencilla razón de que lo que suceda a continuación ni le va ni le viene: si el sujeto pasivo, con la misma operación gravada u otra coetánea, está vendiendo un bien o servicio y con su precio recupera el coste tributario, mejor para él, si el comprador se lo quiere pagar…

¿Quid, sin embargo, si el “no-sujeto pasivo” es un consumidor? Aquí las cosas cambian: como vimos el art. 89.3.c) LGDCU prohíbe y considera abusivo el pacto de traslación al consumidor de tributos de los que es sujeto pasivo el empresario. ¿Es este nuestro caso? El planteamiento que criticamos contesta apresuradamente que sí: habrá que esperar a la decisión final del Pleno de la Sala III; pero si esta se decanta por atribuir al prestamista la condición de sujeto pasivo, la consecuencia es automática, la cláusula de traslación es abusiva. Admito que en el 89.3.c) LGDCU late un cierto automatismo. El precepto tiene la típica estructura de una presunción legal, que consta de un “hecho base” (la norma tributaria reputa sujeto pasivo al empresario), el cual (a juicio de legislador) suele ir, estadísticamente, acompañado de otro “hecho presunto” (la cláusula vulnera algún bien jurídico, que de momento dejamos en el aire). Y, en efecto, la conexión lógica ente uno y otro hecho la establece la Ley de modo imperativo, iuris et de iure, sin pararse a investigar si lo que dice la estadística se confirma en cada caso concreto: da igual si el consumidor Fulano sabía o no quién era el sujeto pasivo, ni lo que ello comportaba… Ahora bien, lo que no es automático es la interpretación del hecho base, cuyos contornos procede delimitar precisamente en función de cuál sea el bien jurídico protegido.

A este respecto, cabría defender que el 89.3.c) LGDCU trata de preservar un consenso no viciado, en este caso asegurando la transparencia, la ausencia de sorpresas: que no le cuelen al consumidor, al que se le presumen menores conocimientos técnicos, un impuesto con cuya existencia y cuantía no está familiarizado, al no ser el sujeto pasivo. ¿Y cómo se entera el deudor-tipo de la estadística de cuándo es el sujeto pasivo? Caben dos hipótesis: 1) ese señor se guía por lo que dicen las fuentes que tiene a mano (la doctrina administrativa, la jurisprudencia…) en el momento en que se concierta la hipoteca; 2) el sujeto luce un olfato jurídico sobrenatural que le permitiría ya entonces barruntar lo que el día 5 de noviembre de 2018, después de tantos vaivenes, fallará el Pleno de la Sala III del TS… Yo casi me inclino por lo primero, ustedes elijan. Pero desde luego, lo que no es el bien jurídico protegido es un fantasmal “precio justo” de la transacción: la LGDCU no es una especie de “Ley Robin Hood” que trate de rebajar a las bravas el coste de los préstamos hipotecarios, lo cual sería pro futuro inconstitucional, a la par que inútil (nunca conseguiría su objetivo, pues al Banco le bastaría trasladar el coste del AJD al tipo de interés) y, proyectado hacia el pasado, sería un robo. El legislador civil no es un “policía de precio”, solo del “consenso libre”: no busca -parafraseando el post de R. Tena- justicia distributiva (impositiva), solo conmutativa (contractual).

Se me podrá argüir que otra forma de preservar la pureza del juego contractual es prohibir las cláusulas que conllevan “abuso de posición dominante”, aquellas que el consumidor entiende (son transparentes), pero nunca habría aceptado si no fuera la parte débil en el mercado. Bien, esto es una tesis plausible, aunque creo que es aplicable a condiciones jurídicas (v.gr. modificación unilateral de condiciones), pero difícilmente trasladable a lo que, a la postre, es un mero componente de un precio que per se no repugna como abusivo. También cabe objetar que “lo que decían las fuentes” no siempre fue claro. Bien, esto es discutible. Pero es al menos éste es el modo en que debe plantearse el debate: ni la Sentencia de 16 de octubre ni el fallo del Pleno de la Sala III del TS, si confirma la anterior, llenarán automáticamente el supuesto de hecho del 89.3.c) LGDCU; esto hay que dilucidarlo atendiendo precisamente al espíritu (léase: el objetivo práctico) de esa disposición. Y si concluimos que no concurre su supuesto de hecho, no estaremos poniendo obstáculos a la justicia, sino aplicándola.

  1. Acciones administrativas

Los consumidores probablemente demanden a las entidades financieras. Pero los prestatarios no consumidores (verbigracia, los promotores inmobiliarios) no tendrían nada que hacer por esa vía, ya que para ellos la cláusula de traslación de impuestos es inatacable. De ahí que planeen solicitar la devolución de ingresos indebidos a las Haciendas, alegando que sus autoliquidaciones adolecen de error ex persona, al haberse a posteriori demostrado que no eran ellos los sujetos pasivos del AJD.

Pues bien, si la Hacienda fuera una señora sencilla, aunque con sentido común, podría reaccionar con estas espontáneas exclamaciones: “Señores, no me mareen, no intenten hacerme pagar el pato de sus contiendas. Dijeran lo que dijera el Reglamento dichoso, en su día estaban ustedes de acuerdo en que me pagaría el prestatario. De buena fe, yo acepté su pago. Ahora se vuelven a pelear y pretende el prestatario que yo le reembolse (¡incluso con intereses de demora!), para que me revuelva contra el prestamista, el cual me dirá una de dos: no le reembolso lo que ha devuelto, porque ha hecho mal en devolverlo; o bien le reembolso, pero entonces recupero ex contractu del prestatario, con lo cual volvemos a la situación inicial, después de perder todos tiempo y dinero…”

Y creo que la indignación de esa buena dama sería lógica, pues la Ley y la jurisprudencia le dan la razón. Los Tribunales vienen declarando que lo que justifica la devolución de un pago no es tanto el error como la ausencia de justa causa en el mismo. En este sentido, da igual que el solvens se equivoque sobre su condición de obligado, si existe otra causa lícita que ampara el acto. Y así, por ejemplo, quien paga puede actuar por delegación del deudor, porque lo tiene con él convenido, ya que de esta forma salda una deuda que él a su vez tiene con el obligado (en nuestro caso, así le paga el precio del préstamo). La llamada condictio indebiti, que es la acción de recuperación que asiste a quien efectúa un pago indebido, es en realidad una acción de anulación de un negocio de pago que adolece de un vicio. Pero aquí no existe pago viciado, sino pago por un tercero, fundado en un justo motivo, lo cual es un acto válido e inatacable.

Es más, si quisiéramos redondear nuestra argumentación, podríamos reclamar la aplicación analógica del 1899 del Código Civil. Aun en los supuestos de pago sin causa, el Código exime de devolver al accipiens de buena fe, cuando esto sería injusto porque el mismo ha perdido la acción de repetición contra el verdadero obligado. Y aquí podríamos decir: tampoco procede la devolución, por razones de economía procesal, cuando aquélla es inútil, ¡pues acto seguido la Hacienda exigiría el pago del prestamista, que tendría todo el derecho del mundo a resarcirse del prestatario (o en el caso de los consumidores, buenos argumentos para lograrlo)!

¿Cambia las cosas el hecho de que la señora del ejemplo sea una Hacienda pública? En absoluto. El instituto administrativo de la devolución de ingresos indebidos no es más que aplicación de la condictio indebiti y las reglas civiles que acabamos de describir son invocables por la Administración, como expresión de principios generales que informan el ordenamiento entero.

En definitiva, las Haciendas y los Bancos no se hacen querer, es verdad. Pero aquí tendrían razón en negarse a pagar. Y no porque la anulación de la disposición reglamentaria que nos ocupa no pueda tener efecto retroactivo. Si hubiera algún estado jurídico pasado que de verdad dependiera de la validez de aquella disposición, sería claudicante. Pero no es el caso de los pagos (no indebidos, sino de tercero), fundados en cláusulas diáfanas de traslación de gastos, desde luego si los prestatarios eran empresarios y quizá incluso (en una recta interpretación de la LGDCU) si eran consumidores.