“Roma”, de Alfonso Cuarón

Este no es un blog de cine, pero a veces el cine, como afirmaba de la poesía el gran Werner Jaeger, es superior a la filosofía y hasta a la propia vida. Es superior a la vida porque, aunque esta tiene plenitud de sentido, sus experiencias carecen de valor universal; demasiado movida para que sus impresiones pueda alcanzar siempre la necesaria profundidad. Es superior  a la filosofía porque, aunque esta alcanza la universalidad y penetra en la esencia de las cosas, solo mueve de verdad a aquellos escogidos para los cuales sus pensamientos llegan a adquirir la intensidad de lo vivido personalmente. Pero el verdadero arte es capaz de aunar validez universal y plenitud inmediata y vivaz: más filosófica que la vida real, más vital que el conocimiento filosófico.

A nadie se le escapa que hoy las democracias liberales viven a escala mundial un momento extraordinariamente delicado. Este blog nació hace ocho años para defender la idea de que las instituciones de un país, especialmente las que configuran lo que hemos convenido en denominar Estado de Derecho, tienen una importancia fundamental a la hora de preservar y encauzar la libertad de los ciudadanos frente  las agresiones públicas y privadas.  Estábamos convencidos de que su deterioro constituía una amenaza máxima para nuestra libertad y que, desgraciadamente, las instituciones no se defienden solas. Sin compromiso ni vigilancia ciudadana, sin virtud, como diría Maquiavelo, están condenadas, y con ellas, nosotros. En el fondo es una vieja idea, de larga estirpe republicana o neo romana, como ustedes prefieran llamarla.

Pues bien, pensamos que el tiempo y el mundo nos están dando la razón, para nuestra desgracia. Por eso, en este primer post del año queremos reafirmar los principios que motivan nuestro esfuerzo. No somos optimistas ni pesimistas, pero sí tenemos esperanza, porque creemos que la lucha tiene sentido y merece la pena. Por eso, ¿qué mejor manera de continuar que con la ayuda del arte? Quizás así la idea se convierta en impresión y se acepte con mayor facilidad.

“Roma” narra un momento de la vida de una familia de clase media en el México de 1971. No es difícil empatizar con lo que se cuenta cuando uno tenía en esa época la misma edad que esos niños y ha vivido en un ambiente parecido. Pero las verdaderas protagonistas son dos mujeres: la madre abandonada por su marido con cuatro hijos pequeños, y, especialmente, la criada mixteca, Cleo. Las dos lo pasan fatal, desde luego (“no lo olvides nunca, estamos solas, siempre estaremos solas”), pero hay una diferencia sustancial entre la madre relativamente amparada por una red social consistente y la pobre Cleo. En la escena clave de la película, Cleo, embarazada y abandonada por su novio, se acerca a la madre sentada en el diván absorta en sus propios problemas para contarle lo que le ha pasado. El espectador queda en suspenso ante el vértigo, ante el profundo precipicio que se abre antes de la respuesta, con solo imaginar lo que un rechazo podría suponer para esa mujer (“entonces, ¿no me va usted a echar?”). La madre, sin duda, es una buena persona y la acoge en la familia casi como una más. Pero, tras la generosa respuesta, uno comprende que algo está profundamente mal, que algo está desencajado.

Dos mil doscientos años antes, el comediógrafo romano Plauto identificó perfectamente ese algo en su genial obra “El fantasma” (mencionada a ese fin por Skinner en su Liberty before Liberalism). También aquí se narra la historia de un esclavo y de un amo generoso. Pero el contraste es todavía más radical, porque a diferencia de la pobre Cleo, Tranión, el esclavo, vive en la opulencia, aprovechándose de la ausencia de su amo. Desde luego, no hay quien le gane a “libertad negativa”, incluso frente a sus vecinos oficialmente libres: hace lo que quiere cómo y cuándo le conviene sin interferencias de ningún tipo.  Pero, ay, un buen día regresa el amo y comprueba que ha sido engañado por su esclavo. En el fondo, es también una buena persona y le perdona, pero durante un instante Tranión, el esclavo, constata su verdadera condición: sabe que está, totalmente, a discreción del amo. Que este tiene un poder de vida y muerte sobre él, aunque no lo ejerza, y que, en consecuencia, es un siervo y que siempre lo ha sido.

Esa idea de que la libertad es algo más que simple no interferencia es lo que el republicanismo clásico defendió con pasión desde sus mismos orígenes. Las instituciones y el Derecho de un país están para vigilar que los ciudadanos no quedan sujetos a la voluntad de los más fuertes, sean estos los políticos y sus redes clientelares, o los actores fuertes de la economía, por muy benéficos o “eficientes” que puedan parecer a primera vista. Las instituciones están para combatir el riesgo de arbitrariedad, más que la arbitrariedad misma. Solo donde existe la garantía de un Estado de Derecho puede desarrollarse la fundamental virtud cívica de atreverse a decir la verdad, sin pagar por ello un precio excesivo. Y si, por no poder afirmarla, nada es verdad y todo espectáculo, no cabe dudar de que los poderosos terminarán siendo los mejores productores, como dice con acierto Timothy Snyder (On Tiranny).

Hoy grandes sectores de la población mundial, curiosamente los más vulnerables, han perdido conciencia de este gigantesco peligro. Quieren hombres fuertes que desarrollen políticas “efectivas” (aunque solo lo sean en apariencia), no importa el coste institucional. Quieren gigantescas empresas que produzcan cada vez más barato, con indiferencia a la falta de competencia o al abuso puntual. Es decir, quieren amos generosos.

No comprenden que se condenan a sí mismos a sentarse un buen día en el diván de la señora o del señor -llámese China (el diván ahí se denomina la “Oficina de cartas y visitas del Partido”), Rusia, Venezuela, o quizás Google, Amazon o el Banco de Santander-  y a esperar ansiosamente, quizás durante meses, o incluso años.

No desesperen. La respuesta puede ser generosa.